Dicen por ahí que el feminismo más hostil y degenerado ha muerto ante la merma de bulto vista en las manifestaciones del pasado 8 de marzo en España.
A decir verdad, esa disminución en decibelios se ha notado incluso bajo mi ventana, con dos escasos centenares de bocas que seguían a la flautista del megáfono. En su práctica totalidad bocas pertenecientes a féminas que aún no han llegado al final de la educación obligatoria, por eso de que cualquier excusa en buena para faltar a clase.
Con la admiración y respeto que me merecen mi madre, sus antecesoras y las mujeres actuales cuya fuerza no se va en consignas memorizadas, este día señalado se ha convertido en una farsa para las pijoflautas y las niñas consentidas. Podría explayarme a gusto, una vez desalterada la sangre, pero solo quiero traer a estas líneas una experiencia personal que viví aquel año en el que se llamó a todas las mujeres no solo a manifestarse, sino a la huelga en modelo plastificado islandés, extremo que secundaron creo que únicamente las presentadores de televisión y radio, cuya ausencia en las ondas no afectó al movimiento de rotación de la Tierra (suceso que nunca más se repitió). Una experiencia que, como en Misa, es justo y necesario que no se quede únicamente en mi recuerdo.
Como iba diciendo, ese día en concreto de ese concreto año, por motivos personales que no vienen al caso tuve que mover las piernas hasta cierta oficina, en la calle de al lado, en busca de unos papeles que tenía que firmar y retirar. Dicha oficina estaría compuesta por cuatro mujeres y un hombre. Me atendió una mujer que llamaremos Adelaida (al hombre lo llamaremos Iago).
Ya había tratado con Adelaida antes y era quien se encargaba de mi asunto. Y desde la fracción de tiempo 0,05 desde mi entrada, me estuvo dando la barrila con lo de la huelga y que ella debería haberla secundado y haber ido a la manifestación, llevando de la mano a su hija para que aprendiera, todo ello en plan Wonder Woman con la manicura perfecta. Yo, con cara de circunstancias, tan solo esperaba a que me pusiera los papeles delante, firmarlos e irme a tomar por saco. Pero la tía no sabía o no quería saber leer mi expresión facial y corporal, por lo que siguió hasta el punto de preguntarme por mi hermana y si se había unido al taconeo tras pancarta, a lo que le respondí que ella es trabajadora autónoma. Más claro, agua.
Los dichosos papelitos a firmar y retirar tenían que brotar de las tripas de una impresora, pero ésta se negaba a cumplir con la orden telemática. Supongo que tendría derecho a hacer huelga, ¿no?, por eso de ser la impresora y no el impresoro… Pues, a todo ello, nuestra Adelaida, ni corta ni perezosa y con una sonrisa Profident, me dice haciendo pucheros:
—La impresora no funciona y Iago no está… Tendré que esperar a que él vuelva y la arregle.
Ni se molestó en abrir la tapa ni en comprobar mensaje de error alguno. Claro está que como era un aparato electrónico y se podía manchar de tinta su finísimo cutis, el pichita ya se encargaría de salvar el día en cuanto volviera del baño, de tomarse el café o lo que estuviera haciendo.
Yo, entonces, me marqué un gesto digno del MEME de Gene Wilder en «Un mundo de fantasía».
¡Toma ya! ¡Bravo, Adelaida! Tú sola representaste a la cohorte feminista del mucho ruido y pocas nueces.
Tras aquel día revelador, “algo cambió en el mundo”.
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