lunes, junio 06, 2016

Relato corto: «Aquel último sábado»

Introducción a este relato que vais a leer en breve

Hace unas semanas, en el Foro Abretelibro, se celebró un concurso de temática libre entre sus usuarios, con motivo de la entrada de la estación de la Primavera (la cual, muy tímida esta ocasión, aún no se deja ver, para alegría mía y de mi alergia). Tuve a bien, por estas vueltas que da la vida, presentarme al mismo sin tener la más mínima de las intenciones por ganar, sino todo lo contrario: las de compartir.

Como sabéis que últimamente le estoy dando al asunto del relato y he de confesar que me sirvo de algunos de mis sueños recurrentes para dar pie a las historias: accedo o me “materializo” junto a o dentro de extrañas estructuras, casi siempre tres, pero en cada pasaje onírico adquieren un diferente aspecto (una casa victoriana, un museo, una gruta, una iglesia). Este último “viaje”, que sirve para crear el particular ambiente en el que se desarrolla con lentitud el relato, es uno de los más recientes y de los que he tomado la oportuna nota. Quería saber qué había soñado; qué era ese edificio comido por la vegetación; esa casa extraña y quien se sentaba junto al río con un cubo lleno de hielo y cervezas. Sin embargo, ese lugar estaba dentro de otro y surgió Stillson. Me encantan las ucronías y Ray Bradbury, y también la década de 1960. Al estudiar la carrera espacial de la NASA por hobby y conocer que en 1966 ya estaba configurado un programa de conquista de Marte (sí, 1966, antes de llegar a la Luna, y que tendría que haberse materializado en 1986, pero que el éxito de los Apolo lo relegó al olvido), tenía lo que quería.

Sé que muchos observaréis que el texto parece más bien un capítulo introductorio a una novela. No era mi intención a la hora de escribirlo, pero, al final, ha sido así. Mientras transcribía en primera persona los recuerdos de Mickey (de apellido Sullivan, por si os lo preguntáis), se fue formando la idea de escribir muchos más relatos relacionados con mi propia ucronía; las líneas se han ido agolpando y las he ido anotando con paciencia: historias con personajes que se van a ir entrecruzando, siempre relacionados con Marte y el abandono de la Tierra, pero que ya “sucedió” en la década de 1960. Me parece que el escenario es atractivo, no digamos ya si mezclamos al brebaje la Guerra Fría o varios puntos Jombar (el éxito del bombardero estratosférico nazi que acaba en EEUU, el avance de la carrera espacial que permite llegar a la Luna en 1955, y mucho más); tanto que la recopilación ya tiene título y hasta portada, aunque. Tan “solo” me falta el contenido.

Aparte de este pequeño relato introductorio, he escrito otro que he titulado “Rarezas Cósmicas” y que ronda las 15.000 palabras. Obviamente, me he pasado de la raya en este último.

Supongo que también os preguntaréis en qué posición quedé en el ranking de participantes anónimos hasta que se dieron a conocer las puntuaciones. Pues no he ganado, pero tampoco me he quedado entre los últimos. Como os he dicho, no tenía intención alguna de presentarme a un “Planeta”, aunque bien es cierto que ha habido gran cantidad de gente (a los comentarios en el foro me remito) que no ha entendido muy bien el espíritu del relato, sobre todo por parte de aquellos apegados a las infames novelas actuales divididas en capítulos de página y media y que se leen como si se vieran un telefilm de sobremesa.

No sé si me dejo algo en el tintero, probablemente sí, pero creo que me he explicado lo suficiente, dando las razones que han precedido al alumbramiento de este relato y las consecuencias que le han sucedido que, ahora sí, os invito a leer.

*****

Relato «Aquel último sábado»

A lo largo de la tarde del primer sábado de otoño regresó la tan ansiada lluvia tras un verano seco en exceso. El smog, en suspensión durante semanas sobre la localidad de Stillson, debido la ausencia de precipitaciones, tiñó por sorpresa de rojo sangre la tierra y las calles, los toldos de las tiendas y las cabezas de los que no tenían un paraguas a mano bajo el que resguardarse.

Yo estaba allí para ser testigo de ese fenómeno tan extraño; sin embargo, me dije que debía empezar a acostumbrarme a ese color, pues iba a ser la tónica predominante en mi futura vida.

El mundo dejó de girar por un instante imposible de calcular. Los coches se fueron deteniendo en el arcén; los viejos bajo el porche de Dean’s dejaron de leer el periódico; dos mujeres frente a la gasolinera se abrazaron, pero no temblaron de terror; incluso un maldito mocoso, que berreaba como una gaviota en celo, cerró la boca. Tan solo se escuchaba la lluvia caer; un sonido como el del aceite hirviendo en una sartén.

