Pedro de Zubiaur o Zubiaurre Ibarguren nació en algún momento no determinado del año 1540, en Puebla de Santo Tomás de Bolívar, anteiglesia de Santa María de Zenazurra o Ziortza (Vizcaya); siendo el segundo fruto de la unión entre Don Martín de Zenarruzabeitia, señor de la casa solar de Zubiaur, y Doña Teresa de Ibarguren.
Pedro creció en el seno de una poderosa familia cuya fortuna procedía del flete de navíos mercantes, compuesta por hombres que ocupaban diversos y altos despachos en el Consulado del Mar. Por eso, de chico se embriagó de la pasión por el negocio familiar y la mar, pero también sintió un irresistible ardor que lo empujó a buscar gloria, fortuna y aventura como no se podía esperar de un personaje de su talla en plena era dorada del Imperio español, compaginando empresas puramente mercantiles en el Nuevo Mundo con el real servicio de las armas.
Hacia 1568, a los 28 años de edad, encontramos a Pedro ofreciendo su patrimonio y persona al rey Felipe II, armando dos zabras (fragatas pequeñas de unas 200 toneladas). Es entonces cuando da inicio a una prolija carrera al servicio de la Corona, siéndole encomendada una primera misión, que no es otra que la de llevar caudales al duque de Alba, duramente castigado por todo tipo de carencias en Flandes. Con anterioridad a dicho ofrecimiento, Pedro debió reunir no solo capital, sino también una intachable experiencia como marino para capitanear una flota por tan procelosas aguas, infestadas del enemigo del momento: el Francés.
El joven Zubiaur se enfrentaba a una dura prueba de fuego, a un peligro que podía superar al hombre más avezado. La probabilidad de toparse con barcos hostiles era muy alta, pero, a buen seguro, no sospecharía que a la altura de La Rochelle le saldrían al paso cuarenta bajeles, a los que se enfrentó con bravura, hurtándose de sus perseguidores al ganar puertos ingleses.
En los no siempre pacíficos resguardos de Albión, Zubiaur corrió a entrevistarse con Don Guerán de Espés, embajador de España ante la corte de la reina Isabel I. El diplomático, más sordo que una tapia por lo que se comprobó, aconsejó al vizcaíno que aguardara y refrenara sus impulsos, pues éste quería echarse de nuevo a la mar y alcanzar Flandes cuanto antes. Pedro hizo caso del consejo, pero Londres tenía sus propios planes: las acciones de castigo en las provincias rebeldes habían causado grandes perjuicios a los mercantes ingleses, por lo que, por decreto real, se ordenó el embargo de todos los navíos (se dice que 188 embarcaciones) que enarbolaran enseñas de las coronas hispánicas y estuvieran amarrados en sus dominios.
La medida de embargo no se contentó con los navíos, sino que alcanzó a las dotaciones, más de medio centenar de marineros y oficiales, que acabaron con sus huesos en presidio. Pedro de Zubiaur se contó entre ellos, sufriendo encierro durante un año, tras lo cual consiguió comprar su libertad y la de otros 350 hombres. Dicho periodo de tiempo no lo malgastó Zubiaur en lamentaciones y llegó a aprender la lengua inglesa, lo cual le vino que ni que pintado a la Corona española, sirviéndose del vizcaíno como embajador para diversas cuestiones ante la corte de Londres y para cuando trató con los rebeldes católicos de Irlanda; además de para copiar ciertos métodos para elevar aguas de los ríos que probó, ya durante sus últimos años de vida, para regar las huertas del duque de Lerma.
El siguiente acto reseñable de la biografía de Pedro de Zubiaur data de 1573, cuando sirve a los representantes de la Casa de Contratación de Sevilla en un viaje a Londres para reclamar una compensación por el ataque dirigido por Francis Drake en el río Chagres contra los españoles, apresando un cargamento del Tesoro del Perú, que estaba siendo trasladado de Panamá a Nombre de Dios; un acto de piratería pues en las fechas del ataque había paz entre España e Inglaterra. La misión de la Casa de Contratación, para su desgracia, acabó siendo un sonoro fracaso.
