Título original: «The Searchers». EEUU. 1956. Western. 119 min. Director: John Ford. Guión: Frank S. Nugent, basándose en la novela de Alan Le May. Elenco: John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles
Aún transcurridos sesenta años desde su estreno, el filme de Ford se mantiene puro en cuanto a su filosofía: la búsqueda de humanidad en el alma de todos los hombres
Historia cruda de odio y esperanza, sentimientos igual de irracionales, en mitad de un mundo caótico y polvoriento. Su bello título en castellano evoca a una de las aventuras más renombradas del género western y del eterno John Wayne, cuya enorme tensión dramática y violencia se diluye en necesarios oasis de humor para hacer más llevadera la narración.
La novela «The Searchers», de Alan Le May, fue adaptada por John Ford con la intención de aportar al guión su propia perspectiva narrativa como genio tras la cámara, modificando cuantos aspectos fuesen necesarios para una mejor comprensión de los personajes, sobre todo el de Ethan Edwards, un hombre cuyo odio racista contra los comanches recorre su cuerpo y escupe por la boca como si fuera veneno, a pesar de que es un gran conocedor de la lengua y cultura de su enemigo; un odio que no parece proceder del ataque, asesinato y rapto que sufre la familia de su hermano justo cuando Ethan regresa tras tres años en blanco de los que nada se nos cuenta, tras el fin de la guerra de Secesión. Incluso de sus reservas hacia Martin Pawley (Jeffrey Hunter), un muchacho que Ethan rescató de niño y que fue educado por su hermano como si fuera un hijo propio, importándole bien poco que por las venas del tierno infante corriese sangre cherokee.
El odio racial de Ethan llega a ser desquiciante, por encima de lo absurdo, como cuando se obceca diezmando a balazos a una manada de búfalos para darles muerte y acabar con la fuente principal de alimento de los indios, al más puro estilo del general Sheridan; o cuando descubre que Debbie se ha adaptado a la vida comanche, no importándole asesinarla por ello pues, para él, no es su sobrina ni nada que se le pareciera: es simplemente una india a la que arrebatar la vida. Al final, veremos que el propio Ethan sufre un cambio, acepta a Martin, incluso salva a Debbie, pero reconoce que ese mundo ya no le pertenece, por lo que duda a la hora de entrar en la granja Jorgensen, se da la vuelta y la puerta se cierra tras él.
En contraposición a Ethan y su discurso violento y resentido se encuentra Martin, mestizo pero aceptado por la comunidad, personificación de la necesidad de un equilibrio y de una actitud contraria al odio. Es lo joven contra lo viejo en la concepción de Norteamérica.
Y frente a los continuos choques de trenes entre Ethan y Martin, encontramos ese humor siempre tan bien traído, pero que nos da un respiro, pues llega a abrir y cerrar, por ejemplo, la escena de la masacre final de la tribu del jefe comanche Cicatriz. Pero el humor se relega a los personajes secundarios y a la subtrama de la relación sentimental entre Martin Pawley y Laurie Jorgensen y esa maravillosa boda que no llega a celebrarse.
El título «The Searchers» no solo hace referencia a unos incansables Ethan y Martin que no cejaran en su empeño de dar con la pequeña Debbie, sino a todos y cada uno de los personajes que se cuelan en la pantalla, desde los comanches, que defienden la tierra de sus antepasados, hasta los colonos europeos, sobrepasados por la enormidad y brutalidad natural del entorno; una búsqueda de equilibrio y de una convivencia que nunca será fácil, como en toda frontera; idea que se susurra al espectador al enfocar la cámara hacia un desierto sin fin, bajo un sol inclemente que, en ocasiones, se vela tras la capa de polvo que levanta el viento o el cabalgar de un solitario jinete.
La película trata el peliagudo asunto de los colonos secuestrados por los indios en aquellos inhóspitos territorios durante el s. XIX: niños y mujeres que pasaban por un trauma violento al que sus mentes respondían con la locura, la resistencia hasta la muerte o la estoica adaptación a su nuevo estado. Son incontables los hombres empeñados en rescatar a sus propios familiares y a los de otros a cambio de un precio, historias estas que han tenido su sobrada cabida en diversas películas del género. Un drama terrible que iba más allá, pues si esos niños y mujeres eran traídos de vuelta a sus familias tan solo eran aceptados por sus padres y hermanos (en demasiadas ocasiones, ni por estos) y tratados como seres inferiores por el resto de sus congéneres de piel blanca pues habían “descendido”, eran “salvajes”; no digamos ya de aquellas chicas que hubieran tenido relaciones sexuales, consentidas o no, con hombres indios. Estos rehenes acababan siendo víctimas por partida doble, deseando la muerte o añorando sus vidas de cautivos. Pero de esto último nada nos dice Ford, que se limita a presentar un final feliz para una ya crecidita Debbie.
Como cierre a este reseña, diremos que con sesenta años a la grupa, el filme de Ford se mantiene puro en cuanto a su filosofía de búsqueda del sentimiento de humanidad.
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