Gracias al canal de Twitch de Vicky (Alienada Café), supe de un artículo que, desde el 30 de diciembre pasado, se estaba haciendo viral (término que me parece urente), y haciendo estragos en la red social Linkedin, esa a la que hago menos caso aún que a las todas las demás.
Dicho artículo se titula «Querido alumno universitario de grado: Te estamos engañando». Vaya, su autor, Daniel Arias-Aranda, profesor de la Universidad de Granada, empieza fuerte; ahí, sacando el puño americano a pasear sin correa. Pero, aunque por un lado le doy la razón, por otra se la quito, porque refiere situaciones que califica de actuales y deleznables, pero que yo ya viví como alumno universitario en su día (1999-2004).
En ciertos momentos, su columna suda de deliciosa ingenuidad.
Arias-Aranda ejerce la profesión desde el curso 1997/98, cuando contaba con tan solo 25 años. Este detalle me ha parecido tronchante, porque me ha hecho rememorar los rostros de aquellos imberbes adjuntos o como se los llamara, muchos de ellos con el puesto ganado gracias a su ancha lengua (que no labia) y otros atributos. Los mismos que a veces nos daban clase y a los que tomábamos el pelo porque muchos de mis compañeros gastaban más años en el carné de identidad que ellos. Les tomábamos el pelo y resultaba que eran los más buenazos, lo que se traducía en clases sin sentido y exámenes que los superaría hasta un niño de EGB. Por suerte, sus apariciones eran tan extrañas como el dar con un honrado en el Congreso de los Diputados. Al final, generamos mayor querencia por los dinosaurios que nos trataban con dureza, pero con justicia, como el desaparecido Javier Caño; aquellos que nos decían a la cara que no estudiábamos ni una mierda comparado con lo que ellos lo hicieron en tiempos y que, cuando saliéramos, íbamos a saber lo que era chapar si queríamos vivir del Derecho. Pero me estoy yendo por las ramas.
Lo primero de lo que Arias-Aranda amargamente se lamenta es de los grupos de alumnos a los que se enfrenta cada día. De aquellas aulas en las que no cabía ni una chinche más, ha pasado a contar con un total de cincuenta alumnos matriculados, con una asistencia regular de un 30%, siendo que los que se dejan caer por “la jaula” están todos pertrechados de ordenador portátil, móvil y otras rarezas no tan raras. Confiesa que se sabe mejor las marcas de sus dispositivos que sus rasgos faciales.
Para empezar, Arias-Aranda da clases como profesor de dirección estratégica de la empresa y cuando yo saqué adelante la Selectividad como un burro minero, el que no se metía a Económicas y derivadas era gilipollas, tonto del culo y todo el santoral, así de simple. Te lo soltaban así tus compañeros de insti, con un par de huevos sin batir. Allí debían de estar hasta el palo de la bandera, pero la cosa ha ido cambiando con las crisis económicas, mutaciones psíquicas y demás.
En cambio, en mi facultad había (y habrá) una especialidad en económicas y en su clase no eran más de cincuenta. Donde éramos ciento y la madre era en la general, pero fuimos menguando como la polla de un actor porno en vacaciones con el paso de los cursos.
Entre 2003/04, ya hablando del aspecto tecnológico, facultades como las de Sociología, Filología (la que fuera), etc., con menos alumnos que voluntarios en una misión suicida, era obligatorio tener ordenador portátil y conexión a Internet en casa. Parece ciencia-ficción, pues era la prehistoria y conocía a gente que no sabía encender un ordenador y que, además, no le encontraba utilidad (“es cosa de secretarias”), no digamos ya a la entonces denominada con exceso de cursilería como Red de Redes.
Pues bien. Esas facultades daban clases online a petición de los alumnos y aquellos que no tenían dinero para un ordenador recibían hasta una ayuda de la Universidad. Era el jodido futuro.
Ahora, con esto, me acuerdo que de niño, en plenos años 1980, emitieron un programa de anticipación o futurología que me quedó grabado a fuego en la mollera: en el s. XXI los estudiantes se desharían de cuadernos y libros, y se servirían de pequeños dispositivos. ¿No os suena de nada? A mí sí.
