El trabajo en casa o a distancia, vulgarmente (o cultamente) conocido como teletrabajo, es una novedad en las carnes de muchos de nosotros por esto del confinamiento y el Estado de Alarma con motivo de la pandemia del COVID-19, y el haber escuchado el 1 de mayo del corriente una noticia sobre la cuestión me ha animado a escribir la siguiente parrafada que espero no degenere en elefantiasis literaria.
Se destacaba en el reportaje el alto índice de empleados y profesionales forzados a convertir un rincón de sus hogares en improvisadas oficinas (en mi caso, la mesa de la cocina), siendo no pocos los que se ven incapaces de amoldarse y rendir en tales escenarios, incluso llegando a registrarse jornadas que se extienden hasta las diez horas y “habilitándose” horarios exóticos entre las 0000 y las 0300 horas (puntos muy graves y atentatorios contra los derechos de los trabajadores).
A pesar de los factores negativos más irrefragables, algunos de los enclaustrados se han mostrado favorables a que, regresada la cacareada normalidad (¿?), se mantenga cierto porcentaje de teletrabajo semanal, quién sabe si porque se le ha cogido gustico, si por evitar desplazamientos y reducir contaminación y gasto, si por conciliar trabajo y familia, si por quedarse un ratito más en la cama o si por haber dado con la piedra filosofal.
En mi caso, la experiencia tiene un marcado carácter individual y subjetivo.
El mediodía del día 16 de marzo me encontró cargando con el portátil y toda su parafernalia de cables, multipuertos, lectores de tarjetas, etc. (y eso que “sacrifiqué” el teclado USB (no soporto el teclado tan soft) y el ratón (menos aún el touchpad)), cuan buhonero, lo cual no dejó de ser un engorro pues el ordenador de mesa que tengo en el salón es una reliquia que entró en feliz funcionamiento en 2004 y mantiene la configuración de un Windows XP, sirviéndome de fiel máquina de escribir que le cuesta tener más de dos .pdf abiertos, pero que puede reproducir vídeos y música .mp3 aún con achaques (por supuesto, de Internet ni hablamos).
Mi jornada laboral de teletrabajo comienza a las 1000 horas aproximadamente, una media hora más tarde de lo acostumbrado o estipulado, aún con la ventaja de no haber tenido que prepararme, vestirme de luces y salir al exterior. Antes de que “suene la sirena”, tengo que gestionar el trasvase Tajo-Segura del aparataje necesario, colocando en un ángulo estrecho el PC, pero, aunque no lo creáis, para las 1330 horas suelo tener todo finiquitado (eso sí, siempre hay algo que se resiste durante días), empero, la cosa tiene truco.
El primer truquito es el factor ambiente. Aunque esté en la cocina de mi casa y con lo incómodo que es sentarse durante horas en una silla de recia madera, no estoy en una oficina cuyas paredes se ciernen sobre mí hostiles y con pilas de papeles y expedientes que amenazan con sepultarme, quién sabe si devorarme. Allí quedó el polvo y la frustración. El cubículo que creí transformar en mi fortaleza, empeñando más duros de los que me gusta reconocer en su decoración a lo largo de los años, es una especie de fría celda en Château d’If, con su pesado ambiente, rancio al gusto y el olfato.
Esta mesa de cocina se materializa en una especie de inesperado oasis.
