Resulta harto complejo el introducirse en la mente de un hombre condenado y encerrado entre las graníticas paredes de una celda, aspirando vaharadas de humedad y desasosiego; tanto como el formarse una superficial idea de cómo piensa destrabar el cerrojo de la pesada puerta que es el primer obstáculo que se interpone entre él y la ansiada libertad de la que ha sido privado; burlar a los carceleros, siempre acechantes como depredadores, y poner millas de distancia con respecto a la mansión de los malditos. Pero con el caso de un tal Claude-François-Dorothée, marqués de Jouffroy d’Abbans, vamos a hacer un pequeño esfuerzo imaginativo, espiarle por entre los barrotes de la puerta y observarle en su creciente decrepitud. Quizá no se haya dedicado aún a contar las piedras que le rodean, probablemente no tenga la oportunidad; mucho menos a ponerles nombre y a hacerse amigo de algún ratoncillo avispado y dócil con el que plantar cara a la soledad; tampoco a conocer a un viejo ábate con el que asociarse en una evasión fantástica y disfrutar de unas riquezas que se escapan de lo meramente concebible. Claude no es Edmond Dantés, ni llegará a saber quién es, pues fallecería una década antes de que Alejandro Dumas publicara una de sus obras cumbre, aunque comparte con el personaje de ficción algo muy especial: acabar con los huesos entre rejas, en un insalubre chateau rodeado por las aguas del mar, en la isla de Santa Margarita (La Provenza) por culpa de una traición, por ambicionar la misma mujer que su enemigo, oculto y más poderoso. Claude no es que haya violado el Décimo Mandamiento de las tablas de Moisés, según la Iglesia Católica; simplemente se ha enamorado de la misma dama en la que Carlos Felipe de Borbón, para más señas, conde d’Artois, hermano de Luis XVI y futuro Carlos X de Francia, había puesto sus ojos, corazón y lo que conviniera. Por si fuera poco, d’Artois era el jefe del regimiento Borbón, donde prestaba el real servicio de las armas nuestro héroe.
Por todo esto y más, según las crónicas que hemos consultado y que no son coetáneas y beben en demasía del espíritu romántico decimonónico (pues Claude tampoco es que se viera envuelto por las frías sombras de una celda, con un ventanuco al que asomarse, tras los barrotes, al mar; un rectángulo por el que se cuela con timidez el sol y algo de calor, por donde se escurren los gritos de las gaviotas; un cuadro vivo desde el que observar el transcurrir de la vida misma).
El marqués de Jouffroy d'Abbans disfrutaba de una condición nobiliar y no villana. Su situación era bien diferente.
Claude puso en funcionamiento su mente ilustrada para poner coto al tedio y hacer frente a la tortura del tiempo transformado en obstinada tortuga, caminando con tiento desesperante por el suelo de la celda, convertido en el manifiesto del reloj de sol de cientos de horas al día, siempre que hiciera buena meteorología. Y pronto reparó en las galeras reales que hendían sus brazos de madera en las procelosas aguas; observaba su avance, imaginaba el esfuerzo y la contracción en los rostros de los galeotes, y se hizo la luz en su cabeza. Claude vivía los asombrosos años de la Ilustración, del nacimiento de nuevas máquinas e ideas y de la continuidad de los estudios científicos, olvidados durante largos siglos de imperio de la necedad, la superstición y la mera supervivencia entre la podredumbre, a merced del miedo. Claude es uno de esos hombres de Letras y Ciencias y, en su celda de Santa Margarita, comienza a trazar las líneas de un concepto revolucionario y que fue tomando forma gracias a los estudios y hallazgos de Denis Papin (1647-1712) y los hermanos Jacques-Constantin y Charles Augustus Perier (creadores de la bomba de fuego Chaillot); y mientras lo hacía, vivía ajeno a cómo cambiaría su trabajo el mundo y esperaba su pronta liberación, pues Claude no era ningún Edmond Dantés.
Una vez liberado y retornado a la Corte, Claude desarrolló un primer navío de trece metros impulsado por vapor llamado Palmipède. La máquina da impulso a unas aletas equipadas con aspas giratorias y se lo vio navegar en 1776 por el río Doubs, un afluente del Saona, tributario del Ródano.
Ya en 1783 Claude creó el Le Pyroscaphe, de 46 metros de eslora, cuyo diseño, más allá del empleo de una máquina de vapor, debe bastante al navío de guerra tardoromano impulsado por fuerza animal conservado en textos medievales. El Pyroscaphe navegó con éxito por el Saona el 15 de Julio de ese mismo año, demostrando su versatilidad y utilidad, pero la Academia de Ciencias de Francia prohibió el uso del invento del marqués de Jouffroy d’Abbans y Jacques-Constantin Perier, un poco envidioso, recibió gustoso el encargo del ortodoxo Organismo de inspeccionar a fondo los planos y el modelo. Sin embargo, todo intento por salvar el proyecto o hundirlo en el fango burocrático o de salón quedó en el olvido con el estallido de la Revolución en 1789.
Jouffroy d’Abbans, quien murió en la indigencia y por culpa del cólera en 1832, por recibió reconocimiento alguno en vida. Ocho años después, las instituciones galas dieron el suficiente mérito a sus esfuerzos; pero ya nada se podía hacer, pues en 1803 Robert Fulton asombró al mundo con su barco de vapor.
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