lunes, enero 25, 2016

Relato corto: «Rulfo»

Rulfo era uno de esos perros de raza imposible de averiguar, incluso para los más avezados y sobrados de horas en este digno campo, dando lo mismo el esfuerzo y ganas que empeñara en tal empresa. Por supuesto, Rulfo no era uno de aquellos que, por casualidad, se pasean bajo las faldas de las engalanadas damitas de alto copete, ni de los que son objeto de misterioso deseo para envidiosos, jueces y curiosos; pero, ¿acaso eso le importaba a Manuel? Nada en absoluto. Rulfo era un buen amigo; su mejor amigo.

Tenía el pelaje corto y de color castaño, de hocico a tope de la cola. Tan solo su trufa y sus pupilas oscuras variaban la tonalidad general de su cuerpo, con una brillante y agradable nota de docilidad. Sus ojos siempre tristes y melancólicos lloraban una pena de esas que el sufriente se guarda para sí con falsa avaricia, pues es incapaz de hacerse entender; y que no mermaban la impresión honda que causaban a su dueño y amigo, aún cuando movía su rabo como las aspas de un ventilador a punto de reventar. Una tristeza inexplicable a la vera de su cazo, recibiendo mil y una carantoñas cuando el sol se ocultaba o saltando, de cubierta en cubierta y con una gracilidad asombrosa, hasta llegar al castillo de proa del pesquero Señora de Marineda, en el que Manuel y Rulfo salían a faenar cuando la mar lo permitía.

Allí, el perrito, desde la amura de la pequeña embarcación, se dejaba la garganta raspada con sus ladridos, llamando a bordo a toda la tripulación. Era feliz a pesar de sus ojos pequeños, negros y afligidos.

Cuando el pesquero salía del puerto, Rulfo se pasaba las horas apostado, cuan serviola; pero en vez de otear el incierto horizonte, escudriñaba las profundidades del océano, esperando a que ese espejo oscuro le devolviera reflejos grises pálidos que advertían de la llegada de los juguetones delfines. Los cetáceos también buscaban a aquel animal de color castaño que brincaba y les ladraba en cuanto los divisaba. Manuel se preguntaba si tal vez los delfines serían capaces de entender a Rulfo.

Cada día era diferente pero igual al anterior y Manuel no supo ver que Rulfo iba envejeciendo con rapidez. Cuando quedó a su cuidado, años atrás, el perro había dejado de ser un cachorro; pero llegó la madrugada en la que Manuel no tuvo otra que llevar a Rulfo en brazos hasta su puesto en el castillo de proa: parecía haber envejecido en una sola noche todos los años que había logrado esquivar, como si el peso del Tiempo hubiera caído de un golpe, arrollando en sueños al pobre can.

Lo más penoso fue comprobar que Rulfo ya no buscaba a los delfines y que tan solo ansiaba la relativa seguridad del puente, levantando su angulada cabeza de vez en cuando para contemplar un horizonte cuyos secretos nunca más le interesarían. Ya tan solo quería de la mar la caricia de la brisa sobre su corto pelaje.

—Tan solo es un chucho callejero. Joder, no te compliques, amigo mío —gruñó con desdén Fermín, su mejor amigo entre los hombres que formaban el corto rol del Señora de Marineda.

Manuel tan solo buscaba un poco de apoyo en aquellos momentos en los que veía cómo la vida de su querido Rulfo se iba apagando, pero se encontró con que sus penas aguaban los comentarios socarrones referidos al lamentable juego del equipo de fútbol local en su último partido; el único tema que interesaba entonces. Sus palabras, allí, estaban de más.

El viejo marinero apartó de sí el vaso de vino de garrafa, que le supo más avinagrado que de costumbre; se levantó de su taburete y arrojó un par de monedas sobre la pegajosa mesa para, acto seguido, largarse de la Taberna del Manco para buscar mejor compañía.

Nadie osó frenarle, ni tan siquiera Fermín, que se limitó a encogerse de hombros y a hundir el morro en su vaso. El incidente tan solo produjo un vacío de duración infinitesimal en el normal devenir de la taberna, sin llegar a acallar las conversaciones y el tintineo de la loza y el cristal en el fregadero. La radio chisporroteaba histérica, reproduciendo la voz de un locuaz pero repetitivo locutor, como si no fuera la cosa con él, lo cual era también verdad.

En la Taberna del Manco nadie sabía de la enfermedad de Manuel.

Fuera, en la calle y frente a la puerta de la bulliciosa taberna, sentado sobre sus cuartos traseros y haciendo guardia, aguardaba el viejo Rulfo al viejo Manuel. El animalillo tiritaba de frío, pero ni un gemido se escapaba por entre los huecos que algunas piezas caídas habían dejando libres en su dentadura; daba lo mismo el tiempo que estuviera allí o cuánto descendiera el mercurio: la espera sería siempre insoportable, añadiéndosele así gramos de tristeza a sus ya cargados ojos, pero Rulfo nunca se quejaba.

Manuel se agachó y cogió con ambos brazos a Rulfo. Pesaba y mucho. El dolor se ramificó en las extremidades y a todo lo largo de molida espalda del marinero. El hombre lo ignoró como pudo y cojeó hasta su pequeña casucha, con su amigo a cuestas.

Rulfo dormitaba tranquilo cuando los pasos de Manuel los llevaron escaleras arriba, hasta el cuarto gélido donde esperaba una cama aún más gélida.

Por una noche, Manuel permitiría que Rulfo durmiera con él bajo las sábanas y mantas; así que, con sumo cuidado, dejó al perrillo en el lado derecho del estrecho jergón y, luego, el hombre se metió de un salto, abrazándose a su fiel amigo casi diríase que desesperado. Manuel, en lo más hondo de su ser, sospechaba que se habían rubricado dos finales para aquella noche entre los agostos muros de la pequeña y oscura habitación.
  
—Tan solo es un viejo marinero; otra vida que se apaga. Joder, no te compliques, amigo mío.

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