lunes, julio 24, 2017

Llega el verano y, con él, los turistas despistados

Aunque la capital de Pontevedra dista leguas y años luz de poder considerarse, por mérito propio, como una ciudad dotada de un mínimo atractivo turístico -por mucho que algunos paladines de brillante armadura de papel de aluminio defiendan justo lo contrario a capa, espada y esparto-; sí es un punto de paso enclavado en el camino que conduce a otros donde el motor económico-nacional calienta las temperaturas de las Rías Baixas y coquetea con los bolsillos más tacaños, con aquellos necesitados de una simple porción de playa y ambiente: léase Combarro, Portonovo, Sanxenxo, O Grove, Bueu, Cangas, etc.

El hogar del loro Ravachol, emplumado punto filipino elevado a hijo adoptivo, es un hito kilométrico por el que turistas de toda condición y meta tropiezan en la lectura del mapa de marras, más aún cuando se les ocurre la poco brillante idea de lanzarse a la aventura por sus calles unidireccionales a lomos de un camello de cuatro ruedas (en vías de extinción/represión a lo largo del río Lérez).

La falta de naturalidad se sustituye con el hollar el lugar por más de diez años. Ello me ha congraciado para, en más de una y de mil ocasiones, auxiliar a estos doctores Livingstone en bermudas, exploradores descarriados de la jungla y la sabana impresa por Turismo en un tríptico o folio en DIN-A3, en el mejor de los casos; a responder con la mentirijilla de “sí, soy de aquí”, pues no les voy a relatar la historia de mi vida, de cómo he acabado por estos pagos y ni falta que les hace. Y cada encuentro me obliga a saltar al asfalto y hacer funcionar el cerebro para posicionarme sobre el plano y descifrar, como en un pasatiempo infantil del laberinto, la forma de llegar a tal o cual marca y en automóvil; momento de estrés cívico que me permite cobrar una muesca más en el hueso que luce mi rizada cabeza de nativo asimilado.

El atender a las diferentes llamadas de desconocidos, amparándose en el ánimo gregario de supervivencia, de ayuda ante el ruego del desdichado, del impotente para ubicarse en el mundo, de “Disculpe, ¿podría indicarme…?”, permite a uno hacerse con algunas variopintas anécdotas, dignas de estudio, recuerdo y enmarcación para admiración de propios y extraños en el salón de estar. Hay una que, pasados los años, aun me hace refunfuñar para mis adentros y exteriores, pues confirma (por si hiciera falta) la socarrona conspiración del Universo entero para concentrar en nuestro planeta toda la estupidez que salió incólume durante el estallido del Big Bang; concentrar y centrar en una persona en concreto, tras la ventanilla entreabierta del lado del acompañante, ante mi figura atónica. 

En este caso no cabe como excusa la deficiente y confusa red de señales pontevedresa y de otros parajes de aquí a Argelia y tirando para todos los puntos cardinales; esa red que me resulta a mí también extraña y hostil, pues la he sufrido de forma vergonzosa y vergonzante, salvándome en más de una ocasión el contar con un tanque de combustible lleno hasta los topes, siendo yo uno más entre aquellos a los que se les nubla la visión ante la sobreabundancia o inexistencia de flechas indicadoras; también yo he tenido que recurrir a la generosidad de otros nativos con adornos óseos en la cabeza, pero en ningún momento he tenido el valor de hacer las dos preguntas que ilustran esta anécdota a renglón seguido: la primera obvia y comprensible, la segunda estúpida y hasta merecedora de una peineta sin gracia ni salero. Mucho menos responder de forma grosera a la generosidad de un desconocido. Centrémonos y al toro, que viene bragado.

En aquella, me encontraba yo gastando unas unidades de calorías, dándome un garbeo por el paseo de madera de la ría de Pontevedra; ese mismo que nace un poco más allá del Gremio de Mareantes y el puerto viejo, que se estira agónicamente al superar el puente de la AP-9 y recorre paralelo la autovía PO-12, enlazando con la de idéntica categoría PO-11, cuyo único cometido es unir Pontevedra con Marín y punto pelota. Entonces, un automóvil se detuvo a mi altura en el carril que sale de la capital y una fémina, de edad indeterminada (pues como caballero no estoy por la labor de perder el tiempo haciendo cábalas al respecto), se dirigió a mi persona de la siguiente guisa.

—Disculpa, ¿esta carretera va para Marín?

—Sí, todo recto —respondí de forma automática, pues no había lugar para la duda.

No sé si vería algo sospechoso en mi aspecto; algo digno de eso que se llama desaprobación. Me debió de confundir con un sátiro en manga corta que experimenta un inmenso placer al perpetuar el complejo de hámster atrapado en una rueda que muchos (y ella) experimentan hasta el punto de equivocar la provincia en la que se encuentran.

—¿Seguro? —rezongó la mujer con un mohín. La nariz arrugada y esas interrogantes tan marcadas, acompañadas de cierta cortedad intelectual probable, trataron de derribar mi seguridad.

Joder. Será por falta de veces de haber circulado por ella. Para una vez que la pregunta tiene fácil respuesta…

—Claro que seguro —afirmé, sintiéndome en la frontera de esa realidad paralela tan común a estas situaciones, más aún cuando, a escasos metros de donde se había detenido el vehículo, se alza aún una señal vertical elevada en bandera, en la que Marín figura en enormes letras blancas sobre un precioso fondo azul.

Si hubiera dispuesto de un par de segundos más, solo eso —por Dios, qué te habría costado el habérmelos concedido cuando me das todos los del mundo para perder el tiempo para cualquier estupidez—… Si los hubiera tenido a disposición, habría cargado, apuntado y disparado, ilustrando a la moza con el detalle histórico de que aquella carretera, desde el día de su inauguración, en 1963, no ha servido para otra cosa que no fuera llegar a Marín; así que, sí, estaba y estoy bastante seguro de que por esa cinta de asfalto acaba uno poniendo el pie en la pequeña localidad marinera.

Pero pasó lo siguiente: la tipa pisó el pedal a fondo y se marchó sin si quiera darme las gracias por la molestia de confirmarle que iba en la dirección correcta y, no me cabe duda, dedicándome en su fuero interno alguno de esos términos peyorativos tan en uso: paleto.

El encuentro no causó graves desperfectos en mi ánimo de ayudar, en la medida de lo posible, a las intranquilas voces que claman ayuda en mitad del desierto urbano; pero, si os veis en la coyuntura embarazosa de asaltar a un extraño en la calle, dudad de él, pero no os larguéis sin darle las gracias. Así de simple.

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