Título original: «The old man and the sea» Debate. Random House Mondadori. Barcelona, 2003 Primera edición. ISBN 84-8306-530.4 157 páginas |
Obra tardía, que no de madurez, nacida tras un largo periodo de improductividad que podría sintetizarse, según mis absurdos devaneos estivales, como una autobiografía escrita durante esos precisos y frustrantes momentos de desorientación, de deambular sin rumbo por las callejuelas de una máquina de escribir. Una lucha por recuperar lo que una vez fue.
«El viejo y el mar» representa una obra escrita al rumor de las olas lamiendo el costado de un bote, sintiendo la presión de la vida en el sedal, tostándose al sol caribeño y con un sabor demasiado dulzón cristalizándose en los labios del espectador. Santiago, el viejo, es un pescador cubano que lleva prácticamente tres meses sin capturar un solo pez. Compara su mala suerte, decrepitud y dolor con la de Joe Di Maggio en las Ligas Mayores de Béisbol (MLB), un jugador al que el viejo sigue con interés con periódicos atrasados que le servirán de colchón para dormir. Y Santiago es Hemingway a las teclas de una máquina con tripas oxidadas, pero también mucho más: un hombre en estado de derrota, pero sin haber sido dominado.
El autor norteamericano se jactaba de ser un experto en pesca y un simple aficionado en escritura, por lo que el planteamiento de esta obra, su ambientación, ya supera lo poco que podemos apreciar tras rascar su última capa de pintura: es un escenario vivo enmarcado por la rabiosa naturaleza del mar. Y la historia en sí es la de un combate entre iguales, entre el hombre y un majestuoso pez espada que le costará al primero tres días llevarlo hasta la superficie, sin ayuda y prácticamente alimento, pero sí con demasiado dolor, soledad y pensamientos. Una lucha de la que el hombre, a pesar de capturar el pez, a quien considera un igual, un hermano, sale derrotado.
Al escribirla como una novela corta, Hemingway ofrece un cofre con objetos en los que muchos prologistas, en su atrevimiento por cubrir unos contados párrafos cerrados y almibarados al comienzo de la edición, no han reparado. Esa es la verdad. Quizá Hemingway ya estuviera cansado de pelear contra ese mar en blanco, pero se negaba aún a tirar la toalla, a tomar una decisión cobarde. Al igual que Santiago, tan solo soñaría con una playa de África habitada por leones, a los que contemplaría con nostalgia onírica desde la lejanía de un recuerdo mil veces reproducido durante las largas noches.
O, al menos para mí, muestra unos primeros avisos de lo que iba a acontecer en poco menos de una década, en 1961.
Mi opinión acerca de este libro —que fue un éxito de ventas aún después de ser publicado por entregas en la revista LIFE, y que le reportó a su autor el premio Pulitzer— puede ser considerada como errónea, blasfema, enclenque o desinformada con respecto a un clásico de la Literatura. Podría decir en mi defensa, pretendiendo quedar libre de la picota, que cuando lo estuve leyendo me encontraba inmerso en un periodo álgido de alergia primaveral tardía (del que aún no he salido) o que la lectura me resultó desazonadora debido a la pobre labor de traducción y revisión del texto en castellano que me tocó trasegar. Cuesta mucho creer que una obra de reconocido valor y prestigio en el mundo de las Letras estuviera escrita de forma tan floja, reiterativa y falta de sentimientos y lirismo.
Por lo que me aferro a estas dos razones colgadas de una cuerda para tender ropa para justificar mi opinión y confesar que no he me ha gustado «El viejo y el mar»; al menos, en su parte media, pues sí me ha resultado grata la lectura del tercio final porque había superado la zona de calma chicha y me adentraba en el clímax de la historia tras una larga lucha silenciosa que, a buen seguro, para otros será la mejor parte de la novela.
«El viejo y el mar» me ha susurrado ciertos aspectos vitales del autor que, quizá, compruebe en un futuro y me obligue a repasar sus páginas en un futuro, con una edición cuya traducción resulte menos vulgar.
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