martes, octubre 02, 2018

Guardia de literatura: reseña a «Ardor guerrero», de Antonio Muñoz Molina

Círculo de Lectores
Barcelona, 1995
ISBN: 84-226-5703-7
362 páginas
Son unas memorias de la “mili” con muchos elementos coincidentes en otras obras, pero que pierde la oportunidad de retratar el instante histórico y el lugar, de crear un título digno. El tono gris y áspero generalizado del cuartel y la meteorología no es excusa para tantas lagunas, silencios y reiteraciones necias y timoratas

Resulta tan engañoso como peligroso ese sentimiento de pueril caridad que nos exhorta a ir rescatando objetos abandonados, allá donde los encontremos. Muchas veces, las más, somos incapaces de concederles una nueva vida, solo más años en un oscuro y polvoriento rincón, hasta que la luz incide de nuevo sobre ellos y tomamos la drástica decisión de deshacernos de ellos sin rastro de remordimiento alguno en la conciencia. Es como el destello de un faro falso a cuya llamada acudimos, no siempre, insisto, con cierta congoja y excitación.

Es muy habitual encontrar objetos dispuestos en sacro orden en una estantería o mesa, sobre la que reposa un letrero tosco que reza “Llévese uno”; imploración que queda grabada a fuego incluso en la retina del más indeciso a llevarse uno bajo el brazo, mirando por encima del hombro como un primerizo chirlero. 

Libros expurgados por la biblioteca pública en mi caso.

«Expurgados». Qué palabra tan fea y que implica cierto y abyecto desdén. El repudio de títulos que solo ocupaban un espacio precioso y necesario en las baldas, diseminados por las salas de préstamo, consulta y depósito. Nuevos a pesar de las manchas de vejez, apenas con el conocimiento de una caricia humana.

En ocasiones la acción de la expurgación alcanza a libros que ni entraron dentro del sistema bibliotecario; lucen vetustos pero sin la grafía de un número de serie que lo identifique, sin códigos pegados en las tapas; sin rastro de medida alguna contra los amigos de lo ajeno. Entonces, el usuario despreocupado siente un picotazo más intenso, estudia el triste panorama y termina llevándose a casa un libro que nadie ha querido, siquiera la biblioteca, que hace gala de cierto y alarmante desprecio hacia lo que parece una donación por parte de algún comprador compulsivo o, como en este supuesto, de un incauto que cayó en las redes del infame “Círculo de Lectores”.

Hace unos meses rescaté este «Ardor guerrero» del mostrador de la biblioteca, el cual compartía horas de famélica espera a la ardorosa luz de los fluorescentes, junto al moderno ascensor que cruje tanto como el setentero que cumplía fiel el mismo servicio. La portada me atrajo y me interesó la ridícula, por corta, sinopsis de contraportada que es la única carta de presentación de cualquier libro, bueno o malo. Bien pudo haberse quedado donde estaba; las experiencias del autor durante su servicio militar obligatorio en el País Vasco de 1979 podían tanto atraer como repeler. Pero acabé con él en el bolsillo, a buen recaudo. Claro, no era consciente de qué estaba haciendo y esto mismo lo alego en mi descargo.

A pesar de la prosa de Muñoz Molina, abundante, generosa en recursos y giros, trasegar por los capítulos de «Ardor guerrero» es una tarea árida hasta el aborrecimiento, pues no es más que una reiteración continua de ideas y emociones, una cantinela eterna en la que lo único que cambia es el orden y las palabras empleadas, debidamente sustituidas por sinónimos. Y una cosa es que quisiera engordar en el lector la sensación de rutina castrante del servicio, pero, para eso, no hacía falta que nos describiera el mismo hecho hasta tres o cuatro veces en el transcurso de menos de diez páginas. Cuando se alcanza la página 100, uno barrunta que el autor se limitó a rellenar para hacerse el interesante, aún aburriendo, o para que su libro alcanzara, a fin de cuentas, un cierto volumen aceptable para cualquier editor. ¿Cuántas veces describe Vitoria como una pequeña ciudad burguesa decimonónica? ¿Cuántas al brigada Peláez, como un cero a la izquierda, a los sargentos del cuartel en San Sebastián, dotados de una crueldad sádica que justificaban en un fervor franquista cuasirreligioso? ¿Cuántas veces repite los paseos de los domingos con ropas heredadas de reemplazos de décadas atrás y con las que se siente avergonzado? ¿Cuántas veces la extraña administración, la baja corruptela o los olores? ¿Cuántas veces la propia pusilanimidad del autor? Te provoca, te obliga a gritar a las páginas: “¿Es que no vas a hablar de otra cosa? ¡Joder!”.

La narración, que podría haber sido interesante como memoria, llega a extremos de ridículo cuando el autor de sorprende al comprobar que en 1979 el espíritu del franquismo seguía enraizado en las Fuerzas Armadas. Para alguien como yo, que fui en 1997 al hospital militar de Burgos para someterme a unas comprobaciones radiológicas y que asistió, entre asustado y turbado, cómo una monja con hábito me arrojaba a la entrepierna un protector para dicha zona, pues la retahíla de Muñoz Molina resulta un poco estúpida. El autor, como rojo de salón y universitario pedante, se asusta de que Franco campeara después de cuatro años muerto por monumentos, aforismos y despachos, incluso en pulseras de reloj, pero más asusta él, que se cree demasiado bueno para estar compartiendo espacio con los proletarios de burdo origen, como si él fuera de noble cuna, y a los que llega a criticar con cierta aura de superioridad de cartón piedra. Muñoz Molina, como protagonista, resulta insufrible por su torpeza y lloriqueos de ciudadano de un país moderno de ciencia-ficción que solo estaba en su cabeza. Resulta rijoso su expectante deseo de no ser como el resto de la soldadesca, pero a la que se une cuando abandona la bisoñez y puede participar de maliciosas novatadas.

Solo cuando es nombrado escribiente y pasan unas semanas, es cuando la lectura resulta algo interesante; sobremanera su mes en cocinas. Descripción que, al final, se queda hueca. Son unas memorias de la “mili” con muchos elementos coincidentes en otras obras, pero que Son unas memorias de la “mili” con muchos elementos coincidentes en otras obras, pero que pierde la oportunidad de retratar el instante histórico y el lugar, de crear un título digno. El tono gris y áspero generalizado del cuartel y la meteorología no es excusa para tantas lagunas, silencios y reiteraciones necias y timoratas El tono gris y áspero generalizado del cuartel y la meteorología no es excusa para tantas lagunas, silencios y reiteraciones necias y timoratas.

Una pena, aunque he de reconocer que escribir, Muñoz Molina escribe muy bien. No se ha ganado el puesto por casualidad. Sin embargo, la enorme capacidad y conocimientos en letras queda frustrada, reducida a la nada, ante esta pesada y prescindible lectura.

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