No conozco a Arias-Aranda ni de su experiencia más allá de lo que cuenta, pero creo que el asunto no le ha podido coger con el pie mal puesto.
Lo segundo de lo que se lamenta nuestro profesor es que nadie pregunta en clase. Me rio porque en mis tiempos sucedía tres cuartos de lo mismo. Es más, le teníamos una tirria que no veas a quienes estaban todo el rato preguntando. Uno de ellos, que siempre sacaba el dedo disparado, le acabamos apodando “Muelle” y eso que era de la cuadrilla, pero es que lo hacía no porque tuviera dudas, sino para hacerse el listillo. Luego estaban los que se ponían a hacer preguntas sobre temas que aún no habíamos dado el clase, para echarse el moco.
Y en cuanto a dudas, ¿las teníamos? Claro que las teníamos y a montones, pero también no teníamos ni puta idea de cómo formular una cuestión sobre materia de la que apenas comprendíamos y que acabaríamos chapando de memoria, sin asimilar nada, para el examen correspondiente y saltar al siguiente escalón. Éramos el afamado coro de niños-loros cantores de Bilbao.
También se queja Arias-Aranda de que, quince minutos antes de que acabe la clase, se escucha el rumor del zafarrancho de los que van salir por peteneras no vaya a ser que se prenda fuego el aula. Yo lo viví y lo protagonicé, pues muchos dependíamos de los horarios de autobuses y trenes, y porque estábamos hasta las pelotas. Explicación coherente como la que más.
Sigue Arias-Aranda con que ya le da vergüenza mandar callar a los alumnos cuando se crea un rumor al fondo. Yo a esto tengo que poner los ojos en blanco. Como en el anterior párrafo, lo viví y lo protagonicé. Me mandaron callar bastantes veces y una vez me invitaron, junto con mis colegas, a abandonar el aula, a lo que, como buenos indinos, accedimos sin mucho aprieto. ¿Cuándo sucedía esto? Pues cuando teníamos una materia en la que no valía ni la pena asistir a clase. Recuerdo una en especial en la que tenía unos apuntes heredados, pero no digo que me los pasaran de un turno que hubiera tenido clase el día anterior, no, qué va. Hablo de unos apuntes que ya estaban amarillentos. Diría que tenían por lo menos tres años. Y, con ellos bajo el brazo, iba a clase y, cuando me molestaba en atender, comprobaba con pasmo que el profesor iba pronunciando las mismas frases capturadas a bolígrafo tiempo atrás, sin colársele una sola coma. Venía, entrecerraba los ojos, entraba en trance y soltaba su discurso pregrabado. El profesor llevaba, por aquella, unas dos décadas dando clase en bucle. Flipante, ¿no?
¿Cuáles eran las clases donde sí hacíamos caso? Pues aquellas en las que había que coger apuntes a mano y no se seguía a rajatabla un libro de texto. Ahí ya no había momentos para el solaz. Pero resulta que desde hace un tiempo a los universitarios se les proporcionan los apuntes bien picaditos. Se les fríe a trabajos, sí, pero se les da los apuntes a chorro, entonces, ¿a quién le extraña que estén de cháchara en clase como pavos en el campo?
No es cuestión de que cualquier tiktoker sea más atractivo que cualquier profesor universitario, es que las cosas son como son y son de toda la vida.
Concluye Arias-Aranda, aunque aún reste mucho artículo por leer, que consecuencia de todo este despropósito es que el nivel de la asignatura ha bajado a las profundidades de las fosas Marianas, que se aprueban a muchos alumnos y que los trabajos y sus presentaciones son de chufla.
Sobre el nivel de las asignaturas no hay sorpresa. La universidad no se iba a librar de las carencias formativas que proceden de la enseñanza obligatoria. Además, ¿acaso no era un chiste en mi época que todos que sacaban la Selectividad en septiembre iban de cabeza a Magisterio? Sigue siéndolo ahora, por desgracia. Si se permite que haya profesores mediocres, los alumnos lo serán más, por mucho que haya un puñado de espartanos entre la pizarra y los pupitres, como debe ser nuestro Arias-Aranda, todo un Leónidas.
