Stephen King tira de nostalgia y de juventud perdida a través de un muchacho de 21 años, de corazón roto, que se enfrenta a lo inexplicable y a un despertar a la madurez
El Maestro de Bangor presta su arte narrativo a un Devin Jones entrado en la sesentena, para que rescate del fondo de su memoria vital, tirando de la cadena nostálgica del ancla, su año 1973; aquel en el que su novia lo abandonó por otro tipo más alto, rico y guapo, conduciéndole a tomarse muy en serio en tomar la vía rápida y suicidarse; pero también aquel en el que pudo acabar asesinado a manos de un serial killer. Aquel mismo año en el que descubre el mundo de las ferias en el parque Joyland, en Carolina del Norte; en el que conoce a dos magníficos amigos, de esos que aguantan a tu lado toda una vida, así como a un chico muy especial y logra perder la virginidad con la madre de este último.
El Maestro de Bangor presta su arte narrativo a un Devin Jones entrado en la sesentena, para que rescate del fondo de su memoria vital, tirando de la cadena nostálgica del ancla, su año 1973; aquel en el que su novia lo abandonó por otro tipo más alto, rico y guapo, conduciéndole a tomarse muy en serio en tomar la vía rápida y suicidarse; pero también aquel en el que pudo acabar asesinado a manos de un serial killer. Aquel mismo año en el que descubre el mundo de las ferias en el parque Joyland, en Carolina del Norte; en el que conoce a dos magníficos amigos, de esos que aguantan a tu lado toda una vida, así como a un chico muy especial y logra perder la virginidad con la madre de este último.
Devin contaba con 21 años y una vida que no sabía aún como encarrilar.
La novela, según la presenta la editorial, gira o se ambienta en un parque de atracciones con fantasma incluido, el de Laura Gray, que fue asesinada en una instalación de las llamadas oscuras; sin embargo, pronto daremos cuenta de que el fenómeno paranormal es residual en una historia que, por la simple razón de haberse salido de padre y de las marcas mínimas de extensión y número de palabras, ha terminado siendo una novela y no un relato de larga duración que habría tenido todas las papeletas para acabar cerrando filas en un recopilatorio en plan «Corazones en la Atlántida».
Resulta improbable que cualquiera que se considere aficionado a las obras de Stephen King no distinga en la narración elementos familiares o de la casa, incluso robados a otras historias anteriores en el tiempo; así, por nuestro paladar se arrastrará cierto regusto a «El resplandor», «El cazador de sueños», «La zona muerta», «Cementerio de animales» y otras muchas obras, mayores y menores, firmadas por este prolífico autor, quien tan solo tenía en mente, con «Joyland», escribir una historia de descubrimiento vital, recuperar un retal de memoria de un hombre entrado en años que quiere compartir con quien quiera el mejor y peor año que le tocó vivir; siendo, por ello, que no encontraremos el viejo y acostumbrado thriller, sino la historia personal de ese chico que se va a trabajar a un parque de atracciones al borde del colapso financiero; una historia detrás de las luces, colores y tinglados en los que la música está a todo volumen, de trastiendas donde los coniles no asoman la nariz: de un lugar sobre la Tierra en la que se vende diversión.
Devin relata su historia en dos partes bien diferenciadas en el texto: verano y otoño. La primera parte, alrededor del 65% del libro, sirve para adentrarnos en Joyland como novatos (trabajadores de temporada que nunca más volverán) que tienen que aprender de todo y deprisa a cambio de un salario ridículo que les servirá para pagar sus estudios universitarios. Entre casetas de feria, manchas de grasa y jerga de feriantes, Devin aprovechará para tratar de curar las heridas abiertas, provocadas por su nada discreta y sensible exnovia, e irá poniendo oídos a los que le susurran los secretos del parque, entre los que sobresale con luz propia el asesinato perpetrado en la Casa Embrujada y el fantasma de la chica muerta, que se suele aparecer a los novatos. Devin llega a ansiar encontrarse con el espectro y hasta le tiene envidia a su amigo Tom, que la vio un día que libraron del trabajo y que lo pasaron en Joyland como simples paletos.
El único momento en el que alcanzaremos a sentir (si se siente (yo sí)) un escalofrío recorrer el espinazo será al escuchar a Rozzie Gold-Madame Fortuna advirtiendo a Devin acerca de la Casa Embrujada y dos niños a los que conocerá, además de que, como era de esperar en toda pitonisa de feria, se cierne un peligro sobre su vida.
Entre experiencias laborales de todo tipo y cotilleos, el verano se nos pasa sudando a chorro.
Cuando las primeras hojas de los árboles comienzan a alfombrar el parking de Joyland y Devin consigue que se le amplíe el contrato de trabajo (por el capricho de poder encontrarse con el fantasma de Laura Gray), es cuando conocemos a las otras dos personas que se nombran muy de pasada durante las primeras ciento y pico páginas: Annie y Mike Ross, madre e hijo, quienes viven en una de las casas de ricos junto a la playa y en los que confluyen el elemento paranormal y la salvación de Devin cuando se alcance el clímax final, al desenmascararse la identidad del asesino en serie que hizo su última parada criminal en el tren de la Casa Embrujada de Joyland.
Mike resulta ser un chico afectado por una grave enfermedad que lo condena a una vida muy corta, pero que resulta estar en posesión de un don que comparte con el fanático religioso y charlatán de su abuelo. A pesar de su importancia y de lo bien que cae el chaval, al igual que Devin (nuestro John Smith («La zona muerta») de esta historia), vemos que su intervención en el texto como elemento paranormal es forzado. Incluso Annie, su madre, esa dama de hielo que, con dificultad, acaba derritiéndose ante Devin, regalándole otro despertar con el que olvidar al hombre que era antes de ese verano de 1973, no resulta estar presentada de una forma muy correcta. Para cuando se nos sirve a estos dos personajes, el plato está frío. Habría sido mejor idea la inclusión activa de este par de personajes sin tener que esperar al otoño.
Respecto al hard crime case de Joyland, King juega a marearnos la perdiz con la identidad del autor del crimen, aunque en ningún momento llega a explicar con un mínimo de fundamento porqué debemos dirigir nuestras pesquisas hacia los trabajadores del parque de atracciones. Juega con deducciones simplistas que, al final, nos llevan a detener nuestro avance detectivesco y a acusar con el dedo al personaje que menos era de esperar a priori, pues no nos hemos percatado, por culpa de la bondad y falta de malicia (además de ciertos prejuicios) de un chico de 21 años, natural de Maine, de que el asesino cuenta con la ventaja de tener cara y mascara. Sin duda alguna, el autor debe recelar de las personas que siempre están sonriendo y que se muestran demasiado amigables, sin que hubiera nada más negro en ellos que la sombra que proyectan un radiante 4 de Julio.
La resolución del libro no resulta muy trabajada, aunque lo está mucho más que otros títulos de King. No es un apelotonamiento de sucesos en un embudo conectado directamente a nuestras gargantas y mentes que termina por atragantarnos; pero es lineal y falto de originalidad, con la inclusión sin necesidad de elementos mediúmicos para salvar al héroe.
Aún así, la última escena cierra bien el ciclo narrativo por su emotividad y dramatismo, sin resultar pegajoso; es sincera, como toda la historia de Devin Jones.
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