martes, mayo 15, 2018

Guardia de cine: reseña a «El gran dictador»

Título original: «The Great Dictator”. USA, 1940. B/N. Tragicomedia. 2 horas y 5 minutos. Dirección: Charles Chaplin. Guión: Charles Chaplin. Elenco: Charles Chaplin, Paulette Goddard, Jack Oakie, Reginald Gardiner

«El gran dictador» es una crítica desnuda y afilada del totalitarismo y una defensa de vanguardia de los valores de la humanidad civilizada, de tolerancia entre etnias y credos, sin lugar para muros que separen y fomenten el odio

Filme que supuso un verdadero reto para Charles Chaplin, delante y detrás de las cámaras; un enfrentamiento, cara a cara, con los demonios políticos que asolaron el mundo durante las décadas de 1930 y 1940; con la oscuridad a base de carcajadas y una declaración de fraternidad sin fronteras.

«El gran dictador» es una película que, desde su concepción hasta mucho tiempo después de su estreno, complicó la vida del propio Chaplin, quien se obsesionó con una idea que quemaba los dedos de muchos acomodados en las altas esferas; tanto es así que primero sufrió presiones (y alguna coacción) para que abandonara el proyecto en aras de mantener incólume la ya delicada y deteriorada relación diplomática entre las potencias occidentales, previa al estallido de la segunda guerra mundial; luego, cuando se partió la barrera del puesto fronterizo polaco y la amenaza se hizo indiscutible, Chaplin recibió constantes y suplicantes telegramas, exhortándole a que la terminara de una vez la producción que sería considerada como una de las primeras de propaganda oficial antinazi filmadas en Hollywood. Pero el guión de Chaplin no es propaganda dirigida desde Washington o Londres: nace de la inquietud del propio comediante, que se percata de la funesta y poco sutil sombra que se arroja sobre el destino de cientos de miles de personas en una Europa subyugada al totalitarismo. Chaplin lo plantea desde la óptica de los más débiles en aquella cadena de horrores y por los que pocos moverían un dedo: los judíos alemanes

Se llevaba años sabiendo de los desmanes de los nazis, de su política de brutal represión ante la que la sociedad alemana en general nada hacía salvo, sin esfuerzo alguno, mirar hacia otro lado. Como una manada de cebras imbéciles, suspiraban aliviadas y, con cierto gesto zafio de desdén, entonaban al unísono la musical frase “no me ha tocado a mí (por ahora)”. Pero, primero, serían los judíos, después, todos los demás.

Como otros tantos hombres y mujeres de ideología sionista o cercana a la misma, Chaplin fue acusado de ser judío, algo que no le molestaba aunque tuvo que negarlo (su padre sí lo era, pero él no), lo cual da buen muestra del sentimiento antisemita no exclusivamente ario. Judío y comunista cuando la Comisión de Actividades antiamericanas puso la mira sobre su persona; sin embargo, nada de comunismo se advierte en la cinta, mucho menos en el discurso de defensa a ultranza de la libertad, la tolerancia entre razas, naciones y religiones, de democracia que le da punto final; un discurso sosegado que es, en realidad, una ataque rabioso y a la yugular contra los totalitarismos, sean del signo que sean, luzcan el negro, el rojo o cualquier otro color. Chaplin no entiende ni permite la blasfemia del fascismo ni del comunismo, como tampoco del nacionalismo alienante, lacras de aquellos tiempos y de los nuestros, y les hace frente con el humor y gags efectivos aún procediendo del cine mudo: absurdos pero tremendamente divertidos.

Chaplin, que interpreta dos papeles bien dispares pero igual de tronchantes, hace girar el guión principalmente en torno a un barbero judío, veterano de la primera guerra mundial, artillero a las afueras de París que viviría ese terrible estancamiento de líneas. Una serie de peripecias, que nos hará cosquillas en el estómago, le permitirán conocer a Schultz, un piloto herido al que ayudará a entregar un mensaje que podría inclinar la balanza y hacer ganar la guerra a su país; aunque para cuando lo hagan, se acababa de firmar el armisticio. El barbero sufre una conmoción traumática y una amnesia que le acompañará durante dos décadas de confinamiento en un hospital militar, aunque él crea que solo han transcurrido unas pocas semanas. Un buen día, el barbero decide huir del lazareto y regresar a su vida normal en el gueto judío de su ciudad, sin tener idea de la transformación de su país, Alemania (perdón, Tomania), que es dirigido con mano de hierro por Hinkel, el Fury, un dictador antisemita con ínfulas de emperador.

El barbero, junto con sus vecinos, no tardará en verse envuelto en no poco delirantes situaciones en las que la brutalidad nazi no es disfrazada ni edulcorada, sino que se muestra cruda, como en el caso de que varias tropas de Asalto deciden ahorcar al protagonista, colgándolo de una farola, momento en el que reaparece Schultz, como oficial de los de Asalto, y pone fin al linchamiento.

De forma paralela a la trama del barbero transcurre la del otro personaje al que Chaplin da vida: la del dictador Hynkel, quien alimenta sus ansias de grandeza planeando la invasión de Osterlich (Austria), para la cual necesita de un préstamo que, atención, ha de solicitarse a un banquero judío, y que el dictador de Bacteria (Italia) retire las tropas en la frontera Sur del disputado trozo de Europa para permitir la digna expansión del Reich (aquí apreciamos la tensa relación real entre Alemania e Italia con respecto a los Balcanes). Si el barbero da la nota humorística humilde, Hynkel es el delirio total, una burla a Hitler a cada segundo, haciendo hincapié en su megalomanía, complejos de inferioridad y mezquindad, siendo lo más divertido cuando Napolini entra en escena y pasa por encima de cada uno de los intentos del Fury por aparentar ser superior al bacteriano.

Chaplin, en la primera película en la que le oímos hablar y no se limita a gesticular, refleja la violencia del nazismo contra un sector desamparado y vilipendiado de la población; pone sobre la mesa los anhelos de dominación y exterminio del III Reich, pero sin exagerar un ápice, pues toda la imagen de Hynkel se extrae de una simple y hasta superficial lectura de «Mein kampf», un libro del que se degusta el impulso psicopático desde la primera página, y del material gráfico y sonoro conocido en la época.

Como dijimos en su momento, «El gran dictador» es una crítica desnuda y afilada del totalitarismo y una defensa de vanguardia de los valores de la humanidad civilizada, de tolerancia entre etnias y credos, sin lugar para muros que separen y fomenten el odio. Un filme que, aún habiéndose estrenado en 1940, sigue conservando su plena vigencia en el mundo que nos ha tocado vivir casi ochenta años después, en nuestro Occidente, donde se vuelven a retorcer y a ganar fuerzas los movimientos antidemocráticos, opresivos y destructivos, a semejanza de los nazis, que campeaban libres y dichosos que pretendían derribar la República de Weimar, la misma que les permitía manifestarse y formar partido.

Gracias a la mermada capacidad de reaccionar frente a la vileza, como alemanes de 1930, volvemos a vernos abocados a perpetuar totalitarismos nacionalistas, entre el estiércol fascista y la germinación tardía de la infiltración soviética en nuestra sociedad, aún transcurridas dos décadas de la caída del sistema.

Chaplin declaró que si hubiera conocido la realidad de los campos de concentración, del holocausto judío, habría dirigido una película bien distinta; pero su magistral obra en defensa de la libertad se conserva en su integridad como una de tantas que deberían ser de visionado obligatorio para los descendientes de aquellos que dieron sus vidas en aquellos ya lejanos años; para nosotros, que creemos que vivimos en paz y libertad por la cara.

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