El pasado día 6 de diciembre, por la tarde, intentando dar una conclusión a un artículo que mandaré en breve a
Como ya he dicho, me puse a teclear y a teclear y, no sé cómo, llegué a escribir 4 caras en el Word a Times New Roman 12, lo cual ya es casi una proeza. 4 caras en las que se fue creando una atmósfera de cuento de ciencia-ficción decimonónico. Como si quisiera imprimir algo de las visiones de futuros de autores de aquel siglo como el gran Julio Verne.
A pesar de que llevo meses intentando empezar otra novela corta ambientada en la época del Canon de Patrick O´Brian, me puse a escribir esto que va a continuación de la mas auténtica nada.
Espero que os guste para pasar un poco el rato.
Ambrosio se desplazaba sigilosamente haciéndose uno con las sombras. Caminaba entre las estanterías repletas de viejos libros de materias extrañas cubiertos de polvo, durmiendo el sueño de los abandonados. La luz de las velas creaban una mágica danza con el bronce del telescopio con el que su amo se deleitaba admirando las estrellas. En ese momento solo daba cabezadas en su butacón de orejas.
Ambrosio no quería molestarle por nada del mundo. Por eso era silencioso como la noche misma. De un salto, volvió a su cojín ante la ventana norte y pegó los bigotes al cristal. Fuera, la ciudad también dormía tranquilamente y los faroles de la calle solo brillaban para atestiguar que aún estaba viva. En aquel momento, un gran foco iluminaba un dirigible que se acercaba a su antena de atraque.
Aunque el viejo invierno se paseaba a sus anchas por las calles, Ambrosio no le tenía miedo, ya que no era capaz de penetrar las defensas de lo que su amo llamaba “su fortaleza”. Aquel lugar con ocho paredes y ocho ventanas desde el cual se dominada toda la ciudad.
Giró la cabeza y se dedicó a contemplar los objetos que formaban la habitación. Casi todos eran de bronce y eran aparatos de navegación. De boca de su amo supo que algunos se llamaban sextantes, otros catalejos y otros compases magnéticos. Todos ellos querían bailar con la luz de las velas, creando un juego de sombras que a cualquier hombre habría aterrado, pero que a Ambrosio le encantaba y lo miraba siempre maravillado. Aunque eran fríos y metálicos, estaban todos vivos y susurraban pedazos de su vida anterior, en mares y montañas lejanos que Ambrosio nunca vería.
Sonó en la lejanía la sirena de un barco rompiendo el silencio.
Junto a esos objetos mágicos siempre aparecían fotografías en blanco y negro, perfectamente enmarcadas. En casi todas aparecía su amo cuando la nieve aún no había caído sobre su cabello. Joven y vestido de negro con su gorra de plato en un puente de mando, en una playa, con una chica de nombre imborrable o en la cima de una montaña. Sonriendo, serio, lleno de ira de combate o plácidamente recostado en un coy.
Aunque fueron momento reales, Ambrosio sabía que ya solo eran recuerdos de su amo que creaban sus sueños y pesadillas. Sueños de días de sol y pesadillas de terror y muerte en la tormenta.
Siguió escudriñando la estancia y se detuvo en la mesa redonda que había frente a su amo. Siempre había lo mismo: una copa junto a una delicada botella dorada y azul, y, en el centro, un catalejo cerrado sobre su caja de madera remachada en cobre y un alfanje envainado con cuero y plata. Por alguna razón esos dos objetos siempre permanecían en la mesa, cerca del anciano. Ambrosio llegó a la conclusión de que su amo siempre quería estar preparado para ver a sus enemigos de lejos, pero con su brillante sable en la mano.
Le encantaba la habitación. Era idéntica a la del faro donde estuvieron antes. Le encantaba ver su luz giratoria, pero algo pasó y su amo, con él, se tuvieron que trasladar a la ciudad para encargarse del dichoso reloj.
Arriba, en la planta superior a la que se llegaba a través de la escalera de caracol que partía del centro de la habitación, estaba el reloj. Una máquina que a Ambrosio le costaba entender. Una máquina creada para controlar el tiempo. Eso es algo que es imposible ya que éste nunca se dejaría atrapar y mucho menos sería siervo de los hombres.
A Ambrosio no le gustaba subir a la planta del reloj y solo lo hacía cuando su amo se levantaba del butacón y ponía su pie en el primer peldaño forjado de la escalera de caracol. Con sumo cuidado, para que aquél no se tropezara, corría hacia cima y le esperaba al final mirándolo con sumo interés con sus ojos verdes.
