martes, junio 13, 2017

Guardia de cine: reseña a «Los duelistas»

Título original: «The Duellists». Año 1977. Duración: 101 minutos. País: RU. Drama histórico. Dirección: Ridley Scott. Guión: Gerald Vaughan-Hughes. Reparto: Keith Carradine, Harvey Keitel, Edward Fox, Albert Finney, Cristina Raines, Robert Stephens, Tom Conti, Diana Quick, John McEnery

Adaptar un clásico de la Literatura de escaso desarrollo en páginas y complejidad narrativa puede ser una excelente elección para un director primerizo o un error monumental. En el caso de «Los duelistas» el resultado no puede ser más positivo

Ridley Scott se las vio muy virginal él con esta obra de Conrad que trató de trasladar a imágenes cinéticas con acierto al principio, pero no tanto hacia su tramo final. Es de agradecer la mundanidad que se aporta a los personajes, que dejan de estar acartonados, rebajando el tono formal de Conrad en sus descripciones y convirtiéndolos en hombres más cercanos; incluso la intrusión de Laura en el guión, esa prostituta, amante, esposa y viuda de regimiento que mina la determinación de D’Hubert y se estrella sin remedio ni consuelo contra el muro de sólido y pétreo orgullo de Feraud. 

Las escenas se desarrollan con fidelidad al texto original, pero incluyendo detalles que lo dotan de vida, aunque una cinta de apenas noventa minutos está condenada de ante mano a pasar muy de puntillas sobre aspectos, como los finales, que harán dudar al espectador acerca de las ideas políticas de la familia del propio D’Hubert y de la que será su querida esposa; como tampoco se aprecia en la interpretación de Keith Carradine (no tan mayor como se nos describe en la corta novela, siendo que no le hace casi mella el transcurso de quince años de guerras y sinsabores) o esa intensa lucha interior, ese desasosiego que conduce al insomnio, ante el duelo final, pues está formando una familia, hay personas que depende de él y ya no comparte el ardor juvenil y negligente más propio del ya decrépito Feraud. Tampoco parece haber lugar en la película para resaltar la lucha de clases que Conrad matiza y suaviza, pero que está ahí; tanto es así que el propio D’Hubert es incluso más protagonista principal y casi único que en la obra literaria y Feraud, aunque tenga el rostro y buen hacer de Harvey Keitel, pasa a un más que segundo plano, con una ferocidad y orgullo desprovistas, si cabe, de todo fundamento.

En cuanto a la ambientación, es un placer para la visión, con una labor de vestuario excepcional y unos exteriores dignos, alejados de la pátina hollywoodiense del cartón piedra de las producciones históricas, con una especial atención al detalle y un estudio que hace merecer muchos puntos positivos para una película dirigida por un indiscutible tras la cámara.

Se echa en falta una media hora más para ahondar en la figura de Feraud, para que parezca menos ridículo al hacer creer que su odio hacia D’Hubert se debe a su propia maledicencia y flemática umbilical pronapoleónica. Como dije arriba, se necesitaba más metraje para dar a entender esa lucha de clases en los años de ascenso e imperio de Napoleón Bonaparte, saber qué separa realmente a D’Hubert, un chico mimado de cuna burguesa, de Feraud, hijo de la Francia humilde que dio combustible a la Revolución y que sigue chapoteando en el fango sin que se le permita tener altitud de miras. No hay rastro de esa dicotomía, lo cual es una falta que le resta enteros a la producción en cuanto a su fidelidad con el texto, aunque se presente como una exquisita carta de presentación, digna y de buen gusto, para un cineasta que apuntaba maneras.


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