Título original: Casablanca. 1942. EEUU. Blanco y negro. Dirección a cargo de Michael Curtiz. Guión a cargo de Julius J. Epstein, Philip G. Epstein, Howard Koch y Casey Robinson, basado en la obra teatral Everybody comes to Rick’s, de Murray Barnett y Joan Alison. Elenco: Humphrey Borgat, Ingrid Bergman, Paul Henreid, Claude Rains, Conrad Veidt
Una película de amor y suspense que apuntala el movimiento propagandístico antinazi y gaullista, recordándonos que debemos luchar por aquello que amamos, por muy alto o desagradable que pueda resultarnos el precio a pagar
Buena parte de la culpa de que las películas que entran en el saco de las “de culto” no sean conocidas ni reconocidas por la mayoría del público la tiene esa insana idea de que son plato tan solo del gusto de bocas desdentadas de las viejas (o no tanto) glorias de la crítica cinematográfica, investidas con los atributos de su poder por medio de enormes gafas de pasta, arregladas perillas y bigotes por entre las que se descuelgan enfermizos y nasales hilillos de voz.
Y Casablanca es una de estas víctimas.
Es un título que deja ciego a quien se atreva a consultar las páginas polvorientas de cualquier enciclopedia dedicada al cine, así como las bases de datos de Internet que se dedican a destripar, una a una, todas las películas que pueda, cuantas más mejor; incluso es posible encontrarnos con su cartel enmarcado y colgado de una de las paredes del despacho del profesor más pedante al que nos podamos haber enfrentado durante nuestra etapa universitaria (esto último lo extraigo de mi propia experiencia personal). Es como si emitiera una perniciosa radiación.
Casablanca destaca en boca de todos como la joya imperfecta a la que nadie quiere renunciar; un filme con el que nos contentábamos con visionar una y otra vez las trilladas escenas de “tócala, Sam”, “siempre nos quedará París” y “presiento que éste es el inicio de una hermosa amistad”, todas ellas encerradas entre los estrechos y pesados márgenes del blanco y negro.
La idea nació en la Costa Azul, en un Café, escuchando a un pianista que interpretaba la canción «As Time Goes By», pieza compuesta por Herman Hupfeld para un musical de escaso éxito y recorrido de la década de 1930 (que a poco no llega a escucharse en la película por culpa del codicioso Max Steiner, quien quería sustituirla por una composición propia y forrarse con los pertinentes royalties). En aquel Café se encontraba al menos Murray Burnett quien, junto a Joan Alison, escribiría el libreto de Everybody comes to Rick’s, una obra de teatro musicalizada que pasó apática por los despachos de los productores de Broadway y, luego, por los de Hollywood . El día que cayó el guión en la Warner, Irene Lee, lectora de guiones a sueldo de la productora, escogió de entre todo lo que se le ofrecía el firmado por Burnett y Alison y le encantó tanto el argumento que convenció al productor Hal B. Wallis para que se hiciera con los derechos cinematográficos de la obra. Wallis supo observar las notas de exotismo escondidas en el libreto que podrían llevarle a financiar una película que le encantaría al público; eso sí, primero habría que cambiarle ese horroroso título.
El proyecto de Casablanca fue entregado a los hermanos y guionistas Julius y Philip Epstein, quienes empezaron a perfilar las escenas, dotándolas de cinismo y humor, mientras se buscaba los actores del reparto, cosa que no resultó nada sencilla. Pero, de pronto, los Epstein fueron reclamados por Frank Capra para escribir varios de sus documentales patrióticos y el guión cayó en las manos de Howard Koch, que encaminó sus diálogos hacia una mayor moralidad acorde con los tiempos de guerra que se vivían; mas hubo un cuarto guionista en discordia, Casey Robinson, que aportó su granito de arena en cuanto a las escenas más dotadas de sentimentalismo.
El guión se iba entregando casi en fascículos a los actores, aún con la tinta fresca y a pocos minutos de iniciarse los ensayos. Ingrid Bergman declaró en una entrevista que aquella forma de trabajar era una locura, pues ni siquiera sabía qué escena seguiría a la anterior, ni qué aportar a su personaje, pues estaba inacabado. Por no saberse, no se supo hasta el último momento si Ilsa se iría con su marido, el idealista Víctor, o se quedaría en tierra junto al cínico Rick.