En la planta del reloj solo había ruedas unidas a otras ruedas. Doradas y plateadas que siempre estaban en movimiento. Todas conectadas a un cilindro que salía a través de una ventana circular cuyo cristal era opaco y que tenía extrañas marcas señaladas por dos brazos metálicos. Cuando uno de esos brazos, el mas largo, llegaba a cierto punto en la esfera, la campana que coronaba todo el edificio tañía su lúgubre cantar. A pesar de sonar siempre, Ambrosio no terminaba de acostumbrarse. Claro que siempre había oído campanas, pero esta tenía algo que no terminaba de convencerle, al igual que toda la planta del reloj.
Los sueños del anciano no eran tranquilos y Ambrosio se dio cuenta enseguida. Balbucía un nombre y alargaba la mano. Quién sabe qué estaría viendo cuando se oyeron en la calle unos pasos que se acercaban a la mansión.
El gato giró de nuevo la cabeza para volver a pegar los bigotes a los gélidos cristales de la ventana Norte. Los ojos cada vez mas redondos de Ambrosio, lo seguían fijamente, tanto que hasta ese extraño se dio cuenta y alzó la cabeza y sus miradas se cruzaron. El corazón del hombre se llenó de miedo al saberse espiado por una criatura de la noche. Clavó los ojos en el suelo durante unos instantes, como si reuniera el valor suficiente y volvió a cruzar la mirada con el gato gris del cuidador del reloj de la ciudad. Cerró sus enguantados puños, tapó su rostro con su gorra de plato y prosiguió su camino hasta perderse en las sombras.
En ese mismo momento volvió a herir la oscuridad de la noche un nuevo foco que iluminó una nueva máquina. Se alejaba de la ciudad lentamente. Desde donde estaba Ambrosio podía ver claramente como se dibujaban sus cañones y su fina proa. De su corazón de metal salía una luz espectral y verdosa que daba una imagen borrosa y terrorífica de toda la tripulación que ocupaba sus puestos por toda la cubierta completando la maniobra. En su puente de mando, las insignias de los oficiales brillaban.
Como Ambrosio, miles de ojos miraban aquella extraña máquina. Una de tantas que ya habían visto desde hace meses desde su botadura y que eran fruto de una mente privilegiada que descubrió el secreto de volar. Los periódicos decían, recogiendo las palabras de su creador, que era una máquina que asombraría al mundo y que era el futuro en el presente. Sea como fuera a su amo no le gustaban nada ya que consideraba una herejía a las viejas tradiciones y, por consiguiente, a él, como gato fiel, tampoco le gustaban.
Quizás aquel hombre que no hacía mucho que había cruzado la mirada con el gato era un oficial perteneciente a una de esas naves. La respuesta no era fácil de concretar en la mente de Ambrosio. Pero pronto saldría de dudas ya que volvió a aparecer entre la luz de las farolas de la calle de
Le fastidiaba que ese extraño apareciera como un espectro en la noche y viniera a molestar a su amo a tales horas. ¿Quién se habría creído que era? ¿Si se había perdido, que preguntara en alguna de esas casas dónde aún se veía luz a través de sus ventanas y se oía la voz de sus ocupantes.
Como si fuera una cita concertada ya desde hacía mucho y a espaldas del gato, el anciano se desperezó y se levantó trabajosamente. En ese momento, cuando se arreglaba su batín carmesí, sonó la campana de la puerta y el cuidador del reloj accionó una palanca que había a la izquierda de la ventana Oeste. Silenciosamente, junto al último peldaño de la escalera de caracol, se abrió, como por arte de magia, una trampilla redonda que enlazaba con un pequeño pasadizo que daba al resto de la casa. Ambrosio se incorporó, pegó un salto y se puso al lado de su amo. Como era costumbre, bajaría tras él.
El anciano cogió una pequeña esfera de cristal y oro que se iluminó, despidiendo una extraña luz azul, y bajó lentamente.
Puede que fueran unos minutos los que esperaría el hombre que llamaba a la puerta hasta que se le abrió y se le preguntó que qué se le ofrecía. El amo de Ambrosio lo miró de arriba abajo muy seriamente. Era un hombre joven vestido totalmente de negro, al igual que el anciano en sus fotos. La gorra de plato calada y un abrigo muy grueso, en cuyas mangas se veía su rango de alférez. No había que ser ningún lince para saber que se estaba muriendo de frío. Exhalaba abundantes columnas de humo que salía de su boca. Sus labios estaban maltratados por la temperatura.
Sin mediar palabra, el anciano se echó a un lado y el hombre entró en el reconfortante interior de la casa. Aunque pareciera increíble, ésta tenía una temperatura agradable e, incluso, comenzó a transpirar.
El gato, por el contrario, no se apartó de la puerta. El joven no se percató de su existencia, hasta que notó que pisaba ligeramente algo. Apartó enseguida el pie. Ambrosio no sintió el dolor y notó arrepentimiento en los ojos del extraño, el cual aún no se había dado cuenta que casi aplasta una pata del espectro nocturno que le causó pavor momentos antes a través de una ventana de la casa donde ahora se encontraba.
