lunes, noviembre 10, 2025

Antimaterialismo o el adiós parcial a la costra del pasado

En todas las localidades las hay: pequeñas tiendas que se asoman tímidamente a la calle, dirigidas por asociaciones benéficas o por particulares, desbordadas por objetos de segunda mano. Piezas obtenidas gracias a donaciones o al vaciado de pisos de personas difuntas. Tras sus escaparates es fácil entrever una especie de clon aparatoso del salón de tus abuelos —o incluso de tus padres—. Vajillas de diseño obsoleto y recargado, cristalerías con formas y colores imposibles, recuerdos baratos comprados décadas atrás con ilusión infantil a los pies de algún monumento. Un sinfín de retazos de vida que acumulan polvo y senectud, como el decorado estático de una casa ajena a las novedades de cierta compañía de muebles sueca.

En esas tiendas hay de todo, y en abundancia.

A sus puertas, incluso, suelen aparecer cajas de cartón donde se deposita, a la liberalidad del transeúnte, aquello que no logra venderse o cuyo valor es nulo. Allí reposan, día y noche, colecciones enteras de enciclopedias sustituidas por el sucedáneo digital de la Wikipedia; juegos de mesa que vivieron y revivieron durante tardes lluviosas, con el cartón doblado por las manos invisibles de quienes ya no están o de quienes prefieren mirar hacia otro lado. ¿Cuál será su destino? Tal vez acabarán en el fondo de un contenedor de reciclaje.

Todos los días debo pasar —por necesidad— varias veces ante el escaparate de uno de estos establecimientos de “antigüedades y objetos vintage”. Y pocas son las ocasiones en que no detengo mi mirada, un tanto triste, sobre ese sinfín de cachivaches que hablan a destiempo de vidas anónimas y acartonadas. En mí anida una suerte de atracción reverencial y, desde hace poco, una sombra de inquietud que ha convulsionado mi manera de entender el materialismo y la necesidad humana de rodearse de cosas.

A mis cuarenta y cuatro años carezco de descendencia, y dudo que, tras mi último aliento, mis posesiones no terminen en una de estas tiendas o directamente en la basura. Polvo al polvo.

Tanto es así que me da reparo gastar el dinero en algo que no sea comida o ropa (esto último solo cuando mis pantalones o polos se deshacen entre los dedos). Esa efímera alegría química que provocaba satisfacer un capricho material se ha desvanecido.

Como casi todos, tras alcanzar la mayoría de edad tuve la necesidad de acumular: de olvidar carencias pasadas, de exteriorizar mi personalidad y mis experiencias a través de objetos inanimados. De sumar cajas que solo encarecían y hacían más agónicas mis mudanzas.

Sin embargo, ¿cuánto de lo que guardo tiene algún valor monetario real? Dando ejemplo un tanto extremo, si este año no se hubiese inundado el sótano de los trasteros, allí seguirían los apuntes y los libros de la universidad que llevaban veinte años arrumbados en un rincón oscuro. ¿Para qué? Fueron directos al contenedor.

He comenzado a limpiar, a desprenderme de la costra adherida a la piel. Ya he empezado por muchos libros que leí y que no pensaba volver a tocar: volúmenes que languidecían en la librería como una esposa a la que se dejó de amar tiempo atrás, y cuya vejez y decadencia repugnan. Una decoración patética de estantería.

Me dije que sería egoísta no compartir esos títulos con otras personas que pudieran quererlos o necesitarlos. Y así, con ayuda de portales de Internet, librerías de segunda mano y los puntos de intercambio de balde de las bibliotecas, comencé a rascar esas paredes.

Por un lado, es triste liberar espacio físico para sustituirlo con un recuerdo frágil que acabará marchitándose. Por otro, me reconforta saber que comparto aquello de lo que una vez disfruté. Son cosas inanimadas, sí, pero necesitan ser útiles para “vivir”.

Desde luego, hay objetos de los que nunca me desprenderé, por nimios o insignificantes que parezcan a ojos ajenos. El valor sentimental es fuerte, por mucho que uno lo combata siguiendo un modelo anarquista. Pero quiero dejar tras de mí lo menos posible. Al final, lo material se deshace, se reparte o se olvida. Solo mis palabras, si acaso, tienen la esperanza de sobrevivirme.


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