lunes, marzo 20, 2017

«La amiga de Paula», relato breve



Este relato está especialmente dedicado a Paula, hija del Ilustrador de Barcos; por no perderse ni uno solo de los que componen esta floreciente colección y que bien se ha merecido dar nombre a la protagonista de esta pequeña historia.



El sol de la mañana fue cuarteando las apiñadas y pesadas nubes, acumuladas frente al acantilado de Kopek. Una a una fueron siendo abandonadas por un desfallecido viento de tormenta, incapaz de arrastrarlas con sus últimos coletazos y dejándolas a su suerte, que no era otra que terminar desechas en ridículos guiñapos. Largos y oblicuos dedos de renovada claridad acariciaban la superficie de un mar aún convulsionado, proclamando el pronto regreso de las largas y agradables jornadas estivales que quedaban por vivirse aquel año. Aún quedaban bastantes días de Julio y el mes de Agosto entero.

Finalizada la pesadilla, recuperados los colores brillantes y siendo ya la lluvia fría un engorroso recuerdo, la tierra dejó de temblar bajo los cimientos del viejo faro con cada embestida de las olas; las contraventanas de madera no chasqueaban ni daba golpes, pues los terribles y traviesos céfiros habían renunciado a seguir presentando batalla y tan solo suspiraban de impotencia y rabia contra la alta y espigada mole de ladrillo.

Y fue justo la ausencia de ese quejido tempestuoso lo que atrajo la adormilada atención de Paula, aún protegida bajo las sábanas y una socorrida y gruesa manta de viaje, desenterrada del fondo del armario en pleno verano por culpa de la galerna. La niña se fue desperezando sin prisas, algo a lo que se había acostumbrado desde que volviera a vivir con su padre en el faro; desde que comenzaran las vacaciones. A pesar de la oscuridad reinante, Paula sabía que era de día y que la tormenta había capitulado, lo cual le produjo cosquillas en las comisuras de los labios, sonriendo así de oreja a oreja. Se acabaron el encierro obligado y el malhumor sin interrupción de su padre, único vigilante de la luz de Kopek en su nuevo emplazamiento, construido hacía poco más de quince años, en un punto más propicio de la costa.

Paula apartó de sí la manta y abandonó la calidez de su suave refugio para vestirse todo lo deprisa que pudo, aunque no debería costarle gran trabajo: aparte de la ropa interior, tan solo necesitaba su vestido de tirantes, un par de calcetines y sus sandalias, por lo que pronto estuvo lista para deambular por la pequeña casa del farero y asomarse al exterior.

Luego, abrió la ventana y las contraventanas para que la luz entrara libre en la casa.

Junto a su habitación, puerta con puerta, se situaba el dormitorio de su padre. Desde el umbral, sin atreverse a entrar por miedo a provocar algún ruido que lo despertase, Paula encontró a su progenitor durmiendo a pierna suelta, echado a un lado de la cama y dándole la espalda al pasillo. De vez en cuando soltaba algún sonoro ronquido que incitaba en Paula una risa inocente que ahogaba con suma rapidez, llevándose la palma de la mano a la boca.

Sobre la única silla del dormitorio, la ropa impermeable del farero había sido echada de cualquiera manera y, a los pies del mueble, se había formado un charco de agua que hacía brillar las pequeñas y rugosas baldosas de color terroso que cubrían el suelo.

Su padre no había disfrutado de un solo instante de descanso desde que diera comienzo la tormenta, escalando constantemente hasta el cuarto de servicio y la vidriera para comprobar que la luz y el mecanismo no sufrían daños y asomarse al balcón para otear el horizonte. Había vivido a base del café «de la casa», tan fuerte que le arrugaba y encogía el rostro cada vez que lo hundía en la taza.

—Es una gran responsabilidad, Paula —le reprendió su padre un par de noches atrás, con los ojos encendidos por el enojo y el cansancio—. Métetelo en la mollera.

No lograba a dar con la razón de la bronca que le echó entonces su padre, pero Paula ya había asumido, hacía mucho tiempo, que, durante las tormentas, era mejor no llevarle la contraria, sobre todo cuando se ponía algo desagradable sin ser ésa su intención.

Y era duro vivir esos días de tormenta en verano, sin un solo niño en varias leguas a la redonda. Si al menos tuviera algún amigo para pasar el rato…

Con sigilo, Paula avanzó hasta llegar a la pequeña cocina, donde, tras ponerse de  puntillas para abrir las dos pequeñas ventanas y contraventanas allí instaladas, consultó el barómetro colgado de la pared, junto al calendario. Había ido subiendo desde los 734 hasta los 755, de viento-lluvia a variable.