Lo único que me permitía saber que seguíamos todos vivos, que no nos habíamos transformado en estatuas de mármol,  fueron los vaporosos y delicados vestidos blancos  y de tirantes que pendían de los hombros de tres chicas que cruzaron la calzada a saltitos, con los pies de puntillas, con miedo a pisar, con sus zapatos de cenicienta, los charcos terrosos que fueron cubriendo el abombado asfalto hasta convertir la carretera en una piscina. 

Aquellas tres chicas reían sin importarles que la lluvia roja ensuciara irremediablemente sus vestidos y empaparan sus bronceadas piernas.

Yo era incapaz de apartar la vista de aquel fascinante pasatiempo. No sin embargo, es uno de los pocos recuerdos, de antes de abandonar aquel pueblo olvidado de la mano de Dios, que logran enmarcar una estúpida y amplia sonrisa de nostalgia en mi arrugada cara.

Por entonces yo tenía veintitrés años y la certeza de considerarme dueño de mi destino. Me creía inmortal. Ahí es nada. Y sabía que pronto me largaría de Stillson, un agujero que pretendió ser una postal idílica y que detuvo su crecimiento a varias decenas de kilómetros de la gran urbe de Stillake; el lugar perfecto para aquellos que no necesitaban el cerebro para sobrevivir y llevar a casa un jornal. Me largaría el miércoles siguiente en un transporte; quedaban menos de cinco días. Cuatro y unas horas.

Cuando me pilló el fenómeno tormentoso, desprevenido, en medio de la calle principal y sin paraguas, volvía del trabajo en la fábrica de motores de Lloyd’s, mi primer y último trabajo en Stillson. Con lo que gané en Lloyd’s logré los caudales necesarios para dar el siguiente paso, para darle la espalda definitivamente a mi mala suerte.

Encontré protección frente a la lluvia roja tras el amplio cristal del escaparate de la tienda de ultramarinos de Petersen. Entré y me quedé contemplando la escena que se desarrollaba en el exterior.

La chica que estaba tras el mostrador me observaba con sus ojos artificiales, de un índigo imposible de ver en un ser humano; dos escalofriantes luceros clavados en un bello rostro de piel de melocotón (aunque, en realidad, era de látex), escogido al azar entre la amplia variedad de modelos rubias de casting que poblaban el interesante folleto de ofertas de la empresa Ginecorp, más asequibles que las versiones de Romy Schneider o de Julie Christie que eran el último grito para aquellos que contrataban los servicios de la potente Gineoptics en la Gran Ciudad.

En aquella época me habría apostado parte de mi salario con mis compañeros de trabajo a que el viejo roñoso de Petersen se había ahorrado un buen pellizco en cuanto a la partida del rostro de su pequeña gineoide, pero que se había dejado arruinar dotándola de órganos sexuales hipersensibles… El muy depravado.

Aquella chica me observaba a mí y no al espectáculo que se representaba en la calle. Ladeaba la cabeza, ora hacia el hombro izquierdo, ora hacia el derecho, tratando de procesar quién o qué era yo: un cliente despistado o una amenaza, una de dos. Con cada movimiento de su cuello, la coleta que recogía su brillante cabello sintético espantaba hasta a la mosca más enconada.

La chica bien podía recelar de mí. Stillson era un pueblo anclado, en todos los aspectos, en un punto no determinado de la década de los ’40, la misma que me vio nacer; y ver un chaval como yo era un fenómeno más extraño aún que el de la lluvia roja: un individuo que caminaba arrastrando los pies, enfundados en unas zapatillas ajadas y casi sin suela, vistiendo unos vaqueros raídos a juego con una camiseta de manga corta de Buffalo Springfield, y cerrando el conjunto con unas greñas y barba que me valieron más de un comentario despectivo por parte de algún que otro viejo. 

—Chico, ¿te han abandonado aquí los del Circo? ¿Qué les habrás hecho?

Era un bicho raro en una localidad en la que en su única sala de cine no hacían otra cosa que proyectar la película «Dumbo» de la Disney, como si los niños y los adultos de Stillson nunca se cansaran de esa historia. Por ello, quizá sí o quizá no, en la fábrica les hacía especialmente gracia que quisiera que me llamaran Mickey y no Michael; y acabé siendo Mickey el no-ratón, gracias a la ocurrencia de alguno de los más ingeniosos de la cadena de montaje.