A partir de 1580 los mares se pusieron algo más que tensos. En aquella se encontraba don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, organizando una escuadra para someter a Portugal, tras la muerte de Manuel I, para quien se acabaría coronando como monarca de todas las coronas hispánicas: Felipe II. Entre los hombres a las órdenes del almirante se encontraba Pedro de Zubiaur, de nuevo presto para cualquier hazaña y seguir conservando el favor real. El vizcaíno no dudó a la hora de poner varias naves a disposición de España, aunque una de ellas fuera requisada para cumplir con la misión de poblar el Estrecho de Magallanes, al mando de Diego Flores de Valdés y con la gobernación de Pedro Sarmiento de Gamboa.
Esta aventura militar, que sumó 87 galeras y 30 naos, trajo a Zubiaur más sinsabores que rendimientos, pues perdió la nao Pedro de Çubiaurre, al mando de Ortuño de Bilbao, por los daños sufridos durante el temporal que azotó a la flota durante su partida, los cuales no fueron debidamente reparados. Por si fuera poco, un rico cargamento procedente de las Indias, además de artillería, sería apresado ilegalmente en la Isla Terceira (Azores), ya estando pacíficos los territorios lusos.
En 1581 encontramos de nuevo a Pedro en Londres para ser soliviantado por los ingleses. La única razón de su presencia en la Corte fue la de reclamar, una vez más, restituciones ante la rapiña de Drake en tiempos de paz. El sir robó entonces a la Corona española la nada despreciable cantidad de dos millones de ducados. Los diplomáticos ingleses no estaban dispuestos a abonar más que 400.000 ducados en compensación y los españoles a recibir nada que no fuera igual a la cifra sustraída ilegalmente.
Tras esta misión comienza el interés de Zubiaur por las tumorosas provincias de Flandes, las cuales no fueron otra cosa que un continuo quebradero de cabeza y desazón. El vizcaíno tenía las cosas muy claras sobre el papel, llegando a proponer golpes de mano que, en su firme creencia y capacidad de estratega, podrían haber acabado con la rebelión e, incluso, haber llevado a feliz término los intentos de invasión de la Inglaterra hereje. Empeñando, una vez más, su patrimonio naval, Zubiaur estaba dispuesto a tomar la plaza de Flessinga, en el estuario del río Escalda, para cortar el tráfico mercante del puerto de Amberes. El embajador español ante la Corte inglesa, Bernardino de Mendoza, puso en común al vizcaíno y a Alejandro Farnesio, duque de Parma, para una empresa que contó con la aprobación de Felipe II, pero por la que el noble italiano, como en otras tantas ocasiones, no mostró mucho ánimo.
Las maquinaciones de Zubiaur en Inglaterra disgustaron a la reina Isabel I, que ordenó su inmediato encarcelamiento. A partir de entonces, el marino comienza una gira por varias prisiones inglesas y holandesas que duró cuatro años, siendo una experiencia nada placentera en comparación con la primera vez que probó la cárcel en Albión. La aventura frustrada de Flessinga le costó dos navíos, tres años de preparativos, el despilfarro de diez mil ducados y su salud.
Zubiaur volvería a la acción en Flandes, a las órdenes de Farnesio, preparando las tropas que habrían de cruzar el canal para la invasión de Inglaterra, en apoyo de la Gran Armada, en 1588. Pero de nuevo el destino y las inclemencias se cebaron con los españoles y el vizcaíno demostró su talante y saber de la lengua inglesa para el rescate de cientos de prisioneros. En el puerto de Darmouth, en 1590, consigue reunir más de medio centenar de hombres, supervivientes de la Felicísima Expedición y de otros encuentros en alta mar mal dados, como es el caso de ciento diez marineros capturados, miembros de la dotación de galeones de las Indias, los cuales Zubiaur escondió en sus navíos.