«Inmejorable señal».

Paula se vio entonces acorralada por el hambre y las ganas de desayunar; poco importaba que estuviera en la cocina una vez más sola, sin la compañía de su padre, pues llevaba haciéndolo desde que la tormenta se anunciara, según los partes radiados, como algo cercano al fin del mundo. Pero Paula tenía más ganas, unas ganas inmensas, de subir hasta la luz del faro y ver de nuevo el mundo sin los párpados de madera de las contraventanas, atrancados y asegurados con pestillos. El acceso a la torre del faro se practicaba directa y discretamente desde la cocina y Paula subió con suma cautela los setenta y cinco escalones, altos y estrechísimos que conducían hasta lo más alto; y lo logró, aún con su pequeño y tembloroso cuerpo y enojada consigo misma por no haber crecido aún lo suficiente como para poder levantar las rodillas sin tanto esfuerzo y no tener que ayudarse, de vez en cuando, de su manos.

La subida había que practicarla de una sola tirada, sin descansos, pues, de lo contrario, se corría el peligro de dejarse vencer por el vértigo en ese camino ascendente y en espiral. Cada peldaño era un desafío al que Paula solo podía hacer frente con su pierna derecha, haciendo fuerza hasta que le palpitaron el muslo y el gemelo, a la par que se quedara sin resuello, sintiendo un ardor rugoso en los  pulmones. Podía corretear, saltar y bailar sin parar, durante horas, por las verdes y frondosas colinas que rodeaban el faro, ante la mirada risueña de su padre durante los días de sol, pero subir aquella escalera le superaba, mas era el precio que tenía que pagar por admirar en toda su extensión lo que el anterior farero solía  nombrar como “nuestro reino”.

Por fin, Paula puso el pie en el septuagésimo quinto escalón y descorrió el pestillo de la trampilla que daba al cuarto de servicio. Subió cinco escalones más, abrió la puerta de la vidriera y se asomó al balcón. Fuera, la brisa fresca y juguetona saludó con entusiasmo a la niña, debiendo ésta aferrarse con fuerza a la barandilla que la protegía de una caída asombrosamente larga y mortal de necesidad. El cabello trenzado de Paula, largo y pajizo, revoloteaba al son de la caprichosa corriente de aire que en nada tenía que ver con los vientos de la pasada tormenta.

 Desde allí arriba, a una altura de cincuenta metros por encima del nivel del mar, sumada la del acantilado de Kopek y la de la propia estructura, Paula se maravilló admirando una vez más “nuestro reino”, llegando a discernir, tras las suaves colinas que rodeaban al faro, a resguardo en la ensenada y  con sus casas de tejados rojizos, las lindes del pueblecito de Kopek.

Paula saludaba, con la sonrisa de un prisionero liberado, el avance imparable del sol que desmenuzaba las rezagadas nubes de tormenta. Se dejaba acariciar la piel expuesta por el calor creciente y burbujeante. Pero la sombra demudó su claro e infantil rostro cuando comprendió, o recordó, que la tempestad siempre se cobraba su tributo al haber dado fin a su cólera: los campos deslucían apagados y marchitos, con sus flores arrancadas y barridas de su faz; los bosquecillos cercanos habían sido víctimas del juego perverso de los vientos, y las ramas, partidas, se hallaban diseminadas a los pies de árboles raquíticos y sobre la serpenteante senda que llevaba al pueblo. La playa, a los pies del viejo faro, ya no era blanca, sino gris y cubierta de desechos que el mar había arrastrado hasta la orilla, dejándola sucia y privada de gran parte de su arena, como si un enorme puño se hubiera cerrado sobre la misma con inconmensurable avaricia, justo bajo los cimientos de la estructura, dando un aviso al farero de que, quizá, con el próximo ataque le expulsaría para siempre de aquel codiciado paraje.

Era la devastación de siempre. «Los restos de la juerga», como solía decirle su padre cuando, una vez recobrado de las noches de tormenta y sin dormir, se disponía a limpiar los destrozos. «Debemos mantener la casa limpia, tanto para dentro como para fuera».

Una devastación que no era desconocida para Paula pero que, no por ello, le resultaba agradable de presenciar. 

