lunes, diciembre 17, 2012

El sonido de Newtown



Nuestro mundo siempre ha estado, está y estará, sembrado de tragedias que desazonan nuestros corazones de forma continua. Es difícil llegar a comprender su sentido y finalidad. Hacernos más fuertes o recordarnos algo innato como es la empatía... Yo, al menos, no soy capaz de vislumbrar nada entre esta niebla de sentimientos.

Este pasado fin de semana hemos podido percibir los efectos amortiguados de una nueva tragedia. Una vez más en los EEUU y con armas de por medio, cuando a Adam Lanza no se le ocurre mejor idea que descerrajar más de un centenar de balas, por medio de un subfusil, para acabar con la vida de 27 personas, entre las cuales 20 eran niños de muy corta edad.

Estos son unos hechos que superan marcas de sufrimiento, sobre todo cuando ha ocurrido en una localidad de limitadas dimensiones y en unas fechas como las que están a punto de señalarse en el calendario.

No queriendo perder la ocasión de mostrar mis condolencias por las familias, he de confesar que una de las principales razones por la que escribo este artículo es la de unirme a la eterna lucha de voces respecto al descontrol armamentístico civil que sufre los Estados Unidos gracias a la Segunda enmienda de su Carta Magna.

Dicha enmienda, tan antigua como la propia Constitución en sí, dota al pueblo del derecho inalienable de portar armas para su defensa. Es una clara actuación legal que obedece a su tiempo, en una guerra revolucionaria en la que las Trece colonias rebeldes carecían de un ejército regular, siendo, a fin de cuentas, un frente formado por hombres y mujeres de todos los estamentos.

Además de la lucha de independencia, con una fuerte base civil para combatir contra los leales al rey Jorge y “para mantenerlo alejado”, se pensó en la delicada situación en la que se encontrarían los Estados una vez obtenida su liberación. Aunque el país no era, ni por asomo, tan grande como lo acabó siendo a finales del siguiente siglo y en la actualidad, se encontraba inexplorado e incontrolado en buena parte, con el problema de la inestabilidad política que acarreaba su simple presencia con sus vecinos franceses al norte y españoles al Sur, por no contar la natural existencia de los nativos americanos.

Dicho derecho a portar y a defenderse por la fuerza se extiende hasta al propio juramento de fidelidad a la Nación, debiendo ejercerse contra enemigo extranjero y doméstico, lo cual parece haber obtenido una nueva dimensión desde el 11-S.

Si tan sólo nos preocupamos en acudir a las estadísticas de muertes por causa de arma de fuego, incidentes y accidentes metidos en el mismo saco, se arroja una media total de 30.000 al año. Y estamos hablando de un país seguro y en paz (la amenaza terrorista, aunque superior en los EEUU, es connatural a todo Occidente y a sus aliados, siendo nuestro país un triste veterano sin necesitar la intervención islamista).

En la estadística de este año 2012, incluimos 27 en un solo día.

Siendo la aprobación de la Segunda enmienda de finales del s. XVIII, su efectividad en el pueblo norteamericano no ha causado problemas reseñables hasta fechas recientes, a pesar de ser una nación muy proclive a los conflictos armados (Guerra de Independencia, Angloamericana, contra México, Secesión, Indias, 1898, I y II Guerra Mundial, Corea, Vietnam, Irak y la actual a nivel global contra el terrorismo (sin contar otras intervenciones de menor entidad en comparación)), aunque solo se vio invadida en un sola ocasión.

Durante largas décadas el derecho a portar armas, con sus distintas y paupérrimas regulaciones internas por estados, permitía al padre (lo más normal) poseer armas de fuego para proteger a su familia en territorios abiertamente hostiles y salvajes, con presencia de peligros materializados en incursiones indias, bandas criminales, renegados, desertores y, por descontado, animales del bosque con gustos nada vegetarianos. Una vez alcanzada la estabilidad interna del país, el derecho pasó a ser natural de aquellas zonas rurales y del centro americano como utensilio de caza, pero, con el fin de la II Guerra Mundial y el crecimiento de las ciudades y el aumento de la peligrosidad en las calles, resurgió el miedo hacia lo que vagaba en la oscuridad al otro lado del cristal, en callejones y a la salida infecta de cualquier garito. Esto sucede en los años ‘60 del pasado siglo y va creciendo exponencialmente. Se considera en muchos lugares del país lo más normal portar un revolver en la cintura, bien oculto, como en otros tantos no. Sin embargo, debemos detener nuestra mirada y análisis en la explosión industrial que sufren las empresas armamentísticas.