El problema al que el vizcaíno se enfrentó a pretender abandonar Darthmouth fue la artillería que montaban sus naves. Las autoridades exigían su desembarco al considerar que pertenecían a la Corona, pues procedían de galeazas inglesas perdidas en Calais, pero Zubiaur no estaba por la labor, por lo que hizo subir abordo a todos sus hombres y se hicieron a la mar sin autorización. La respuesta inglesa fue el mandar tras ellos cinco galeones que los hostigaron durante un tiempo, pero el 10 de febrero de 1590, los españoles arribarían a La Coruña, quedando a resguardo de cualquier peligro.
Semejante acto no pasó desapercibido ni para el Pueblo ni para la Corte de Felipe II, ganándose Zubiaur, por decreto real, el título de Cabo de Escuadra de Filibotes, pequeños navíos que le permitieron realizar una encomiable actividad de corso, intendencia y escolta en el mar Cantábrico y el golfo de Vizcaya, ganándose repetidamente los laureles en distintos encontronazos que lo convertirían, a mis ojos, es una especie de Blas de Lezo adelantado; aunque bien es cierto que Zubiaur conoció el sabor de la derrota en más de una ocasión, parecía especializarse en combates en minoría, siempre mordiendo alguna presa y asombrando por su arrojo, como el demostrado en abril de 1593, cuando embiste en las aguas del puerto de Blaye a seis navíos ingleses que le cortaban el paso, logrando hundir la nave capitana y quemar la almiranta del enemigo. También es destacable el enfrentamiento que siguió al de Blaye, siendo Zubiaur acosado por más de medio centenar de navíos que zarparon de La Rochelle y Burdeos, logrando arribar a puerto seguro en Pasajes, lo cual se consideró en la época como un milagro del Santo Cristo de Lezo, al que se encomendaron los tripulantes españoles en medio de la persecución.
Las noticias de esta última hazaña llegaron a la Corte, por lo que el rey nombró a Zubiaur General de la Escuadra.
Zubiaur gastaría los próximos años conociendo de primera mano las miserias de los Tercios españoles en Bretaña y Flandes, la desmoralización y las deserciones que causaban el hambre, el clima y la malversación de caudales por parte del maestre de campo Juan de Águila. El vizcaíno siempre abogó en defensa de los derechos de aquellos soldados y marineros, columna vertebral del Imperio, que encontraban la sepultura en húmedas tierras de herejes. Echando nuevamente mano de sus arcas, Zubiaur trató de poner remedio al sufrimiento de los hombres a su mando.
Los ojos de la Monarquía hispánica, tras los sinsabores de las anteriores incursiones sobre Inglaterra, pasaron a fijarse en los católicos irlandeses. Zubiaur participaría de las acciones militares y diplomáticas en Kinsale, a las órdenes de un oficial al que no dudaba de criticar ferozmente en sus continuos informes a la Corte: el salmantino Diego Brochero, quien en 1595 sería nombrado Almirante de la Mar Océano. Los choques entre ambos marinos fueron constantes, más por parte del vizcaíno que por la de su superior, y venían de la época en Bretaña. Brochero forzaba la creación de una escuadra de galeras, pues se había formado en Malta y consideraba dichos navíos como perfectos para un roto y un descosido y lo que se terciara, pero el Atlántico no era lugar para semejantes embarcaciones. Posiblemente Brochero también viera con malos ojos la iniciativa del vasco y lo considerara como una amenaza a sus aspiraciones en la Corte; aún así, Brochero valoraba las virtudes militares de su subalterno, razón por la cual quiso contar con él para el asunto de Kinsale.
El 3 de junio de 1597, Zubiaur es nombrado capitán general de una escuadra de navíos de la Armada, puesto subordinado al capitán general de galeras y del Mar Océano, recibiendo la orden de patrullar entre Ferrol y Cádiz para tranquilidad del tráfico marítimo.