Otro factor es el uso racional de Internet. Yo soy de esos raros que no tienen contratados para su casa paquetes de tanto megas, líneas adicionales, HBO y demás (si hubiera alguna Video Girl AI podría pensarlo). Desde el 17 de marzo he tenido que tomar por banda mi teléfono móvil y sus diez gigas/mes de datos y aprender a crear con él una red Wifi a la que conectar el portátil, y no os podéis hacer a la idea de lo que chupa de megas la cosa en un solo día, aún solo conectando el módem cuando no queda otro remedio (recordar que apenas trabajo unas tres horas y poco más). He sido capaz de establecer una media de 370 megabytes/día laboral de gasto, aunque hay incidentes, para mi terror, que obligan a un consumo muy superior (superar los 10 gigas supone un coste adicional de 4,00 € por cada 200 megabytes). He tenido que racionar (y sigo haciéndolo) los datos, traduciéndose la práctica en un uso de Internet para lo estricta e imprescindiblemente necesario: se acabó el ser un procastrinador informático, perder el tiempo con las RRSS (llegando a eliminar sus aplicaciones del móvil), entretenerme con los videojuegos online, administrar mis blogs (este post es un inocente desliz) y olvidarme de la pornografía a golpe de ratón (sí, amiguitos, sí).
Internet solo para trabajar y en pequeñas y contadas dosis, peleando con las crisis de ansiedad (no deja de ser una adicción), disfrutando de una mente más despejada y dándome un atracón de partidas de videopóker el último día del mes con los datos sobrantes.
Empero, hay un último factor que expongo a continuación y que justifica mi ligereza y alivio con el teletrabajo: la suspensión generalizada de actividad.
Desde el inicio del Estado de Alarma las comunicaciones judiciales en ambos sentidos se han mermado en un 85-90%, se han suspendido plazos y señalamientos, no hay vistas ni videos que analizar y se ha ralentizado el dictado de resoluciones.
Aunque la Justicia se ha reactivado en parte desde el 14 de abril, lo cual me obliga a estar al quite, se aprecia también una mayor voluntad por abrazar las nuevas tecnologías y dar mayor uso a las videconferencias para algo más que para recoger las testificales de personas que viven a cientos de kilómetros de distancia del partido judicial, de peritos más vagos que la chaqueta de un guardia y forenses que no quieren oír del peluquín de eso de subirse al ascensor en el mismo edificio y meterse en una sala de audiencias. Supongo y espero que aquellos funcionarios que pretendieron tumbar Lexnet hace un par de años, como aquellos que llevaban a Carlos V en la testa, ahora caminen y hablen de puntillas.
Tampoco he de correr a la zaga actualizando bases de datos, plannings y agendas cada pocos minutos, algo que siempre se come buena parte de la jornada laboral y de la concentración necesaria.
Y el parón ha supuesto un descenso en llamadas telefónicas que atender o su mayor brevedad en la comunicación, como también no estar levantándose y sentándose para abrir la puerta al citado o intempestivo cliente de turno.
Y, para rematar (last but not least), las órdenes que recibo de la Superioridad se concentran en una o dos comunicaciones diarias casi claras y nítidas y no en dieciocho seguidas, múltiples y farragosas, una nueva cada diez o quince minutos que exigen una dedicación exclusiva, aunque sé que esto no se perpetuará con la llegada de la “normalidad”.
La reducción de minutos en la jornada pasa a ser de horas pues no hay tanto trabajo (y mucho menos dinero, claro está).
Gracias a esto del COVID-19 he entendido mejor a aquellos tipos y tipas que tienen un despacho impoluto, de decorado de western de los años 1950, para las citas y todo lo demás se lo hacen en su casa, bien tranquilitos y lejos del pozo.
No me disgusta la experiencia, aún con sus incomodidades manifiestas (tu electricidad, tu material de oficial, tu Internet, etc.), pero he de tener en cuenta que es fruto de una suspensión radical del funcionamiento administrativo, laboral y social, y que no tengo gazapos saltando a mi vera braceando y vociferando en demanda de atenciones.
¿Estaría dispuesto a jornadas de teletrabajo tras el levantamiento? No me veo del todo diciendo que no, sobre todo si son los viernes, pero exigiría apoyo financiero/fiscal y que se impida la posible consolidación de cuotas de abuso en la relación superior-subordinado o cliente-profesional respecto a horarios, salarios y carga de trabajo.
¿Teletrabajo? Sí, pero con condiciones.
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