Si me equivoco que alguien me saque del error, pero estoy casi seguro que lo escuché de boca de Santiago Camacho en uno de sus programas del podcast «Días Extraños». Allí se hablaba de una suerte de experimento que trataba de recoger y analizar la respuesta de los individuos ante ciertas situaciones, comentarios y otros estímulos en relación a las Redes Sociales. Los grupos se dividieron entre aquellos que tenían luz verde para ponerse a teclear, sin restricción o limitación, y aquellos otros a los que no se les permitió darle al asunto hasta pasados unos cinco minutos.
Los resultados no pudieron ser más interesantes y dispares (a la par que obvios): los individuos que se habían visto constreñidos a esperar un tiempo prudencial para vociferar su opinión o réplica terminaban escribiendo frases moderadas, sin ápice de radicalidad lingüística; incluso es probable que perdieran el interés por eso de avivar el fuego; en definitiva, se lo habían pensado. Justo lo contrario sucedió con el grupo “liberado”, que se permitió la más jactanciosa y ruin actividad para gloria de la Psicología.
A todo ello, y ya advirtiéndoos que éste no es otro post más en el que diserto sobre las dichosas RRSS, pero enlazando con el experimento referenciado, debo presentaros ciertas facetas psicológicas y de comportamiento propias. Me considero una especie de dragón dormitando sobre su montaña de oro, un Fafnir, a veces risueño, de fosas nasales humeantes y boca dentada, con una piel coriácea allá donde el metal no la cubre, al que se puede despertar o no dependiendo de dónde se pinche. Soy un tipo adormilado que puede “hablar (y aguantar lo indecible) en sueños”, capaz de mostrar una paciencia ilimitada a la altura de los santos varones o de convertirme en una fiera incontrolable “cuando despierto”; todo depende de la situación, persona, timbre de voz, etc. Es más, hay gente que se sorprende cuando me ve enojado (“pero si es tan tranquilote…”), pues, cuando se me hinchan las pelotas, mi aliento es de puro fuego y hago huir al que esté en mi radio de acción, envuelto en una nube turbia de sorpresa y ofensa; también habrá gente que se sorprenda al verme calmado.
Con el paso de los años he ido perdiendo litros y litros de paciencia en una sangría constante. El platillo de la izquierda está más bajo que el de la derecha. Y es que la profesión en la que compito por subsistir tiene su ración de huevos duros y úlceras.
Claro, os preguntaréis ahora a qué viene lo de esa paciencia mía que “depende del día” o selectiva y ese experimento que Santiago Camacho compartió con sus oyentes. Pues bien, durante el confinamiento del COVID-19 he tenido (y estoy teniendo) que echar muy buena mano de una de las mejores aplicaciones que se han podido parir como herramienta de comunicación y que algunos también rotulan (no sé si acertadamente) de red social: el Whatsapp (guasá para los amigos).
Para evitar molestias (o eso creía yo), no tuve inconveniente en facilitar a mis clientes mi número de móvil. Y lo que deduje como una gran ocurrencia no lo es dependiendo del interlocutor que toque en suerte, pues durante estas largas semanas he tenido que vérmelas con la típica persona que solo se puede etiquetar de timorato. A su efigie debería concedérsele el honor de encabezar gráficamente la definición del término en las enciclopedias, en serio.
Los mensajes, para los cuales muchas veces necesitaba yo echar mano de una piedra de Rosetta, suponía, por mi parte, dar una larga serie de explicaciones y consejos para los cuales siempre me encontraba con un “pero” o un “no”; era como jugar a una versión diabólica del “¿Quién es quién?”, hasta ver si era capaz, tras eliminar multitud de opciones, de acertar con aquello que esta persona en particular quería escuchar o, mejor dicho, leer.
Para mis comunicaciones me he valido de la aplicación de Whatsapp para el ordenador. No me he puesto con los pulgares a deshacerme las huellas dactilares y me he empleado páginas en blanco del Word para plantear la exposición y pulirla antes de “copiar y pegar” hasta la barra de diálogo. Y por pulir hablo de limar la aspereza que en hasta tres ocasiones me tentó con mandar al susodicho a la mierda más absoluta, ante lo que entendía yo como ataques directos y personales contra mi calidad como profesional, pues nada de lo que decía le contentaba y hasta he tenido que tragar con el plato amargo de ser comparado, en negativo, con otros abogados de cuya identificación no se me ha facilitado detalle. Por no decir que el tipo es de estos que se creen que en España muchos nos dedicamos a trabajar gratis (“¿Con la consulta no está todo pagado?”) o muy por debajo de lo que corresponde (“Ya se lo cobrarás a otros”).
Y, para mayor tormento, es de esos que se te aparecen nada más levantarte de la cama, nada más meterte por la noche en ella. Dios de mi vida.
En tres ocasiones escribí largas y sarcásticas frases que, entre bufidos, terminé rebajando de graduación o eliminando. En tres ocasiones pude librarme de este sujeto, pero me frenó justo dos cosas: la primera, la economía, el poder cobrar algo, aunque fuera unas migajas en un panorama como el presente (puto dinero y puta prostitución); la segunda fue el escaso diámetro de circunferencia de esta ciudad, donde la fama y la malquerencia se extienden con poco sutil descaro, como es propio en una urbe de provincias de menos de 100.000 habitantes. En resumidas cuentas: miedo ante un horizonte inmediato de cierre de persianas por falta de líquido para pagar cuotas de autónomo de la Seguridad Social, cuotas del Colegio profesional, facturas de suministros, declaraciones trimestrales de los modelos 130 y 303 etc., pues cualquier fuente, por muy exigua que sea, es primordial.
Sin embargo, si todas esas comunicaciones hubieran sido “presenciales”, me habría liado la manta, importándome bien poco, y mis pensamientos habrían fluido raudos y sin censura hasta mis labios. Me habría quedado algo más pobre, pero habría ganado en salud.
El Tiempo dirá si acerté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario