Internet suele atacarnos con su arma más mortífera: la pérdida de tiempo (no es una frase mía, se lo debemos a los geniales guionistas de «El asombroso mundo de Gumball»). Poco importa la ocasión o la claridad con la que se refleje nuestro rostro de besugo en la pantalla del dispositivo. Así perdemos o matamos las tardes, noches y mañanas, gracias a una esponja con dientes y apetito voraz ancorada en la parte alta del cráneo, que crece con el mero acto de desplazarnos por la barra vertical, como un ludópata lo haría con la palanca de una máquina tragaperras.
Y parafraseando a Bilbo Bolsón (sí, hoy es el día de coger prestadas las ingeniosidades de otros): “es peligroso, Frodo, salir de tu casa; pisas el camino y, si no controlas tus pies, nunca sabes adónde te pueden llevar“, un inocente repaso por tus webs de cabecera puede terminar con tus retinas absorbiendo información sobre la Deep Web y esas extrañas cajas que algún tarado compra a precio de oro para mostrar a la cámara los objetos de incierta procedencia que encierran. Pero también accediendo a páginas que se alejan de todo lo familiar a tu historial de búsquedas. Uno va recorriendo una senda oscura, tirando de un hilo invisible, realizando giros bruscos, caídas sin control y ascensiones vertiginosas.
Un día cualquiera, uno más del calendario y que pasó sin más gloria que el de servir de excusa para escribir este post, fondeé en una página que relacionaba las vastas ventajas de tener relaciones íntimas con una mujer transexual (para el que se pierda estoy hablando del varón que hace la transición a fémina; sé que la observación no es necesaria, pero ahí la dejo). Así de simple y directo (lamento haber borrado el historial de aquel día, pues debió ser algo épico).
No me pidáis explicaciones de cómo sucedió.
Digamos que, enganchado el tobillo por los tentáculos de una curiosidad morbosa no tan inconfesable, acabé leyendo el listado, pero solo me quedé con una línea en concreto que me causó tal sacudida que pasé a ser un fugaz secundario en un anuncio de Nespresso: “really, George?” La cosa iba del siguiente tenor: “si la relación con la transexual en concreto ofrece las suficientes garantías como para que los intervinientes no se vayan contagiar entre sí enfermedades de transmisión sexual, puedes follártela sin condón porque el riesgo de embarazo es nulo”.
¡Vaya, gracias, Sherlock! Se le debió quedar la cabeza temblando al colega. Yo, por mi parte, a poco me caí de la silla.
Volví a repasar el texto por si habían sido imaginaciones mías. Ya sabéis que hay un alto índice de datos que no leemos ni vemos, sino que es interpretado y rellenado por nuestro cerebro, muchas veces de forma errónea. Necesitaba, como diría aquel, garantías. Y no, no me había equivocado; había leído bien: riesgo nulo de llevarse el premio gordo de la tómbola.
El artículo daba la oportunidad de dejar comentarios a quien quisiera. Yo preferí no dejar constancia de mi paso más allá de lo necesario con las dichosas cookies, pero me entretuve otro rato leyendo aportaciones de lo más variopintas que no merecen comentario. Pero me asaltó, ya desde entonces, la duda entre si la elucubración en formato esquemático del lumbreras éste fue debida a la influencia directa de la doctrina desarrolladora de la figura de la responsabilidad civil en los EEUU —donde se ha de advertir al consumidor de si te das con un martillo en el dedo puede que te duela o recomendarte no montar una bicicleta sin el sillín puesto (aquí no he querido hacer un chiste fácil, pues es un caso verídico de la jurisprudencia yanqui)—, o es el producto de los recortes en educación de Rajoy, Zapatero, Carlos III o los reyes visigodos, o de las pellas en clase de biología cuando explicaron la polinización de las flores.
Éste es un ejemplo bruto, lo sé, pero es una tónica que uno está observando: el del tonto que se cree que todos los demás somos tontos y viceversa.
Si alguien tiene la respuesta, que me la dé, por favor.
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