Paula advirtió que allí abajo había algo extraño. Venciendo en parte el miedo a las alturas que en ocasiones la atenazaba, estiró el cuello y aguzó la vista. Entre los despojos traídos por el mar y entre las heridas abiertas en la playa, a no más de doscientos metros de distancia de la base del faro, una gran masa ennegrecida sobresalía desesperada y en silencio de entre la arena. Paula frunció el ceño y levantó la nariz, echando en falta el no tener a mano los prismáticos de su padre. 

Aquello parecía ser los restos de un barco. Paula advirtió al menos un mástil tronchado. Era enorme, aunque más de la mitad de su eslora seguía bajo el arenal.

Como después de cada tormenta, aún desoyendo las órdenes de su padre de no deambular por entre los despojos hasta que la resaca del mar se desvaneciera, Paula gustaba inspeccionar y hasta coleccionar objetos que abandonaba la marea junto al faro; al igual que hacía los días de tranquilidad. No había que perder las buenas costumbres, aún cuando muchas veces solo se encontrara basura.

«Todo lo que arroja el mar no es de nadie, hija mía». 

Siempre había algo con que maravillarse y sus tesoros favoritos eran los trozos de vidrio pulido durante décadas por las olas. La niña fantaseaba con la idea de que eran obsequios de vasallaje de la tempestad, de nuevo humillada ante el imponente faro.

Pero, si aquella cosa negra era un pecio, quizá podría encontrar un detalle, un tesoro por el que hubiera valido la pena todos los días de ostracismo y aburrimiento dentro de casa, sin otra cosa que escuchar que las maldiciones de su padre y la respuesta a las mismas por parte de un viento hostil.

Sin siquiera haberse percatado de que la visión del pecio había hecho recorrer un hondo escalofrío a lo largo del espinazo y de su temprana mente, Paula debió dejarse llevar por la urgencia de bajar las escaleras casi a trompicones y despertar a su padre para que pidiera ayuda por radio. Sin embargo, la niña se contuvo, sabedora, gracias a su en ocasiones sorprendente madurez, de que las personas que tripularon aquella nave hacía mucho que habían dejado de necesitar auxilio alguno.

Paula quería descender hasta la playa y observar los restos, descubrir algún minúsculo tesoro que añadir a su colección; aquello que le llamara la atención y podría llevar consigo de vuelta a casa, aunque su valor real fuera irrisorio.

Transportada por las alas de un absurdo sentimiento que confundió con la felicidad y olvidando el hambre que le pinchaba el estómago, Paula descendió los setenta y cinco escalones de la torre del faro, sin verse acosada por el vértigo ni por el miedo a tropezar con sus sandalias. Corrió por el pasillo, tras cruzar la cocina, y saltó al exterior por la puerta principal de la casa del faro, que daba la espalda a la torre y al mar.

Paula corrió sintiendo aflorar una risa algo tenebrosa en las entrañas, por la que no se preocupó lo más mínimo. Corrió por el prado y las suaves colinas mientras los bajos de su vestido recogían las últimas gotas de lluvia prendidas en las altas hierbas y sus calcetines se empapaban hasta la perdición. Se estaba jugando un buen resfriado por, simplemente, no darse la vuelta y coger las botas de goma que seguían, estoicas e ignoradas, junto a la puerta principal de la casa que acababa de traspasar.

Corrió y corrió. Llegó a la playa jadeando y esquivando los montículos de algas arrancadas y arrojadas lejos de sí, con despecho y de sus entrañas, por el celoso mar. Corrió aún hundiendo las sandalias en la arena que se adhería con apetito a la lana chorreante de los calcetines.

La niña se detuvo a escasa distancia de la enorme bestia negra, resurgida de la tierra, con las cuadernas a la vista y pobladas por una miríada de seres diminutos que las consumían con suma paciencia. Una honda tristeza hizo presa en su ánimo y clavó la avergonzada mirada justo sobre sus fríos dedos, cubiertos por unos calcetines mojados y una espesa capa de arena.

¿Cuántos años llevaría enterrado aquel barco de madera? ¿Cuándo llegó hasta aquella costa? ¿Cuál sería su nombre? ¿Quiénes serían las últimas personas que lo tripularon y que ya no necesitaban ayuda alguna? Las respuestas a todas estas preguntas también eran tesoros de inconcebible valor para la despierta imaginación y curiosidad de la hija del farero de Kopek.