Espoleado por una ola de vergüenza y un estremecimiento al saberme espiado por una máquina que pensaba más rápido que yo, pero que sus pensamientos no eran más que frases pregrabadas en una finísima cinta magnética, mostré los dientes, nervioso. La chica reaccionó devolviéndome una amplia y perfecta sonrisa de anuncio, pero no apartó su inquisitiva mirada de mí hasta el instante en el que entró en la tienda un obrero enfundado en un mono azul y negro dos tallas más grande de la que le correspondería y que pertenecía a la Clanckers, la fábrica de procesadores contigua a aquella en la que yo me dejaba la piel. El tipo entró chorreando gotas rojizas y preguntó, mientras se rascaba el trasero con fruición (total, le hablaba a una máquina y no había allí otro humano aparte de mí) cuánto costaba un paquete de veinticuatro analgésicos suaves.

Lo más remarcable del suceso de la lluvia roja fue que, tras el paso del frente tormentoso, el firmamento volvió a mostrarse añil de día y perlado de estrellas de noche. Mas el otoño no desanimó al sol, que seguía pegando con fuerza, encorvando mi sombra sobre el asfalto y haciendo mofa de mi cuerpo encogido y de mi espalda cubierta de sudor. Me picaba y escocía a rabiar la piel sudada, allí justo donde no alcanzaba con la mano. Era como si alguien me hubiera pegado un escopetazo con un cartucho cargado de sal.

Cuando cesó de llover, los vehículos parados en el arcén reanudaron su marcha sin que sus ocupantes se preocuparan por el aspecto del cielo ni por el de las fachadas de planta baja y primera que constituían el común de todos los edificios de Stillson.

El color rojo parecía formar parte del paisaje habitual de aquel pueblo.

Salí de la tienda de Petersen, sin haber comprado nada, tras el obrero de Clanckers, que caminaba a buen ritmo a la par que leía el prospecto de los analgésicos que terminó llevándose consigo. El reloj del campanario marcó la hora. Es raro que no recuerde exactamente si daba en punto o a y media; pero, al escuchar el tañido metálico, el tipo corrió, como una bolsa de plástico empujada por el viento, hasta la parada del autobús, donde logró llegar antes de que el último transporte cerrara sus puertas y partiera hacia las afueras. El de Clanckers exhaló un hondo suspiro de alivio al echar las monedas en la máquina registradora.

Yo, al contrario que todos en Stillson, iba y volvía andando del trabajo todos los días. Otra rareza de Mickey el no-ratón.

Pateándome la larga calle principal (y única) de Stillson, llegué a la barbería de los Neones Apagados (así rezaba en la fachada, no me lo he inventado yo) y giré a la izquierda, internándome en la parte oculta del pueblo, es decir, en los campos y bosques que se cernían sobre éste. Una placa parcialmente oxidada indicaba que estaba en el Camino del Molino, mas hacía mucho tiempo que había dejado de existir un molino para moler grano gracias a la fuerza hidráulica del río Stillmer. En su lugar, una alta estructura rompía la monotonía del skyline de Stillson; su forma hacía creer al recién llegado que se trataba de un depósito de agua sostenido sobre anchos pilares cubiertos de enredaderas, pero, a medida que se recorría el camino y se acercaba uno al río, caía en la cuenta de que se trataba de un extraño edificio compuesto por varias plantas de altura, abandonado y con cuencas vacías por ventanas, a través de las cuales se podía atisbar grafitis cubiertos por la Naturaleza. Sus tres primeras plantas estaban clausuradas con muros de ladrillo y lo primero que te dejaba sin palabras era el hedor de podredumbre que desprendía, al que podías llegar a acostumbrarte si llevabas la suficiente carga de alcohol etílico en las venas.

Nadie me quiso decir qué era ese edificio abandonado, ni siquiera Stan, el único compañero de trabajo en Lloyd’s al que me digné en llamar amigo, quien vivía a la sombra de la estructura y a quien iba a visitar aquella tarde, continuando la tradición que habíamos iniciado durante los últimos días de Agosto.

Stan me esperaba. El que hubiera una silla plegable de playa al lado de su butacón, sobre la rampa de la parte posterior que daba al río, era buena prueba de ello; más cuando aquella iba a ser la última ocasión en la que nos veríamos.

