martes, junio 19, 2018

Guardia de televisión: reseña a la primera temporada de «The Wire: Bajo Escucha»

Título original: «The Wire». 2002. Episodios de 59 minutos. Drama policíaco, investigación policial. Creador: David Simon. Dirección: VV. Guión: VV. Elenco: Dominic West, John Doman, Deirdre Lovejoy, Wendell Pierce, Lance Reddick, Sonja Sohn, Seth Gillian, Domenick Lombardozzi, Clarke Peters, Andre Royo, Michael Kenneth Williams, Jim True-Frost

«The Wire», lenta donde las haya, no llega a presentarse como un hilo aburrido del que se van colgando ganchos estériles que atraigan la atención para aguantar otros 300 segundos más hasta el final, de trampas de tramoyista; a cada episodio no le sobra una sola coma y respira un trabajo de guión como pocas veces se pudo haber escrito desde que el oficio dejara de ser tan prestigioso

Si el pensar común de los decanos del lugar no ha cambiado de parecer ante los demostrados excesos de la adaptación de cierta saga literaria perpetrada por un tipo que quería ser un autor de novela histórica sin estudiar Historia, La Serie (así, con mayúsculas) debería seguir siendo «The Wire», un producto televisivo de comienzos del s. XXI que, si no la veías entonces por donde fuera, hacía de ti un auténtico Pringado (con mayúsculas igualmente). Pero ya sabéis que soy perro que gusta de huesos viejos, de ahí que hoy me toque hablar de este thriller policíaco que sentó un antes y un después en el infecundo panorama de las series de este género; un pico en la gráfica, de esos que se salen del papel sábana.

El argumento de «The Wire» nos apea en una ciudad prácticamente en ruinas, de perfil amoral. Un Baltimore de edificios abandonados, negocios cerrados, paro y corrupción; un escenario ideal para un reparto coral en el que todos los personajes involucrados, o una gran parte de ellos, son individuos que recorren un camino granado de obstáculos familiares, vitales y laborales; quizá no recorran un camino, sino ambos extremos de un callejón sin salida del que no logran averiguar cómo entraron en él.

Por un lado está la propia investigación policial del entramado de narcotráfico y corruptelas de Avon Barksdale, un auténtico fantasma, con ese dédalo de agentes de dudosas capacidades, más dudosos padrinos y más extraños enemigos, a los que se unen confidentes y colaboradores en una cruzada en la que nadie cree y que se lucha sobre tierra fangosa y de herejes. Encabezan el reparto el inspector de homicidios Jimmy McNulty, la oficial de narcóticos Kima Greggs y el teniente Cedric Daniels, seguidos muy de cerca por Lester Freamon (un extraordinario policía condenado al ostracismo del departamento de Empeños por haber pretendido hacer bien su trabajo en Homicidios). Todos ellos son ovejas negras, parias, nombres escritos a máquina en un expediente escasamente brillante pues tienen el defecto de gustarles meter el dedo en la llaga y en el ojo de quien no deben. Son unos apestados en el Departamento, imperfectos; alguno incluso algo corruptible. Juntos acaban formando una ecléctica unidad de investigación en los sótanos de la comisaría central, siendo capaces de hilar, a golpe de vigilancia y escucha telefónica, un caso por el que mataría cualquier fiscal.

Por otro lado está la trama de los mismos criminales, aunque esto no es del todo cierto. Es la historia de D’Angelo Barksdale, quien se presenta como un muchacho fuera de lugar al que su tío, el misterioso amo de las calles de Baltimore, salva el pellejo durante el transcurso de un juicio por homicidio. Este personaje es el único que muestra una clara evolución y el que confiesa vivir una pesadilla; es, de nuevo, el argumento del individuo que ha nacido en el seno de una familia poderosa y que se niega a coger las riendas y a ensuciarse las manos. ¿Pusilanimidad, cobardía, sentido común? Su vida es un pequeño revoltijo: joven, con un hijo a cuya madre no ama, se encarga de la distribución de “mierda” en las casas baratas de Baltimore y, sentado en el sofá que preside el patio común, observa el escenario por el que deambulan drogatas, camellos y policías; sueños rotos junto a jeringas infectadas. D’Angelo es el propio Baltimore; quiere salir de ese hoyo y hasta es capaz de entregar a su tío a cambio de una oportunidad, pero la familia es la familia, Baltimore es Baltimore, y todo seguirá igual de podrido.

Como toda serie que marca un antes y un después, y con los años que han pasado desde su estreno, tiene una personalidad propia e imposible de encontrar en otras tantas del género por aquel entonces y que sería una locura emitir en nuestros días: palabrotas, brutalidad policial, violencia y unos diálogos tan demoledores que no pueden dejar indiferente a nadie, como cuando D’Angelo se sincera con sus colegas de sofá, o cuando tratamos de conocer más a fondo al drogadicto Bubbles u Omar despliega toda su ira; almas que la ciudad ha masticado y vomitado.

«The Wire» toca muy de cerca la corrupción diaria y demuestra cómo un simple camello de barrio, con lo que saca al día, puede estar untando el bolsillo del próximo fiscal o juez; incluso al director de la Policía de la ciudad. Ese es el elemento perturbador al que se enfrentan un puñado de hombres y mujeres con o sin placa, que tratan de limpiar las calles de la ciudad a la que aman y a la que, impotentes, solo pueden verla agonizar.

Es La Serie también para comprender cómo deberían hacer las cosas en la HBO, y también como lo hacen, con esos capítulos kilométricos de los que tan mala nota han tomado las series españolas, que se agotan a los 30 minutos pero que extienden sus capítulos hasta unos asmáticos 70 minutos. Pero «The Wire», lenta donde las haya, no llega a presentarse como un hilo aburrido del que se van colgando ganchos estériles que atraigan la atención para aguantar otros 300 segundos más hasta el final, de trampas de tramoyista; a cada episodio no le sobra una sola coma y respira un trabajo de guión como pocas veces se pudo haber escrito desde que el oficio dejara de ser tan prestigioso.

La segunda temporada da un giro de escenario, aún siguiendo en Baltimore, con unos agentes de Policía que han conocido, una vez más, el reverso de la medalla por hacer lo que se supone se espera de ellos. Pero de todo eso ya trataremos en una próxima reseña.

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