Siguiendo con nuestros asuntos, me salto lo del aprobado general y lo del nivel de trabajos y presentaciones, porque entronca con la relación de esas realidades que “no van a gustar a sus alumnos”:
Dice Arias-Aranda en su punto 1 que el alumno medio no tiene capacidad de expresión y cuenta con un vocabulario básico y débil. Aquí pongo de nuevo los ojos en blanco, porque nosotros tampoco teníamos mucha capacidad para nada. Éramos tan grises como el que más y, a día presente, únicamente me considero poseedor de una capacidad de expresión verbal pasable. Quien me conozca ha sufrido mis muletillas, mis incapacidades para hilar algunas ideas, mala vocalización… Como que muchas veces necesito un papel delante con todo bien mascado para no perder puntada ni dejarme lo más gordo atrás. Vamos, no soy el jodido Cicerón, pero seguro que incluso él llevaba notas y no aprobaría todos los días en el Senado romano con sobresaliente.
Aunque debería ir a renglón seguido, se salta al punto 4 la denuncia que este alumno no sabe estar, que balbucea, se encorva, se lleva las manos en los bolsillos, va mal vestido a clase… Es que aquí yo no sé a qué Universidad fue el Sr. Arias-Aranda o si esto que denuncia se lo aplicaba a él en su época de estudiante en sentido contrario; pero a mí no me enseñaron a hablar en público y, seguro que a él le pasó lo mismo, cuando un profesor te sacaba a la pizarra o a exponer era para hacer mofa de ti y que te sintieras humillado. Nunca hubo una explicación práctica de cómo enfrentarse a esas situaciones.
Y del asunto verbal pasa al escrito, evidenciando que el nivel baja aún más (punto 5). Disculpe, don Daniel, pero es que no sé qué está diciendo. Tengo 42 años, trabajo de abogado y conozco a compañeros que aparte de hablar peor que yo, escriben de culo, así de claro, de culo de elefante. Es más, llevo escribiendo ficción, artículos, ensayos, etc., de forma regular por afición (y profesión soñada) desde 2007 y sé que aún tengo muchísimo que aprender de narrativa, puntuación, construcción de frases…
Señor mío, es que le leo y me parece que usted ha venido en una máquina del Tiempo y es un alumno de Descartes. Somos vulgares y desde hace mucho y punto. Joder, ¿es que no veía la serie «Colegio Mayor» con los grandes Resines y San Francisco?
Y en este punto 5 se le cuela algo muy gracioso: los alumnos que no saben español, se bajan al sur de los Pirineos y asisten a sus clases. ¿Yo qué le voy a decir del programa Erasmus, Robertus y Pepitugrillus que usted no sepa? Pero sí le voy a contar una cosa: como ya he dicho varias veces, soy de la promoción 1999/04, y ya por entonces recibíamos la visita de estos divertidos correligionarios foráneos, así como exportábamos material igual de sofisticado y de calidad lingüística de bazar de todo a cien. Algunos eran tan listos que cuando se enteraban que en ciertas asignaturas con hacer un trabajo en su propio idioma ya aprobaban, ni se les veía el pelo, pasaban a otro plano dimensional; y ¿cómo olvidarme de aquellos franceses o italianos que sólo iban a leer el periódico? ¿Cómo olvidarme también de aquellos que, siendo de distintas nacionalidades y hablando dispares lenguas, se juntaban entre sí y hablaban lo que ellos creían que era español? Y así muchas anécdotas más.
Sí, Sr. Arias-Aranda: yo tampoco entiendo a qué van a sus clases, pero...
Sigamos.