El anciano giró sobre sí mismo y retomó sus pasos para volver a la habitación. Tras él iba Ambrosio y, a un par de paso, el joven extraño. El gato gris lo miraba con el rabillo del ojo mientras mantenía su cola erguida y el miedo volvió al corazón del hombre. Tuvo que recurrir tocar su pistola a través de su grueso abrigo. Aún no entendía como ese gato le daba tanto pavor. Había visto cosas muy extraña en las largas travesías, pero creía en toda la superstición propia de su oficio, incluso en los tiempos que le habían tocado vivir. Sus compañeros seguro que se reirían de él si llegara a contarles tal incidente. Esa fue la razón por la que nunca habló de aquella extraña reunión con el anciano del reloj, en la habitación octogonal.
Cuando puso pie en la habitación, la trampilla redonda se cerró al instante. El miedo que sentía desapareció al verse rodeado de las maravillas que poseía el anciano entre esas paredes. Desde niño había anhelado vivir en un sitio como aquel. Sin darse cuenta tenía entre las manos un catalejo de bronce y cuero que llevaba años reposando junto a un sextante de plata en la ventana Sureste. A pesar de que la luz no permitía distinguir las palabras grabadas, sintió la fuerza de éstas en sus manos.
Se sintió observado por el anciano, que ya estaba recostado en su butacón invitándole a tomar asiento en una sencilla silla de madera labrada que había aparecido de la nada. Eso bien lo sabía Ambrosio. Nunca había visto dicha silla, es mas, en la habitación solo había un sitio donde podía sentarse un ser humano, siempre que no fuera el suelo, y era el butacón. Sin embargo, y era algo a lo que estaba acostumbrado el gato, siempre que venía una visita y era llevaba a la habitación, siempre aparecía alguna silla por sí sola. Buscarle la explicación era algo inútil.
El extraño dejó en su sitio el catalejo y, con mucha vergüenza, se sentó frente al anciano que ya se había sacado de la manga una pipa y la estaba encendiendo. A Ambrosio le encantaba el humo de la pipa de su amo y su aroma pronto inundó toda la habitación. El joven alférez se sintió mas tranquilo al aspirar la fragancia. Se sintió libre de hablar aunque tartamudeaba siempre que contestaba al cuidador del reloj.
Ambrosio siguió con atención la conversación, cogiendo alguna que otra palabra, expresión o sonrisa. Ambos hombres se habían animado y hablaban como si se hubieran conocido desde siempre. Pasó una hora rápidamente a la luz de las velas reflejada en los bronces de los aparatos de navegación repartidos entre estanterías polvorientas, compartiendo sitio con libros y fotografías.
Tras apurar su copia el anciano, éste se incorporó junto al joven y se acercó a la ventana Sureste. De la estantería baja que había allí cogió el catalejo que antes había maravillado al extraño y una foto enmarcada. Ésta última se la entregó directamente al extraño y éste la miró con sorpresa y luego con tristeza. Ambrosio llegó a entender la palabra traición y de nuevo se quedó pensando de qué estarían hablando esos dos hombres. Y es mas, ¿cuál era la razón de tal reunión?
Fuera ya empezaba a nevar y la luces de la ciudad ya habían despedido a la nave de guerra voladora hacía tiempo.
Por la mejilla del extraño joven corrió una solitaria lágrima que secó rápidamente con un pañuelo blanco con unas iniciales bordadas con un hilo dorado que Ambrosio no llegó a discernir. Su mítica visión ya no era la misma de cuando era el gato mas popular del barrio. Se lamentaba de que la edad ya estaba haciendo presa de él, al igual que a su amo, aunque a este siempre le había conocido mayor y con el pelo cano, solo las fotografías le permitían conocer que una vez no fue viejo.
En una ceremonia solemne y silenciosa, el cuidador del reloj entregó, a modo de presente, el catalejo de bronce y cuero con su funda al extraño alférez. El joven se emocionó aún mas, pero se recompuso enseguida, se irguió y se llevó la mano a la visera de su gorra que acaba de ponerse en la cabeza saludando al anciano de forma militar. Saludo que fue respondido de igual manera.
El martillo comenzó a martillar la campana del reloj una vez mas y para Ambrosio algo ya había cambiado en el lugar.
2 comentarios:
No es para hacer la pelota. Me ha gustado mucho. Me recuerda a la Colección "EL libro de Vapor" pero el de mi época. Tenian unas historias muy buenas.Todavía me acuerdo de alguna que otra historia que leía de una forma voraz en la bibliteca del colegio de monjas. algunas las recuerdo casi como si las hubiera leído la semana pasada. Como me debieron de gustar!
Pero en vez de infantil, yo lo clasificaría de juvenil.
Continua así.
Ya veremos si sigo por este sendero.
Ves, para que luego digas que no leo tus comentarios ni los contesto
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