martes, mayo 10, 2016

Guardia de cómic: reseña a «La balada del mar salado», de Hugo Pratt

Norma Editorial. Barcelona. 2006
Primera Edición
199 pág.
ISBN 84-9814-565-1
Esta historia de largo recorrido reúne todos los requisitos indispensables para formar parte fundamental del universo que subyace bajo el género literario y cinematográfico de aventuras de la edad de oro; un periodo que es coto exclusivo de los grandes autores del s. XIX y las producciones de Hollywood de la década de 1950: el océano Pacífico, piratería, traición, secretos familiares, humor, drama, venganza, amor, honor y una estudiada ambientación histórica y de fondo; que sirvieron de estímulo a Hugo Pratt para enfrentarse a un reto de semejante magnitud por partida doble, pues se encargó del guión y del dibujo (o al revés, pues primero solía usar los lápices y, luego, las palabras, escuchando lo que le decían los personajes). Las 165 páginas (en la versión que he leído esta última vez), conforman, sin fingimiento alguno, el germen de la novela gráfica; Pratt y no otro es el padre de esta singularidad.

«La balada del mar salado» posee tantos detalles reseñables que seguro que nos dejamos alguno en el tintero; muchos de ellos, estrechamente vinculados a su autor. Para empezar, se ubica en el Pacífico Sur, en sus islas y en las herméticas culturas que allí habitan; un paisaje suficientemente atractivo y que Pratt conocía como la línea de la fortuna que se practica Corto Maltés con la navaja de su padre. De niño, Pratt se sumergía a voluntad entre las páginas de enciclopedias y estudios añejos que poblaban la biblioteca de una de las conocidas de su abuela, a la que visitaban con asiduidad en el geto judío de Venecia; apetencia que fue un caldo de cultivo perfecto para despertar la imaginación de un niño por los mapas, los viajes y la exploración marítima. Aquellos paseos infantiles sirvieron de base para un Hugo Pratt que acabaría dibujando «Jungle Men» y muchas obras más. 

En «La balada del mar salado», Pratt no se permite el lujo de olvidar su relación directa y familiar con la ciudad de Venecia, vinculándola a la insignia del enigmático pirata llamado El Monje; como tampoco renuncia a incorporar detalles de su juventud durante la posguerra, pues el mayordomo Sbrindolin recibe tal nombre del que Pratt empleaba cuando era el cantante de un estrambótico grupo de Jazz.

«La balada del mar salado» es consideraba como una obra coral, sin un protagonista principal definido. Podemos compartir tan fundada opinión sin sonrojarnos por no ofrecer una nota discordante en esta reseña. En primer lugar, podrían haber sido Caín y Pandora Groovesnore los personajes centrales, pero, luego podrían haber sido Rasputín, Cráneo, El Monje o el mismo teniente Slütter. Al ser una obra de confección prácticamente anárquica, a golpe de impulsos (defecto que se agrava en el aspecto gráfico y que ya comentaremos en su momento), hace variar la trama de forma enloquecedora en cuanto a parámetros básicos, enfocándola en demasiados objetivos, pero que, a medida que superamos el centenar de páginas, va dotando de mayor peso a Corto Maltés, con su fina ironía siempre desenvainada; todo acaba girando alrededor de este simpático pirata y no hay escena que no avance sin su “consentimiento”.

Aunque, en general, la trama y sus otras líneas se encuentran bien hiladas y rematadas, se observa cierta indecisión y hasta descontrol, por cuanto Hugo Pratt compaginaba esta obra con otros menesteres profesionales en esos últimos meses de 1969 y los primeros de 1970. Muestra de ese descontrol es que a Corto Maltés le intentan asesinar hasta en tres distintas pero tan solo separados por un par de escenas: un disparo de pistola, otro de fusil que termina en accidente de tráfico y, después y sin mediar arma de fuego de por medio, es arrojado al vacío durante un arrebato de ira de El Monje. ¿Podría justificar o ser la voluble decisión del autor una argucia para probar la fuerza del personaje o dar más presencia a otros?

Por su parte, Caín y Pandora sufren de un grave caso de bipolaridad: en un momento odian a muerte o aman con desesperación; son independientes con todas sus consecuencias o dependen de cualquier mano amiga como si fueran niños desamparados, dándoles lo mismo que la persona que esté a su lado sea Cráneo, Slütter, Tarao, Corto Maltés…, cualquiera, salvo Ras, claro.

La tensión familiar que pretende Pratt con la relación de El Monje con los Groovesnore no es tal, pues es tan evidente como inocua para el desarrollo de la trama en sí; pero lo que de verdad se le va de las manos a Pratt en el aspecto de guión es la línea temporal: si no retenemos fecha alguna, podríamos incluso llegar a afirmar sin titubeos que la historia se desarrolla en un lapso de tiempo no mayor al de tres o cuatro meses; sin embargo, comienza el 1 de Noviembre de 1913, mucho antes del estallido de la primera guerra mundial, y la última escena data de una fecha poco posterior al día 18 de Enero de 1915. Y lo cierto es que no nos hemos percatado del paso del tiempo al movernos entre las islas del Pacífico y de los sentimientos y avatares de este relato pirático tardío.

Como ya he adelantado anteriormente, la peor parte del tomo se la lleva el apartado gráfico, con un Pratt ora entregado, ora apático, agobiado e, incluso, frustrado. En ningún momento encontraremos al dibujante de «Ernie Pike» o el de la etapa inglesa (¡qué más quisiéramos!), y demasiadas veces al de «Fanfulla»; todo ello mezclado en un cóctel mortal en el que el propio Pratt no fue nunca capaz de retratar a sus personajes con una sola cara. Se observan demasiados trazos rudos y hasta enojados; entintados anchos que no parecen guardan relación con plazos de entrega; viñetas en las que falta un equilibrio base de composición (aunque muchas otras se empleen en monografías para aprender a dibujar); y un Corto Maltés en constante transfiguración, que envejece y rejuvenece (y hasta le sale vestuario no se sabe de dónde) como por arte de magia, y eso que cuenta con sobrados elementos que lo vinculan físicamente al capitán del vapor Golden Vanity, Tipperary O’Hara («Ana de la Jungla») y a un familiar muy cercano a Pratt: su tío Ruggero.

Por último, podríamos discutir acerca de qué versión de «La balada del mar salado» es más atractiva para su lectura: si el original en blanco y negro o el posterior en color. Es difícil decidirse, por cuanto el exceso de entintado es un lastre en la mayor parte de las ocasiones para el trabajo de un buen colorista, por lo que tan solo me quedo con las escenas de mar y cielos abiertos, cuyas viñetas son saciadas con encanto y melancolía. 

«La balada del mar salado» permitió a Hugo Pratt extirparse de imaginación, al plasmarla en papel, una línea y un personaje que lo harían inmortal, aunque no fueran sus favoritas y con las que se sentía más orgulloso (él prefería a «Ticonderoga Flint»). Así nos permitió libar el caldo fresco de una fantasía épica, la continuación a las obras de hombres reducidos a cenizas, pero que viven y perduran entre las páginas de sus libros, cuyos títulos todo el mundo conoce, pero muy pocos han leído.

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