“Si te crees libre, es porque aún no has volado lo suficientemente alto como para encontrar los barrotes de tu jaula.”
Algo así rezaba, escrito en tinta azul y con una caligrafía mejorable, en uno de los separadores del clasificador de un buen amigo del instituto. Él se sentía intensamente atraído por el anarquismo y por la filosofía en general, y cubría cada centímetro de ese clasificador con pensamientos sugerentes, a menudo más profundos de lo que podíamos entender a esa edad.
Lo cierto es que aquella frase me impresionó. Me marcó durante esa adolescencia lejana y polvorienta que con el tiempo se vuelve irreal. La he recordado muchas veces desde entonces, y en cada reaparición se renueva la misma pregunta:
¿Somos realmente libres? ¿Existe el libre albedrío como fuerza viva que recorre todos los rincones de nuestra conducta y de nuestra vida diaria?
No niego que exista una cierta libertad. Tal vez una chispa auténtica, mínima, pura. Pero esa libertad está encadenada desde su nacimiento: al entorno familiar, a la educación, a la cultura, a las expectativas sociales.
Soy y pienso como pienso porque así se me formó, entre las paredes de mi casa y en el tejido de mis relaciones. Si no hubiera sido expuesto a ciertas ideas políticas, religiosas o filosóficas, sería otra persona. Y, aun así, seguiría deseando encajar. Porque los seres humanos necesitamos pertenecer, incluso cuando jugamos a desmarcarnos como ovejas negras.
Son pocas las ocasiones vitales en las que nuestra artrosis social nos permite romper de verdad con lo heredado. Y cuando lo hacemos, suele ser a través de una rebeldía tambaleante, un gesto desesperado más que una decisión consciente. Pero incluso ese gesto —aparentemente libre— está moldeado por los mismos condicionamientos que pretendemos negar.
No encuentro consuelo ni en Descartes, Sartre o Kant. Tampoco en Spinoza, Hobbes o Freud. Me acerco, aunque con incomodidad, a la mesa de Hume y Mill, donde la libertad es una construcción más modesta, más compatible con lo que somos.
Porque en el fondo, somos figuras de barro moldeadas por manos ásperas. Da igual si adoptamos posturas conservadoras o rupturistas: casi nadie está dispuesto a pagar el precio de ser auténtico. Preferimos el festín servido por otros antes que cocinar lo propio con esfuerzo.
Pensar con originalidad es casi imposible. Somos el fruto de un pecado que no se lava en la pila bautismal: un folio manchado, rasgado desde antes de escribir la primera palabra.
Al final, no somos más que caballitos de tiovivo que se creen libres, atravesados a la altura del corazón y clavados por una estaca umbilical. Damos vueltas al ritmo de una música que no elegimos, rodeados de risas y luces, girando siempre en la dirección marcada de antemano.