Con timidez, Paula se acercó al pecio, tanto como para permitirse acariciar lo que quedaba de escobén tras alargar su delgado brazo. El tacto con aquella superficie la horrorizó y apartó los dedos, poseída por un novedoso e inexplicable temor reverencial. Dio un paso hacia atrás y se llevó las manos entrelazadas a la altura del pecho.

Un rayo de sol se centró en aquella posición y proporcionó un poco calor a la chiquilla. El miedo, cualquiera que éste fuese, se desvaneció y Paula bordeó con cautela el pecio, de babor a estribor, para ir recomponiendo en su mente cómo debió ser aquel barco antes de terminar allí. Ya había sentenciado, con infantil serenidad, que debía de ser un bergantín, pero también podría ser una fragata. Podría ser cualquier tipo de buque.

El cielo comenzó a despejarse del todo y el astro a hacerse sentir fuerte y pesado. Una sombra revoloteó desde las alturas para tomar posesión de la escoria.

«¿Por qué no está el lugar infestado de gaviotas dando cuenta del manjar adherido durante años sobre las maderas del pecio?», pensó Paula, desconcertada antes de alzar la mirada para encontrarse con los descoloridos ojos de una niña que le resultaba ser desconocida, subida a los restos del supuesto bergantín.

Paula se sobresaltó, pero rápido se recompuso, como era natural en ella, aun sin dejar de mantener entrelazadas las manos contra el pecho. 

La niña que se encontraba sobre el pecio, de cuclillas, tenía el pelo moreno y liso, cortado por la altura de la barbilla. Su rostro estaba tiznado por lo que parecía ser hollín, tan negro como los restos exhumados del barco. Su vestido, muy parecido al de Paula, estaba sucio y raído. Su minúscula boca daba al conjunto una firma de desdicha insoportable.

Paula reunió un poco más de valor aquella mañana, de ese perdido entre las matas cuando salió rauda por la puerta de la casita del faro con dirección a la playa, y se dirigió a la misteriosa niña con un hilo de voz:

—Hola.

La mirada descolorida de la extraña niña no se apartó un solo instante de la de Paula, incomodándola a ésta última de forma inenarrable. 

—Hola —repitió Paula, queriéndolo hacer con algo más de seguridad.

De nuevo, no hubo respuesta.

—¿Sabes que no responder a un saludo es de mala educación? —reprendió la hija del farero, de repente ofendida y sobrada de pedantería que pronto rebajó.

Si antes no hubo respuesta por parte de la niña del pecio, ahora la cosa no varió lo más mínimo. 

—Yo me llamo Paula —se presentó Paula, imprimiendo amabilidad a sus palabras y, por supuesto no dándose por vencida—. Tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Araceli —respondió la niña de cuclillas sobre el pecio.

«¡Aleluya! Así debían de sentirse los aventureros cuando llegaban a tierras desconocidas y trataban de hacerse comprender», pensó Paula, embargándola una alegría que no estaba justificada.

—Hola Araceli.

—Hola.

—No deberías estar ahí subida, Araceli.

—¿Por qué no?

—Es peligroso.

Araceli no movía ni un solo músculo de su cuerpo y hablaba apenas sin abrir la boca.

—No es peligroso, Paula. Conozco muy bien este barco. Fue mi casa y aún no he encontrado en él lo que estoy buscando.

«¡¿Qué dice?! No debe estar en sus cabales», pensó Paula, recitando palabra por palabra una de las frases favoritas de su padre.

Araceli se reincorporó y caminó sobre los restos con asombrosa facilidad, ausente, como si Paula le resultara tan interesante como una mota de polvo. Paula comprobó que aquella niña era más baja que ella, aunque bien podría ser de su misma edad.

—Oye —insistió Paula con timidez, abochornada porque su estómago acababa de soltar un leve rugido que solo ella había escuchado, aunque no lo creyera así—. ¿Has desayunado? Yo no. Vivo en el faro. Si quieres…

Araceli giró la cabeza hacia Paula y ésta sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. La niña bajó de los restos, posando sus pies desnudos en la arena.

—Tengo mucha hambre —confesó Araceli, quieta y con los brazos pegados al cuerpo, a corta distancia de Paula. La niña trató de sonreír a su anfitriona, pero enseguida cesó en el empeño y se sumió en una muda melancolía—. Pero he de volver pronto. Aún no he encontrado lo que ando buscando.