Desde hacía semanas Stan disponía la silla a su lado, todo un gesto por parte de mi amigo, para que yo no tuviera que andar peleándome con los cacharros que amontonaba y metía a presión en el trastero exterior de su casa, que era un largo rectángulo de hormigón armado en cuyos extremos, en vez de paredes, había unas inmensas cristaleras y las dos únicas puertas, también de cristal, practicadas en la vivienda, donde medraba el verdín.

La rampa era una lengua de cemento resquebrajado que salía de debajo de la vivienda y se introducía en un recodo del río Stillmer, al abrigo de un bosque viejo que era incapaz de desprenderse de esa pátina de triste abandono que parecía cubrirlo todo durante aquellos días. De pie sobre la rampa, uno podía contemplar el lecho del río, cubierto con escombros de obra y cómo, de una gruesa rama de roble, unida a ella por una soga, pendía un neumático de camión que aún esperaba con paciencia a que un niño, sin importarle el nombre y la edad, volviera a columpiarse en él.

A cambio de mi silla bien dispuesta, Stan solo me obligaba a cargar con el cubo lleno de hielo y botellines de cerveza, desde la cocina hasta la rampa. En honor a la verdad, era el único peaje que tenía que pagar por disfrutar de aquellas tardes en su casa, junto al río y a la fresca.

Tras acarrear el dichoso cubo hasta los pies de mi anfitrión, repantigado en su butacón y con todo su ser a miles de kilómetros de distancia, me acomodé como mejor pude y agarré dos botellines por el cuello, ofreciéndole uno a Stan, que volvió de su viaje astral gracias al certero codazo que le propiné en las costillas. Cogió la birra sin decir ni un «hola, Mickey» y le arrancó la chapa con las muelas. Yo fui más comprensivo con mi dentadura y empleé el abrebotellines que pendía del asa del cubo.

—¿Ya tienes todos los bártulos preparados para marcharte, chaval? —me preguntó Stan sin mover un solo músculo de su cuerpo, al igual que la pitonisa de la feria que acababa de marcharse de Stillson unos días atrás, dejando el prado de Tanner lleno de basura; el mismo Circo que «me había dejado abandonado», según aquel despreciable viejo. 

La voz de Stan sonaba neutra; quería dominar unos sentimientos que hasta entonces me eran desconocidos en él.

—Sí. —Mi respuesta sonó ronca, como un gruñido animal. Me había pasado más de seis horas sin abrir la boca y sin haber dirigido la palabra a nadie en el trabajo. Me limité a cumplir órdenes sin cuestionarlas y a saludar a mis compañeros y al guarda de seguridad alzando el mentón; nada más. En una fábrica como Lloyd’s cuanto menos se hablara más alta sería la nómina al final de la semana. Me aclaré la garganta y traté de adelantarme a cualquier otra pregunta que a Stan se le pudiera ocurrir—: Tengo las maletas preparadas en el hostal, el billete para el transporte de Aeroflot de la semana que viene, los permisos, el pasaporte… Tan solo he de esperar a que, en la fábrica, el amigo Mendel me entregue el finiquito y el talón. Eso será el lunes y saldré volando al miércoles. A donde voy, hace falta dinero para empezar.

Stan asintió con la cabeza, como diciendo «¿y dónde no?» Seguía con la cabeza fija en un punto oscuro del bosque que crecía en la otra ribera. El río estaba tintado de un tono parduzco que me resultaba demasiado familiar, cuando un rayo de sol sobrepasó el obstáculo de hormigón que representaba el edificio abandonado al que dábamos deliberadamente la espalda, e impactó de lleno sobre la ondulante corriente de agua: destellos multicolores rebotaron desde las suaves superficies de los azulejos rotos, arrojados allí de cualquiera manera y como el río fuera un vertedero. También distinguí un par de latas de aceite, de una de las cuales salió un incauto pececillo a inspeccionar su territorio. Una pareja de ánades reales, macho y hembra, barajaron la orilla opuesta, picoteando aquí y allá hasta que se hartaron y desaparecieron entre la espesura.

—Te echaré de menos, Mickey.

Aquel arranque de cariño por parte de Stan me dejó descolocado. Era la primera vez que alguien me decía algo semejante en toda mi vida.

Stan acercó su botellín al mío para brindar, pero yo, instintivamente, aparté mi cerveza. No quería ser víctima de la típica jugarreta de mi anfitrión, que gustaba de dar un hábil golpe en la boca del botellín del pardillo más cercano, provocando la simpática reacción de que el líquido burbujeante saliera impulsado hacia el exterior, desparramándose sobre los pantalones del paleto en cuestión, a la altura de la pretina.

