martes, marzo 14, 2017

Guardia de literatura: reseña a «El cónsul honorario», de Graham Greene

Biblioteca El Mundo
Medios Estratégicos de Información
Actua SAT. 2003
320 páginas
ISBN: 84-96142-53-1
Greene discute con sus personajes acerca de Dios y el Mal, sobre lo que es el verdadero amor y la humanidad. Discusiones quizá demasiado profundas, enfangadas en diálogos casi interminables, pero que no cansan

Se afirma, o al menos así lo hace el prologuista de la edición que he disfrutado, Juan Tebar, que en todas las obras de Greene se desarrolla una historia de amor entre un protagonista masculino y una mujer, que no tiene porqué ser menor protagonista que aquel. Para mí, que tan solo he leído de este autor el título que ahora reseño, pero que he visionado un par de adaptaciones al cine de su obra literaria, tal aserto, quizá por pura ignorancia, no me parece acertado: es indiscutible la existencia de una relación sexual-sentimental, pero lo que he observado como rutina argumental en Greene es el vínculo entre los dos protagonistas masculinos, una especie de enemistad íntima que los lleva a compartir vida, mujer y hasta muerte. Aprecio en «El cónsul honorario» no pocas similitudes con «El americano impasible»; en esta ocasión, habrá una disputa entre un hombre maduro, Charley Fortnum, el cónsul honorario, y otro joven, el doctor Eduardo Plarr, por una chica que personifica un país, la exprostituta Clara.

Llegué hasta esta novela de la forma acostumbrada: deambulando por los pasillos de la biblioteca en busca de material con el que cargar hasta el río y dejar que la tarde se extinguiera entre las páginas de un libro. El título sobre el que llevaba días dándole vueltas en mis giros sobre la almohada había sido prestado a otro usuario tan solo unas horas antes de que yo corriera, febril y sudoroso, hasta las dependencias públicas. Como un tigre recién capturado, yendo y viniendo en su jaula, arañé el suelo con mis garras. Gruñí y acabé ante la balda de la que rescaté unas semanas atrás «El viejo y el mar», de Ernest Hemingway. Decidí retroceder en el abecedario hasta que tropecé con el nombre familiar de Graham Greene. Había unos pocos títulos entre los que escoger, pero la practicidad me aconsejó llevarme conmigo uno de los volúmenes más ligeros. Con decisión, arranqué «El cónsul honorario» de su sueño de polvo y olvido y me convenció su sinopsis, no por resultarme atractiva, sino porque daba a conocer el dato de que Greene trasladada detalles de sus sueños al papel, algo que yo también hago o pretendo hacer con mis relatos e historias.

No tenía idea de a qué me enfrentaba, pero la lectura de esta obra no me resultó ser tan pesada como se me advertía desde el mismo prólogo, pues la escritura al detalle es un estilo que trato de hacer mío en mis textos y por lo que, generalmente, no suelo gustar entre aquellos que solo son capaces de engullir con placentera voracidad libritos generosos en ridículos capítulos de hoja y media, tan de moda en los últimos tiempos: consumo rápido, sin tiempo para masticar y paladear recursos literarios; ver más que leer y punto pelota. Por supuesto, Greene no es de nuestra época; pertenece a aquella en la que se construía Literatura con firmes cimientos que perdurarían durante siglos, no frágiles castillos de naipes levantados sobre astillas, coronados con pendones de bestsellers, reyes de la Nada más Absoluta.

La narración que Greene despliega es vigorosa, ansiando retratar, con su particular hiperrealismo, las escenas que se forman entre líneas y los personajes que se asoman tras cada página. Los diálogos son largos y profundos, no propios de enclenques y famélicos niños-autores que infestan las praderas de la imaginación. Aunque podríamos subrayar, en el aspecto negativo de la obra, la constante burla del anglosajón sobre el pasional sudamericano, que se llega a confundir con pura y banal flema británica («un inglés nunca cometería un crimen pasional», o algo así llega a afirmar Eduardo Plarr); un intento del autor por dar a entender la particular idiosincrasia del Cono Sur que los de Albión (y otros puntos geográficos) nunca serán capaces de comprender, siquiera superficialmente. Así encontramos tres ingleses en la obra: el viejo y displicente Humpfries, el frío Plarr y el alcohólico pero sincero Fortnum; cada uno un espécimen de su raza en un mundo que les es del todo ajeno.

En el texto también apreciamos un ejercicio interno de comparación entre personajes reales y los de ficción que pululan en los capítulos y que Greene conoció durante su época argentina. Jorge Julio Saavedra es la personificación de muchos autores literarios sudamericanos, entregados pero demasiado pedantes para ganarse el aplauso del respetable y la crítica más allá de con ópera prima, cayendo bien rápido en desgracia y en el fondo de la letrina de la indiferencia. Un personaje patético a pesar de su lustroso traje de corte inglés, que se une elegantemente al grupo de secuestradores aficionados que confunden a Fortnum con el embajador norteamericano: un sacerdote que ha colgado los hábitos y se ha convertido en criminal, un poeta asesino al que le han arrancado varios dedos y un variopinto grupillo de almas perdidas.

Con todos ellos, Greene discute acerca de Dios y el Mal , sobre lo que es el verdadero amor y la humanidad. Discusiones quizá demasiado profundas, enfangadas en diálogos casi interminables, pero que no cansan. 

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