Ambas chicas hicieron el camino de regreso al faro en silencio. Araceli era terriblemente lenta subiendo el acantilado y las colinas, aunque a Paula le daba igual: se podía comprobar que estaba contenta como unas castañuelas si uno se molestaba en estudiar sus pasos saltarines, aunque ella ni se daba cuenta de ello. Aún siendo con aquella extravagante niña, Paula parecía haber encontrado a alguien con quien jugar, una amiga. Era algo en aquel  lugar.

A unas decenas de metros del faro, Paula comprobó que se había dejado la puerta principal de la casa abierta de par en par, señal inequívoca de la censurable emoción que la embargó cuando descubrió el pecio salido de entre las arenas de la playa. Soltó una carcajada y compartió tal descuido con su nueva amiga, Araceli, pero ésta caminaba tan solo, con las manos cruzadas sobre el estómago.

«Qué chica ésta…».

Pero enseguida Paula se compadeció.

«Estará muerta de hambre y de frío. Está descalza…».

Paula se había olvidado por completo de sus calcetines, encharcados de agua, y de los sucios bajos de su vestido de verano.

Antes de pisar la sombra que proyectaba la torre del faro, Araceli se detuvo en seco; alzó el mentón, abrió su pequeña boca y se abandonó al arrobamiento. 

—No reconozco este lugar —murmuró la niña—, pero, si tan solo si hubiera estado aquí cuando ocurrió todo…

Paula volvió a fruncir el ceño.

—Vamos dentro —invitó Paula, casi tirando de Araceli.

Ambas muchachas quedaron a la sombra del faro y entraron en la casa, siendo Paula seguida por la tímida Araceli. Recorrieron el estrecho pasillo y dejaron atrás el dormitorio del farero, que seguía sumido en sus sueños. En la blanca cocina, sirviéndose de una silla como improvisada escalera, Paula fue abriendo armarios y sacando todo lo necesario para acallar los rugidos de dos estómagos jóvenes y hambrientos. Leche, que vertió en un par de cuencos, pan cortado en rebanadas, mermelada y miel. Paula sirvió con generosidad a su invitada y también para ella misma.

Araceli se sentó en la silla del farero por orden de Paula, mientras ésta última ocupaba la que daba la espalda al pasillo y comenzó a comer con ganas y a hablar también, muy alto, acompañando sus palabras con sonoras carcajadas.

Araceli no contestaba, pero escuchaba todo lo que Paula le contaba.

Cuando Paula iba por su tercera rebanada de pan con miel, una corriente de aire le traspasó la espalda, erizándole todo el vello, precediendo a la irrupción de su padre en la cocina, legañoso, despeinado y ajustándose los tirantes.

—Ah, eres tú, papá —dijo con alegría Paula al darse la vuelta en su silla.

—¿A qué vienen tantas risas, hija? —preguntó el hombre mientras bostezaba y trataba de encontrar las palabras con las que interrogar a Paula acerca del festín que había organizado en la mesa redonda de la cocina.

—Le estaba contando a Araceli, mi nueva amiga, mis aventuras de cuando llegué al pueblo el año pasado —informó Paula, excitada—. La he invitado a desayunar y a sentarse en tu silla, si no te importa, papá.

El farero miró a su hija con la frente surcada de arrugas de preocupación y sudor seco.

—Pero, ¿qué estás diciendo, Paula? Aquí no hay nadie más que tú.

La niña palideció. Su última rebanada se quedó a las puertas de su boca cubierta por pegajosa miel. Se giró hacia Araceli y donde ésta había estado sentada hasta ese mismo instante, sobre la silla y el mantel, tan solo quedó un montón de arena fina y blanca de la playa de Kopek. 

Durante los siguientes días, varios hombres del pueblo se acercaron hasta el faro para inspeccionar el pecio que había encontrado Paula. Poco después llegaron un par de periodistas con grandes cámaras fotográficas, metidos como sardinas dentro de un minúsculo coche color azul pálido, quienes regresaron a la gran ciudad con la noticia de que habían sido descubiertos los restos de un velero y que, supuestamente, era el Húngaro, que había desaparecido hacía treinta años, durante una de las grandes tormentas de verano de Kopek, con su capitán, su esposa Marta y su hija, Araceli, a bordo.

Paula no quiso prestar oídos a los periódicos que su padre leía en voz alta y que dedicaban espacio a la noticia del hallazgo del pecio. La niña tan solo subía a lo alto del faro y, en silencio, se quedaba durante horas contemplando los restos ennegrecidos del navío.



FIN

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