En sus puntos 2 y 3 nos habla del infame arte de fusilar trabajos y de la pésima presentación de los mismos, pero ya en mi época existía El Rincón del Vago y “asesinábamos” autores para hacernos con sus desvelos sobre el papel. El copia y pega ya estaba ahí, aunque fuera cavernícola y más disimulado. Y, vamos, la presentación de los mismos era circense: crecían los enanos por todos lados. ¿Por qué? Porque, como ya he anticipado, no teníamos ni pajotera idea de hacer un trabajo y de exponerlo. Así de simple. Nadie nos enseñó. ¿Les enseñan a estos chavales? Seguramente sí o no, ¡qué más dará! ¿Les enseñan a comprender que la Universidad es algo más que cafetería, diversión, campas al sol y estar puteado durante los exámenes? A mi no, la verdad.
En el punto 6 dice que el nivel actual del alumnado no habría sido suficiente para aprobar la asignatura hace 10 ó 20 años. Bueno, no lo sé, pero eso con lo que cierra que cuando el autor se licenció y que con cuatro convocatorias suspensas se iba a la calle también lo viví yo, pero resulta que, allá por el 2003 si no me equivoco, también desapareció esa espada de Damocles en mi Universidad de la sucesión de convocatorias y había gente que iba a asignatura por semestre y tan contenta. Conocí a colegas que fueron expulsados en primero, pero también a otros que, si por ellos fuera, aún no habrían terminado la carrera.
Sí, el nivel en lenguas extranjeras es nulo (punto 7). Cuando terminé la carrera lamenté que no nos hubieran obligado a dar clases de inglés, pues uno, por entonces, se obnubilaba con esas ofertas de trabajo de Garrigues Walker en plan “el 95% de nuestros expedientes se tramitan en inglés”, ya, y en suajili también, no te fastidia. En 17 años sólo he empleado un idioma extranjero cuando me asaltan los peregrinos a Santiago. Pero reconozco que mi carencia idiomática me cerró las puertas a un campo que me gustaba mucho y que era el Derecho Internacional público y privado.
Lo de las habilidades blandas (punto 8), no lo entiendo muy bien. Para empezar, vivo separado en dos mitades con esto: Arias-Aranda afirma que hay alumnos que van con sus padres a las revisiones de exámenes. Está de broma, ¿no? Me lo puedo creer por un lado (mi lado mágico), porque nuestros mocosos lo son hasta los 75 años, pero por el otro no me lo trago, porque el que lo hiciera sería el hazmerreir del campus en tres, dos, uno… Debe ser una exageración… O no.
Y lo de que haya alumnos que se enfadan con otros miembros de sus grupos de trabajo y piden un cambio, me imagino que la raíz está en ese pseudocomunismo que experimenté en mis carnes. “¿Sabes trabajar en grupo?” Sí, por lo que corresponde a mi parte, sí”. Nadie se ha librado: unos bobos se matan para sacar nota y los demás se las rascan a dos manos, porque no tienen más, pues saben muy bien que la calificación es compartida. Vamos, como en las granjas comunales vietnamitas: unos se desloman y acumulan comida que luego hay que repartir a partes iguales, incluyendo a los parásitos.
También viví enemistades en grupos y cambios de miembros, y no pasó nada.
Lo de la anestesia por las redes sociales (punto 9), para empezar me parece tronchante porque este artículo se ha hecho viral en una red social. Pero la pantallita es una droga dura que nos metemos todos con gusto. Mi móvil me dice que estoy una media diaria de 2 horas y media pegado a él, y todo por ver el correo por la mañana, usar Whatsapp (a diario sólo contacto con tres personas y más por el programa de Escritorio), y desahogarme jugando un poco al “Hogwarts Mystery” y a la aplicación de Lichess. Vale, también veo algunos vídeos de perretes y gatetes por Instagram. ¡Pero es que estos chavales están con la pantallita desde que nacen!
Sí, debe ser frustrante ver a tus alumnos dándole a la tecla en medio de clase, pero hasta yo he consultado mi correo y el Whatsapp en medio de una vista, así como el fiscal y Su Señoría.