A Stan pareció molestarle mi reacción, pero desalojó todos mis temores en cuanto mostró una larga hilera de dientes amarillentos. Debió de leerme la mente o la cara, lo mismo da, y acercó con suavidad el vidrio ahumado de su botellín y brindamos juntos.

—Por un gran viaje lejos del patético Stillson.

No me atreví a reír la chanza de Stan. Estaba algo borracho a horas demasiado tempranas.

—Adiós a Stillson, el pueblo de la lluvia roja; adiós otoño, hola primavera lejana —canturreó Stan, imitando a un locutor de radio que recitara las líneas programadas de una campaña publicitaria de fomento del turismo para un agujero en el que había poco que ver—. ¿Será la primera vez que vueles, Mickey? —me preguntó tras agotar toda la gracia de su chiste en el vacío del silencio.

Tuve que volver a aclararme la garganta y respondí afirmativamente.

—No hay que tener miedo a volar, Mickey —afirmó Stan, adoptando un aire paternal que no le pegaba nada—. Es lo más extraño y, a la par, lo más natural en el Hombre. —Stan se retrepó en su viejo butacón, apoyó la cabeza en una de las orejas del mueble y recordó en voz alta—: Yo fui ametrallador de cola en un Fortaleza volante durante la guerra. Quince misiones sin un solo rasguño, volando sobre territorio enemigo. A la decimosexta, unos cazas nazis dejaron al bombardero, el Eye Candy, con más agujeros que un maldito colador y caímos. Créeme: volar sobre territorio enemigo es jodido, pero pisarlo es otra cosa bien diferente. —Stan negó con la cabeza sin que yo entendiera su gesto y le dio otro trago a la birra—. Aquellos tres días fueron terribles, chaval, pero salvamos el pellejo… Los que llegamos a tierra vivos, claro. Allí, en Alemania, tuve por primera vez la certeza de haber matado a un semejante. Detrás de una ametralladora doble, a cola, puedes derribar aviones, como cualquier otro, pero no sabes si has matado al piloto del caza. Hay momentos en los que quieres arrancarte a puñetazos esa pregunta de la cabeza; pero, pisando charcos embarrados en Alemania… En fin. Toma, para ti —dijo ofreciéndome una Cruz de Hierro que se sacó de la manga como un buen mago—. Es mi amuleto de la suerte, pero creo que te hará más falta que a mí. La portaba el hombre al que maté para seguir vivo. Quién sabe qué me habría sucedido si me hubiera dejado arrestar por él…

Todas mis preguntas sobre sus experiencias de combate quedaron enterradas ante la sorpresa de tener en la palma de mi mano una Cruz de Hierro de verdad.

—¿Un amuleto de la suerte? —logré articular a pesar de mi emoción, rayana a la infantil durante la mañana del día de Navidad.

—Sí, una Cruz de Hierro convertida en amuleto. Pertenecía al oficial que maté. Se la arranqué de la pechera —confesó con cierto gesto de repugnancia que le partió la frente en cientos de arrugas—, y eso que siempre me dio un respeto terrible el coger objetos que pertenecían a personas muertas.

—Quizá una Luger fuera mejor amuleto—bromeé como un estúpido, superado por el arranque de sinceridad de Stan, que casi nunca decía nada que no tuviera que ver con el último partido del equipo local de béisbol.

—La misma que no tengo y por la que no tendré una jubilación dorada —siguió Stan con la broma, rascándose la coronilla afeitada y vaciando el botellín de un trago—. No eres tonto, chaval.

Stan dejó, al fin, de tener ese aire paternal y volvió a ser el tipo de siempre. Me sentí pequeño a su lado, pues mi padre nunca volvió de esa guerra y mi madre no lo soportó.

El sol, que había logrado dar algo de color a aquel recodo del río, aun cerca ya del ocaso, quedó oculto tras la cortina de humo oscuro y plomizo que emanaba de las toberas de un trasbordador de Aeroflot, un feo pájaro compuesto íntegramente por metal y tecnología soviética que rompía las cadenas de la gravedad y la barrera del sonido, justo a nuestras espaldas, tras despegar del espaciopuerto de Stillake. En su bodega viajaban unos trescientos pasajeros con destino inmediato a la estación espacial Mir-Washington para formar parte del siguiente viaje colonial a Marte.

Aquella sería mi próxima escala. Yo formaría parte del pasaje del vuelo 930 al planeta rojo.

—Ten mucho cuidado allá arriba, Mickey.

Seis palabras que salieron de los labios de Stan y que es lo que recuerdo con mayor nitidez de mis últimos días en la Tierra, durante aquel año de 1966.

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