Durante la madrugada y sin que nadie lo detectase, alguien condujo un coche blanco y lo dejó aparcado de cualquier manera contra el árbol seco, con precipitación. El parachoques, de un plástico absurdamente maleable, se contorsionaba contra la fibra muerta, adoptando una posición que amenazaba con resquebrajarse con el primer leve rumor del aire, con solo una nota sostenida.
Mala señal.
No me gustaba un pelo aquel coche. Representaba una extraña e inquietante novedad en un, por el momento, olvidado rincón de la ciudad en ruinas, hasta que los hechos y las bombas se precipitasen como el confeti durante la celebración del Año nuevo.
Descendí hasta la calle y fui pisando con tiento, evitando las losetas reventadas y los cristales rotos. Me acerqué al vehículo y, entonces, lo escuché. Un maullido insistente y latoso capaz de taladrar oídos con tinnitus.
Olvidando de golpe todas las lecciones de precaución aprendidas a la fuerza durante las últimas semanas, inspeccioné el vehículo para dar con el gato que profería sus lastimeros quejidos, mitad de miedo, mitad de un hambre feroz. Debía estar por la parte trasera, quizá dentro del maletero, pero un movimiento fugaz me hizo fijarme en la rueda. Allí estaba, oculto. Un cachorro que debía haber nacido poco después que todo estallase por los aires en mi ciudad. La llanta de aleación tenía practicados unos enormes ojos que me permitían introducir una mano, pero nada más.
Me desembaracé de la guerrera y me remangué. Mis brazos pronto acabaron bronceados por la grasa y la inmundicia, así, hasta los codos. Mientras, peleaba con aquella fierecilla que se negaba a salir, pero que no dejaba de maullar a la desesperada, llamando a una madre que a saber dónde podría estar y si seguía de una pieza.
Sus pequeñas y afiladas uñas dieron buena cuenta de mis manos, como si un loco quisiera trazar sobre mi sucia piel un enrevesado tablero de ajedrez. Pero no cejé en el empeño.
Como si fuera un canal metálico del parto, el gato salió por el ojo de la llanta y lo aupé en el aire, victorioso. Era un gato blanco bajo una grasienta capa de polvo. Su hocico y cola eran de un ligero tono gris azulado, pero no tan intenso como sus dos ojos, un par de canicas añil que me miraban con fiereza y angustia, en una doble apuesta. Aquella pequeña bolsa de piel y huesos era una tormenta de emociones y sentimientos que no paraba de maullar y revolverse.
Creyendo que era una hembra, la llamé Ítaca por seguir con el chiste privado que contábamos en la compañía. Lo consideré muy gracioso.
Me di cuenta entonces que no estaba solo en la calle y tragué saliva. Por suerte, aquellos que me miraban eran ojos amigos y hasta escuché unos aplausos capaces de animar cualquier corazón. Pero el mío estaba henchido de felicidad por la visión de aquel gatito, un trasunto de Simba, elevado por encima de mi cabeza.
Me sentía enorme. Como un maldito héroe de cuento que acaba de despanzurrar al lobo y salvar a Caperucita y a quien se terciara.
Corrí hasta mi refugio y deposité a la bestezuela en una caja americana, de la que pronto se escapó, mientras yo me frotaba las manos y los brazos con jabón, bajo un agua rayana a la congelación. Aquel bicho no dejaba de hacerse notar y de zafarse, pero no tenía ningún sitio al que esconderse, incluso cuando sonaron los primeros reactores sobre nuestras cabezas. Se coló entre los escombros de una librería caída y, como si pudiera atravesar el hormigón que pendía sobre nuestras cabezas, siguió el curso de los pájaros metálicos de la guerra con la cabeza y las orejas. Fue el único momento en el que estuvo callado hasta que calmé el hambre de su minúscula panza; otro tanto sucedió con sus zarpazos, poco profundos pero arrojados.
A partir de entonces, cada intento de caricia fue recibido con un cadencioso ronroneo y una compañía inseparable.
Dos compañeros me espetaron la locura que había cometido. Uno le plagió la frase de forma maquinal al otro:
—Qué ganas de buscarte problemas.
Yo me limité a negar con la cabeza y a pensar en lo más importante, que entonces pasaba por encontrar agua caliente con la que bañar al gatito, que comenzaba a lamerse con el consiguiente peligro de que se intoxicara al seguir cubierto por la inmundicia de los bajos del coche del que lo rescaté.
Fui consciente de una cosa: pude salvar una vida y lo hice. Si estaba en mi mano, ¿por qué no hacerlo? Hombre, gato, niño, perro… ¿Qué más da? Lo fácil habría sido mirar hacia otro lado y «no buscarse problemas».
Sin embargo, no podía quedarme con Ítaca, que pasó a llamarse Tico, pues un compañero más versado en la materia me sacó del error ante mi demostrada falta de pericia en la identificación de genitales felinos. Sé que lo dejé en buenas manos, pero, cuando me despedí de él, se me rompió el corazón.
Dicen que los gatos solo tienen recuerdos de sus últimos tres días. Espero que no sea cierto.
Yo me acordaré de Tico lo que me quede de vida, mucha o poca.
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