Suelo ser oyente de Sergio Candanedo, más conocido en como Un Tío Blanco Hetero (UTBH). No es que sea un seguidor acérrimo, de esos que se tragan como patos todo lo que diga en sus intervenciones en directo por Twitch, sino que voy seleccionando aquellos vídeos que va subiendo a Youtube y cuyos títulos me llamen más la atención. En uno de tantos, el bueno de Sergio pasaba a reaccionar sobre otro que él había encontrado en redes y que se burlaba, a su vez, de la grabación de un extracto de un encuentro feminista, organizado por el Ministerio de Igualdad y sufragado por pichitas y no pichitas, gordos y delgados, en el que se hablaba de gordofobia contra las mujeres y la supuesta manipulación médica y farmacéutica. El contenido de las intervenciones de los ponentes y el público no tenía desperdicio para eso de alucinar sin necesidad de recurrir a las drogas. Y de toda aquella bazofia me quedé, no con la expulsión de las gordas del llamado círculo del placer (¡¿?!), sino con la “brillante” información sobre la existencia de cierta asociación mejicana (ALICIA), que lista al personal sanitario no gordofóbico (por lo que aquellos que sí lo sean, serán debidamente señalados en plan GESTAPO sobrada de kilos), y con una de las asistentes como público, micrófono en mano a modo de rico cucurucho de helado, manifestando a la concurrencia que, gracias al feminismo, ya no se sentía enferma a pesar de padecer obesidad tipo 3 (mórbida).
No tengo comentarios a mayores, pero sí he de confesar algo: diré que esas dos perlas me dieron de qué pensar. Me explico: yo también estoy convencido de que algunos facultativos a los que me he expuesto durante la redacción de mi dilatado expediente médico me han tratado de forma despectiva por el hecho indiscutible de que me sobran kilos y grasa, guiándose por el mero prejuicio: “este no es más que otro gordo que se pasa el día apalancado en una terraza de bar, cerveza en mano, esperando a hacer ganas de comer y tragar más”.
Y eso es algo que me jode, pues no tienen ni pajolera idea de mi estilo de vida y dieta. Soy el primero que reconoce que no está hecho un Tom Hiddleston y que necesito bajar de peso, sin embargo, las taras y limitaciones físicas inherentes a mi “dichoso” cuerpo me impiden practicar deporte en condiciones, aún restando de la ecuación los días en los que solo ir y volver caminando al y del trabajo se me antojan como un esfuerzo demasiado doloroso. No son excusas baratas de niño de cuatro años enfundado en el traje de un adulto en la cuarentena, pues qué más quisiera yo poder correr y hacer mucho más sin pagarlo con días o semanas de padecimientos para los que de poco me sirve la medicación analgésica. No soy capaz de enfrentarme a una tabla de ejercicios que no sean de bajísima intensidad, pero trato de caminar todo lo que me sea posible, logrando muchas veces romper la barrera de los diez mil pasos diarios.
Aparte de mi propia configuración corporal, está mi trabajo, que es de los de estar detrás de una mesa y delante de un ordenador, cosa que algunos facultativos y miembros de diversas ramas sanitarias consideran que se solventa con trabajar de pie (como le parecía lógico a cierta fisioterapeuta de infausto recuerdo que, aparte de caerme como una patada en los mismos cojones, me producía semejantes dolores que preferí perder el bono y eso que aún quedaban dos sesiones bien pagadas a tocateja).
Trabajar de pie… Me troncho vivo ante tan estúpida ocurrencia. Aquí se demuestra, más que nunca, que tener una carrera, lo mismo da de Ciencias que de Letras, no te hace inteligente.
Trabajar de pie… Eso será porque algunos no saben lo que es estar buceando durante horas tras una presa que se esconde en lo más abisal de las bases jurisprudenciales. No saben lo que es redactar un recurso de apelación desde cero el día de gracia. No saben mucho, aparte de que yo no he conocido a nadie de bata blanca y demás que te reciba de pie; todos están bien sentaditos y algunos se levantan más por obligación que por devoción hacia el paciente, y tampoco creo que se pongan a estudiar sostenidos sobre sus pies. A eso, yo también atiendo a los clientes sentado, pues ellos también se dirigen a mí tras tomar asiento, como es lo normal.
He vivido instantes en los que creía que me daba el síndrome de la clase turista sentado en mi sillón de oficina, pero es que sólo podía permitirme el alzar la posadera para orinar. Si hay que hacer una cosa, se hace; si hay que estar horas delante del ordenador sin descanso, se está.
Y, para contrarrestar los efectos negativos de todo esto y todas las demás cosas, echo mano de una dieta libre de sal (salvo la del pan), sin café, sin alcohol, baja en grasas y con abundancia de verdura (siete días a la semana), y pescado (cuatro días). A ello le sumo varias piezas de fruta en comida y cena, tres lácteos diarios (un vaso de leche, un yogur y un cuarto de queso fresco), y el menor azúcar posible. Pero, claro, esta dieta no se la cree ningún médico salvo aquel que tuvimos de cabecera durante los últimos quince años y que ha cambiado de plaza, quien llegó a maravillarse ante un análisis de sangre en el que tenía el colesterol por debajo del mínimo.
Mi problema es que mis dimensiones superficiales no varían, la grasa apenas se mueve y me resulta demasiado fácil engordar por culpa de celebraciones en las que, por convencionalismo social, prácticamente estás obligado a comer excesivamente por no ser el bicho raro.
Lo dicho: un gordo apalancado con su birra, que sólo excusa sus “malos hábitos” (reales o imaginarios en la mente del médico), y al que no hay que creerle ni media palabra… “You, fatty liar”.
No me hace maldita gracia, pero no llego al punto de las energúmenas de la conferencia aquella. Una cosa es que haya ciertos médicos que se dejen guiar por esta forma de pensar (como todos los humanos) y, otra bien distinta, es creer, como la estúpida esa del micrófono, que una obesidad de tipo 3 no sea un problema de salud.
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