martes, enero 24, 2017

Guardia de literatura: reseña a «Esfera», de Michael Crichton

Plaza & Janés, Barcelona. 1998
Primera edición
442 páginas
ISBN 84-01-32721-0
Aunque de planteamiento interesante, «Esfera» se desvía hasta salirse de la vía, con un Crichton que juega al autoplagio

Al escribir la recensión de «La amenaza de Andrómeda», compartí con todos vosotros la urgencia que me impulsó a rebuscar por entre las estanterías de la biblioteca el título «Esfera»; y que, al final, me conformé (buenas son tortas) con una de las primeras novelas de Crichton por no cargar con otra cosa para casa. Entonces poco podía yo sospechar que aquella lectura casi forzada me serviría para profundizar en este artículo que hoy nos ocupa, pues Michael Crichton hace, con «Esfera» (1987, la novela anterior a «Parque Jurásico»), una ejercicio nada disimulado de autoplagio unas décadas más tarde: un grupo dispar de expertos son reunidos con nocturnidad y alevosía para analizar la forma de contrarrestar una amenaza procedente del espacio exterior, siendo uno de los miembros más importes del reducido grupo una persona que nunca se tomó muy en serio la iniciativa gubernamental; más bien se lo tomó como un pasatiempo anecdótico hasta el instante en el que recibe la visita de unos uniformados, en un sedán de la Marina de guerra de los EEUU, y es llevado a Dios sabe dónde, en mitad de la nada.

Aún con esta clamoroso autoplagio, tan evidente como alarmante, Michael Crichton ha aprendido a dotar al argumento de unos elementos únicos y exóticos, como es el descubrimiento, a trescientos metros de profundidad bajo la superficie del océano Pacífico, de una nave espacial sobre la que ha crecido el coral y que, según los estudios más sesudos, su llegada a la Tierra dataría de hace tres siglos. El ambiente submarino, muy cercano a Jacques Cousteau, y ese gigantesco artefacto son mieles que atraen nuestra atención sobre el libro y que nos anima a seguir leyendo, página tras página; más aún cuando el vehículo resulta proceder de un futuro cercano y construido por humanos, siendo que en una de sus bodegas se guarda la misteriosa esfera de marras.

El planteamiento es más que interesante, pero chirría en algunos puntos por culpa, principalmente, de los personajes. Muchos de ellos son arrogantes y estúpidos (como Barnes y Harry Adams (aún con su elevada inteligencia matemática)), otros son maniquíes con algo de voz pregrabada (las suboficiales de la Marina que operan el hábitat DH-7). El protagonista, Norman Johnson, como buen psicólogo, no hace más que analizar a sus compañeros, creyendo por ello ser inmune a la situación extrema en la que se encuentra sin comerlo ni beberlo; un tipo que realizó en su momento un informe y listado de personal para un posible contacto con entes biológicos extraterrestres, de un modo un tanto chapucero y nada acertado, simplemente para pasar el trámite, por cuanto designa un grupo un tanto desequilibrado y fastidioso.

Resulta destacable el personaje de Harry, el Ian Malcolm de «Parque Jurásico» bajo el mar, carente de gracia y atractivo, y con una capacidad de deducción que raya el paroxismo para un incrédulo lector. Es capaz de saber lo que ocurre como si fuera una especie de deus ex machina de bajos fondos y, por ello, poco redondo.

Pero el personaje más interesante en esta corte de infelices es, sin duda, Beth Halpern, una mujer que se deja vencer en todos los campos vitales y profesionales, escudándose o construyendo a su alrededor un muro de ladrillos, fabricados con autocompasión y culturismo.

La trama se desarrolla de forma irregular y con escenas que resultan, técnicamente, un poco estúpidas, sobre todo cuando han de quedarse en los habitáculos porque un tifón está arrasando la superficie o por la extraña capacidad de los integrantes de la misión de andar “Como Pedro por su casa” por el fondo marino, sin que por ello les afecte estar bajo trescientos metros (con sus toneladas) de agua salada (como si la explicación que se le da al arponero Ned Land en «20.000 leguas de viaje submarino» entre la diferencia entre estar bajo el aire y el agua cayera en saco roto para Crichton). Una cosa es sacrificar la realidad por el buen parto de la ficción y otra es pasarse literalmente de gracioso.

La tensión, por su parte, está excelentemente reflejada cuando hace falta, a pesar de las carencias de ciertas escenas, siendo la peor de todas la que cierra la novela: “nos limitamos a olvidar y punto pelota”. El broche no puede ser más débil e inseguro.

A pesar de la excelente semilla, el autoplagio y la desazón imposibilitan la consecución de una novela de categoría; de una historia más digna de Michael Crichton.

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