Tampoco es que el ambiente durante el rodaje fuera muy apacible, pues el director, Michael Curtiz, era un vendaval cada vez que se ponía detrás de la cámara o discutía con sus asistentes.
Pero si Casablanca tiene algo de sentido y lógica en mitad del desconcierto total que se vivía en el set, es gracias al montaje final a cargo de Owen Marks. Gracias a este hombre disfrutamos de una historia de amor y expiación, de un triángulo de sentimientos y corazones rotos en las calles y locales de una ciudad marroquí, último lugar de acogimiento para cientos de refugiados políticos (Ingrid Bergman, Paul Henreid, Claude Rains, Conrad Veidt y Peter Lorre lo eran en realidad) que huían a la desesperada de la guerra, sintiendo en la nuca el aliento pútrido de la esvástica nazi, y que acumulaban dinero, a la para que desesperanza, pretendiendo obtener un visado que les permitiera subir a bordo del avión que hacía la ruta Casablanca-Lisboa y, desde la capital lusa, poder dar el salto a América.
Gracias al buen hacer de Marks, sabremos por fin la razón de ser de la nostálgica canción que se repite una y otra vez, del mosqueo de Humphrey Bogart, cuando Sam la interpreta, y del rostro sorprendido de Ilsa (Ingrid Bergman); todo encajará con asombrosa suavidad entre las luces y las sombras donde acecha el peligro y nadie parece ser lo que realmente es.
Es una historia que recibe su fuerza vital de sus diálogos chispeantes, sin que por ello mermen la carga moral y sentimental; están ajustados y son de buen talle para todos y cada uno de los personajes; una calidad en la facturación de la que tanto adolece el cine y televisión actuales, que confunden este buen hacer con esculpir papeles tontos que solo dicen tonterías.
Aunque el final no sea feliz deja buen sabor de boca gracias a sus personajes y sus interacciones: desde el cínico y despreocupado Rick o el corrupto y desvergonzado prefecto de policía Renault hasta el último de los nombres en el elenco de personajes en los que luce el refinamiento y las buenas maneras adornadas con la mayor ferocidad dialéctica posible entre amigos y enemigos mortales. Humphrey Bogart interpreta un personaje ajustado por un sastre a su figura y porte físico y profesional: seco, egoísta y distante, es un hombre que nunca tiembla hasta que la única mujer que amó realmente se vuelve a cruzar en su camino hacia ninguna parte; Ingrid Bergman es la mujer desestabilizadora que no solo aporta una belleza nórdica y serena, tan deseada en aquel Hollywood en blanco y negro, sino el impulso a un tren cargado de sentimientos que brotan con cada sonrisa y cada lágrima…
Casablanca, para dar punto final a este crítica, comenzó a rodarse a los pocos meses de entrar los EEUU en la segunda guerra mundial, aunque la nación llevaba desde 1939 participando de forma soterrada en la misma por medio de bloqueos políticos y económicos, apoyando al Reino Unido; por lo que la pátina moral de guerra de Howard Koch no desentona con el aspecto general de Hollywood y resulta obvio que es una especie de respuesta cultural a la caída de París y Francia entera. Nada es casualidad en la cinta a este respecto, por lo que se hace hincapié en la lucha antifascista y se apoya sin ambages a la Francia Libre de De Gaulle con la escena de «La Marsellesa» en Rick’s (que sería plagiada en el capítulo navideño de la serie regular “V”). Una película de amor y suspense, que apuntala el movimiento propagandístico antinazi y gaullista con París como objetivo final: recuperar la ciudad de la luz y la libertad, luchar por aquello que amamos, por muy desagradable que pueda resultarnos el sacrificio.
1 comentario:
El papel principal se lo ofrecieron a Ronald Reagan (sí, el presidente). Lo rechazó (se arrepentiría mil veces). Supongo que si lo hubiese aceptado hubiese cambiado no sólo la historia del cine sino de la política estadounidense.
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