El viento agitaba con violencia las páginas del libro que reposaba sobre la mesa del porche. Él lo había arrancado de su polvoriento descanso en la estantería con el único propósito de volver a disfrutar de su lectura, pero abandonó la empresa en cuestión de minutos. Había paseado su mirada cansada tantas veces por aquellas escenas encadenadas a través de apretados párrafos que se sabía de memoria cada diálogo, cada descripción.
Lo había leído una y mil veces, al igual que todos y cada uno de los volúmenes que atesoraba la pequeña estantería de la salita de estar, la que ahora estaba a sus espaldas, al otro lado de la puerta acristalada que temblaba de miedo ante el creciente empuje de la brisa.
El frío le obligó a encogerse, a rodear el pecho con sus fuertes brazos, mas decidió no resguardarse dentro. Estaba relativamente cómodo, a gusto sentado en la silla de madera del porche, con los pies sobre la barandilla y con los ojos fijos en un mar gris salpicado de manchas blancas en la lejanía. Había estado en muchos otros sitios peores, más gélidos y desapacibles que aquel.
El barómetro le había susurrado hacía un rato qué iba a acontecer aquella tarde y, por alguna razón, no quería perderse la tempestad que se acercaba. Pero no subió a la torre del faro de aquella pequeña y olvidada isla rocosa. ¿Para qué iba a molestarse? Hacías meses que el combustible se había agotado y desde que naufragó allí… ya ni recordaba cuántos años llevaba solo en aquel islote, a cargo de un faro muerto.
Una tormenta igual a la que se preparaba, sorprendió al velero mercante en el que estaba enrolado como gaviero cuando tenía tan solo veinte años y, a la mañana siguiente, su cuerpo machacado pero con vida apareció entre las rocas de aquella masa informe de roca, hogar de gaviotas y focas y donde se alzaba un faro sin farero. Ya apenas recordaba la desesperación de encontrarse solo en un lugar donde no crecía ni un triste árbol con el que construir una barca y volver al mundo; solo recordaba el frío que le atenazaba mientras se aferraba a las cortantes rocas para salir de agua y escupía y escupía el salitre con asco. Fue uno de los momentos mas horrorosos que podía recordar.
Una tormenta igual a la que se preparaba, sorprendió al velero mercante en el que estaba enrolado como gaviero cuando tenía tan solo veinte años y, a la mañana siguiente, su cuerpo machacado pero con vida apareció entre las rocas de aquella masa informe de roca, hogar de gaviotas y focas y donde se alzaba un faro sin farero. Ya apenas recordaba la desesperación de encontrarse solo en un lugar donde no crecía ni un triste árbol con el que construir una barca y volver al mundo; solo recordaba el frío que le atenazaba mientras se aferraba a las cortantes rocas para salir de agua y escupía y escupía el salitre con asco. Fue uno de los momentos mas horrorosos que podía recordar.
En aquella isla solo había un faro abandonado, de sólida piedra y escasos muebles, adornado con los detalles del paso de alguien que desapareció mucho antes de que él naciera.
Estos párrafos los escribí hace muchos años. Los encontré este pasado fin de semana haciendo limpieza en mi ordenador de casa. Fue uno de tantos relatos que se quedaron en nada, en una chispa sobre yesca húmeda.
Los encontré y creo que es una buena idea compartir con todos vosotros este conato de historia que se queda en un microrelato no del todo bien cerrado.
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