Arias-Aranda cierra su artículo con una serie de propuestas “incómodas” para solucionar todo este desaguisado:
1.- Centrarse en los alumnos más brillantes (o en los menos mediocres diría yo). Sí, estoy de acuerdo, pero ¿quién establece la distinción? Yo cuando terminé la EGB dejaron anotado en mi expediente escolar que si superaba 1º de Bachillerato sería todo lo de Dios, pero acabé el instituto, saqué la Selectividad (incluso con un 9 en Matemáticas, ¡milagro!), y me licencié en cinco años, a curso por año, quizá con un currículo no muy brillante, con el 50% de las asignaturas con la calificación de suficiente, pero con el resto de notables y un solitario sobresaliente.
Aparte de eso, es innegable que hay gente muy dotada trabajando en puestos bajísimos y auténticos inútiles en puestos de dirección, sin que se les aplicara la regla de Peter de que todo el mundo es muy capaz hasta que supera el umbral de su incompetencia.
2.- Devolver al profesorado las competencias perdidas para diseñar planes de estudio. También estoy de acuerdo, pero muchos profesores son los primeros en no querer cambiar el sistema.
3.- Reforzar las capacidades básicas: nociones de pensamiento, expresión, comprensión lectora, tolerancia a la frustración. Bueno, pero, ¿cómo haces eso con gente con dieciocho años de almanaque?
4.- Eliminar el uso de tecnologías en la enseñanza, incluyendo portátiles. Vale. Estoy de acuerdo porque yo cada vez tengo menos capacidad de retención por culpa de que existen los segundos cerebros, es decir, el Internet, y no “necesito” asimilar el conocimiento pues está ahí “a mi disposición”.
Cuando empecé de becario, el ordenador lo encendía a las doce del mediodía y era para pasar a limpio el trabajo que hacía a mano: leía, tomaba notas, estructuraba, etc., todo en papel. Pero esos tiempos pasaron a la Historia porque ahora (desde hace quince años diría), necesito el ordenador para todo; incluso me cuesta escribir a mano. Ya no tengo que consultar un libro en formato físico porque pago una base digital de datos con todos esos libros, sentencias, revistas, artículos, etc. Y hay que estar pendiente del mail porque si no te saltan al ojo; escribir en procesador de textos demandas, recursos, etc., para los que antes tenía una semana y ahora media mañana; las comunicaciones con los procuradores y los Juzgados son a través de Internet… Y ahí lo dejo. Todo el puñetero día delante de la pantalla, pero no por gusto, si no por necesidad; sometidos a Internet, que suele atacar con su arma más mortífera: la pérdida de tiempo.
5.- Que los chavales se sientan orgullosos de lo que son y de lo que los rodea, expulsando a los nacionalismos de la ecuación, entre otras cosas. Lo compro, pero la bazofia política ha metido las narices en las facultades hasta el fondo y no sale ni con aguarrás.
6.- Fomentar la cultura de la competición, sacando lo mejor de cada individuo. También lo compro, pero sería ir contra el sistema de conformismo educativo universitario y con algo inherente al estudiante, que es su vagancia y su deseo de disfrutar de unos años irrepetibles.
7.- Flexibilizar los primeros años universitarios y de FP para que los alumnos encuentren su vocación y puedan echar marcha atrás, en plan coitus interruptus educativo. No está mal, pero no me convence el modelo estadounidense, al menos tal y como se ve en la tele, en la que un estudiante de filosofía acaba de asistente del forense. Yo aún me arrepiento de haber elegido Derecho, pero mis otras opciones eran Periodismo y Psicología, otras de las desahuciadas por todos. Supongo que lo que toca es aguantarse y, como dice la canción, “si no estás con la persona a la que amas, ama a la persona con la que estás”.
Ya, terminando, a favor y en contra del artículo de Daniel Arias-Aranda, soy de los primeros en echar pestes de las nuevas generaciones y del desastre al que se abocan, pero al César lo que es del César, que nosotros, cuando no lucíamos arrugas y canas, pero sí demasiada estupidez, tampoco éramos oro de 24 quilates.
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