Durante estos últimos años de vida, Zubiaur iría encadenando distintas enfermedades que minaron su salud, lo cual no le impidió en tomar parte de los planes de Felipe III, quien sentía la misma quemazón que su padre por asaltar Inglaterra y devolverla al redil católico. Para ello era necesario partir al auxilio de los irlandeses. Si se tenía a favor la isla Esmeralda y se realizaba con éxito un salto desde Flandes, se cogería a los ingleses por dos frentes en tijera. Sin embargo, una cosa son los cuentos de la lechera y otra la realidad, pues la flota que largó velas el 3 de septiembre de 1601, al mando de Diego Brochero, con Zubiaur como segundo, era pobre, escasa de pertrechos y efectivos; por no añadir que, una vez frente a Irlanda, un nuevo temporal se opuso a los planes de los Hasburgo y separó las naves. Zubiaur llegó a Kinsale con mil soldados, lo cual sumaba un total de tropas expedicionarias muy inferior al que Juan del Águila había prometido a los caudillos irlandeses. Para dar la puntilla, Brochero viró en redondo hacia España y dejó a los españoles sin apoyo naval.
El regreso de la flota fue visto con recelo por la Corona, quien dejó por escrito su malestar por esta decisión tan precipitada y hasta susceptible de tacharse de cobarde. Este espinoso asunto no fue a más pues la demostrada lealtad de Brochero y Zubiaur, así como su hoja de servicios, resultaba ser aval más que suficiente.
El vizcaíno regresó en diciembre a Kinsale con tropas frescas y entabló conversaciones con los caudillos irlandeses gracias a su conocimiento del inglés, a la sombra de unos planes que se fueron fraguando con poco tino, artillándose plazas y disponiéndose tropas sin ton ni son, siendo que el 6 de enero de 1602 las tropas irlandesas serían rechazadas en Kinsale. Los tercios españoles quedaron embolsados con un Juan del Águila sin instrucciones desde la Corte sobre cómo negociar la rendición y abandonado por la flota, que nuevamente había zarpado para España, con Zubiaur al mando y llevando como pasajero al caudillo Hugo O’Donnell.
Nuevamente, Zubiaur es puesto en tela de juicio, junto con el resto de oficiales. Se ordenó constituir una comisión que absolverá a Juan del Águila y a Diego Brochero, pero que condenará al capitán Alonso de Ocampo, comandante de las tropas que arribaron a Kinsale en diciembre, al contador Pedro López de Soto y a Zubiaur, que sufrió arresto domiciliario en la Corte hasta que en mayo de 1605 es absuelto de tres de los cuatro cargos que se le imputaban, llevándose de propina una buena reprimenda.
Tras la restitución real, Zubiaur recibe el mando de una escuadra de ocho naves y 2.400 soldados del tercio del maestre de campo Pedro Sarmiento; corría el año 1605, había paz con Inglaterra tras la muerte de la reina Virgen y todos los ojos se centraron en Flandes. La flota zarpó el 24 de Mayo de Lisboa, encontrándose con el enemigo en el canal de la Mancha, que contaba con una escuadra de 80 navíos. Con una diferencia de 8 a 1, Zubiaur no se arredró y entabló combate con los neerlandeses del almirante Hatwain; con dieciocho navíos echándoles el aliento en las popas, Zubiaur y los suyos alcanzaron Dover, donde su artillería, por extraño que pueda sonar, tronó en auxilio de los españoles. Al parecer, durante la refriega, Zubiaur sufrió herida o se le acentuó alguna dolencia que lo obligó a dictar testamento el 2 de agosto, muriendo a los pocos días.
Sus restos fueron embalsamados y depositados en un ataúd de plomo para ser repatriados, vía Dunkerke, y enterrados en un primer momento en el centro de la nave de la iglesia parroquial de Rentería, junto con los padres de su esposa, María Ruiz de Zurco; luego, en el atrio de la también iglesia parroquial de Irún. Hoy día, el sepulcro de Zubiaur y su mujer se conserva en el museo de San Telmo de Donosti (Guipúzcoa).
El presente artículo nació por mi interés por conocer la figura del capitán Pedro Zubiaur, quien nombra la calle en la que residían mis abuelos paternos, allá en Bermeo. Durante la labor de investigación y redacción, a punto de darle término, pude percatarme que el capitán Zubiaur bermeano no era este Zubiaur de Zenazurra, pues el primero vivió años después, bien entrado en el s. XVII, fue representante de la Villa en las Juntas de Guernica y participó de la pacificación de la provincia de El Itzá, en el Yucatán.
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