Puedo ver hasta lógico que alguien vaya a una armería de su pueblo y se compre un revolver, pero lo que es irracional es “disfrutar” de imágenes de centros comerciales en los que en mostradores donde vas tú a ver las últimas novedades en smartphones en el Carrefour, ellos tienen un arsenal que ya lo quisieran para ellos muchos de los cuarteles militares de nuestro país. Salvo armamento pesado, parece que el ciudadano de a pie tiene el derecho a adquirir y empuñar desde una simple pistola hasta un fusil de francotirador, pasando por subfusiles de asalto y otros de diversa índole para los cuales hace falta no un mero aprendizaje de libro de instrucciones, sino formación militar para un manejo seguro.

Sin duda ahí radica gran parte del problema. No estamos en el s. XVIII en el que la escopeta de caza, única arma de la casa, es una herramienta, sino en el s. XXI en el que el vecino de enfrente puede tener en el armario de su salón más armas que un campamento de entrenamiento de Al Qaeda, sin que nadie le haya cuestionado absolutamente nada de nada.

Es demencial y muchos tipos trajeteados, en despachos de las últimas plantas de grandes edificios de oficinas, se frotan las manos antes de coger su copa de coñac.

Un tipo entra en la sección de armería del super de su ciudad y con tener la mayoría de edad y pasar un cuestionario, lo mismo se compra una Smith & Wesson M&P, de seis balas, que un AK-47 o un Armalite para reventar el culo a indefensas ardillas con cargadores de 25 y tiro rápido.

Así no es sólo normal que haya tantos casos de muerte por armas de fuego, sino hechos como los vividos en Newtown, con un tarado que coge el subfusil de asalto de su mami, le reviente la sesera, y gasta la mañana ejecutando niños.

Cuando hablamos de armas y los Estados Unidos, la gran mayoría lo hace con la sonrisa bobalicona y engreída, tachando a todos los yankis de idiotas, hermanos del pantano y endogámicos, burlándonos de un pueblo formado de cientos de pueblos que nunca ha contado con la ayuda de nadie y que no ha tenido otro remedio que el protegerse asimismo y hacerse el gallo del corral porque nadie se iba a molestar en salvarles el pellejo. Nuestra óptica, para tildarlos de paletos (aunque en muchos casos no es errada), es la propia de un “blanquito” que ve lo de los demás como inferior. Pero lo que sí es censurable y ahora parece que más voces se suman, es la falta de regulación común y control sobre el armamento en poder civil (facilitado por la voracidad empresarial), algo que ya intentó Bill Clinton durante su mandato y que parece que ha necesitado la sangre de Newtown para que se traten de tomar cartas en asunto. ¿Quedará de nuevo en agua de borrajas? Algo me dice que lo más seguro. Pero mientras la Segunda enmienda no se regule de forma precisa con reglamentos comunes a todos los estados de Unión, impidiendo el acceso de cualquier persona a material diseñado para su uso plenamente militar y limitando su posesión, así como controlando efectivamente la misma, no se comenzarán a sentar unos cimientos para evitar que cualquier perturbado u oportunista, decida coronarse como rey de la portada del periódico del día.

Fue un error dejar la enmienda de defensa nacional dormir durante décadas y no controlar los grupúsculos paramilitares y separatistas que descansan a la sombra de organizaciones como la NRA, los cuales, amparándose en su derecho, serían capaces de alzarse en armas y abiertamente contra cualquier invasor y hasta contra el Gobierno federal (antes del atentado contra el World Trade Center, la preocupación de los Departamentos de Seguridad Nacional era la posibilidad más que certera de una guerra civil). También el permitir que empresas con contratos militares provean sin límite de armas de gran potencial a cualquiera que pague con una tarjeta de crédito.

El peso del tiempo será lo que impida remover una parte de su cultura revolucionaria y colonial y cuanto más se tarde, más polvo se asentará sobre el mismo. La costra de la sangre lastrará más.

Mi más sentido pésame a esas pobres familias.


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