Dormía parapetado tras las escarpadas rocas de tela de sábana, desde las que me asomaba a un insondable abismo en el que me esperaba una desagradable caída hacía un suelo liso y de oscuro linóleo. Allí me encontraba mientras vivía los últimos sueños del duermevela. Esos tan extraños… En muchas ocasiones olvidados, en pocas recordados. El manto de las tinieblas se fue levantando como si cientos de hombres diminutos tiraran con ahínco de una larga cuerda tranzada, enroscada como una serpiente constrictora en incalculables poleas. Esfuerzo tras esfuerzo, tirón tras tirón, permitían el acceso a mi cabeza de una sensación que me acompañaría, ya, durante largos días. Era un dolor que me confundiría y que dejaría en mi cerebro cierta contaminación oleosa. Mi masa gris parecía haber encogido en su mar, lejos de las costas de hueso, a la deriva perpetua. Era un “Octavius” con un único tripulante superviviente.
Sabía, de buena tinta, que no aguantaría mucho apoyado sobre las plantas de mis propios pies, una vez que abandonara mi refugio y cubriera la agreste extensión de legañas que me separaba del cuarto de baño, con sus vapores de agua caliente para la esperada y rutinaria ducha, y con un eterno espejo colgado en la pared que me devolvería, una vez más, una dormida y palurda mirada.
El picor intermitente de garganta, que me había ido acompañando desde que el último resfriado hubiera dado por finalizadas sus breves vacaciones en mi cuerpo, volvió a manifestarse y mutó en una explosión inesperada y sorpresiva de tos que finalizó dramáticamente con una enorme flema de color verde brillante corriendo hacia el desagüe entre grumos de gel de ducha. Mi pecho se quejó y la extraña sensación ganó en intensidad. El derrelicto de mi cerebro se veía azotado por violentas olas en medio de una tempestad que me hacía perder el equilibrio y me nublaba la visión.
Aún así, quise aferrarme a la caña del timón o a cualquier otro punto firme del cuarto de baño, autoengañándome: aquello no era absolutamente nada… Era pasajero… Vamos, que no podría tumbarme.
Como en otras tantas ocasiones, me equivoqué.
Llegué hasta la cocina y me senté ante un humeante café. Mis párpados comenzaron a pesar como losas y todo mi cuerpo bailaba al son de un mar de otro mundo.
Sentí que naufragaba cuando se me cerraron por completo los ojos, incapaces de permanecer alertas al mundo. Mi boca se hizo pastosa. Me dejé llevar hasta la taza del wáter para deshacerme de media libra de asquerosa materia amarillenta y blancuzca que expulsaba con violencia casi divina. De mi garganta al fondo de un pozo de agua. Eran los indeseables huéspedes que habían ocupado las habitaciones que disfrutó un resfriado que no había pagado la cuenta.
Caí de nuevo tras las rocas de sábana, en el calor de madriguera y dormí y dormí, siempre cansado, siempre soñando.
Había hecho justo lo que se esperaba de mí: accionar la trampa de una infección respiratoria. Pastillazo tras pastillazo… Sensación de inutilidad total hizo presa de mí, sobre todo cuando el bote del jarabe se hizo mil pedazos de cortante cristal y pegajoso líquido rosa al escaparse de entre mis manos y actuar conforme a la Ley de la Gravedad.
Los días y las noches se confundieron en pasajes interminables de sueños entrelazados en una vasta telaraña antigua como el mundo mismo. En los momentos de lucidez, las palabras brotaban de las cavernas de mi mente, limpias y hermosas, como si todos los libros que quisiera escribir ya estuvieran terminados y no tuviera otra cosa que encontrarlos y limitarme a leerlos de viva voz. Me topé de casualidad con una biblioteca abovedada y oscura, pero se me ha olvidado el camino para regresar de nuevo a ella.
Esa habitación perdida es lo único que echo en falta de aquellos días perdidos, en los que dejé mis preocupaciones y deberes dentro de una botella de color verde oscuro.
Haciendo gala de mi habitual terquedad, creí que el momento de volver al mundo real era el miércoles pasado. Fui hasta aquí y me senté delante de este mismo ordenador, protegido por los cinco mamparos de mi cubil. Todo se encontraba desparramado sobre la mesa e, inexplicablemente, me habían hasta desactivado el wifi. El enojo supremo me devolvió al mundo de los vivos, pero también al de las profundidades, a los abismos del mar inquieto que rompía de nuevo los amarres de mi cerebro.
No han sido los días anteriores, ni los posteriores, fáciles para mí ni para nadie que estuviera a mi alrededor. Momento de rogar perdón a estos. Sí, de eso y más.
Aquel miércoles pasado pude haber escrito todo esto y haber reiniciado la andadura de mi blog, pero no me veía con ganas. Se me antojaba un desafío imposible de afrontar un día como aquel, en el que dediqué gran parte del tiempo con los ojos cerrados, con amplias respiraciones, tratando de presentar resistencia a la Náusea, a la oleada que trataba de derribarme tan lejos de casa, de mi isla segura, de mi alcoba.
Pedir perdón a vosotros por esta repentina desaparición y regreso, en cuanto al silencio del blog, puede ser un detalle de escasa humildad por mi parte, como si en el fondo hubiera sido algo que trastocara vuestra vida… Quizás sí ha despertado vuestra extrañeza.
Espero, al menos, saber que os alegráis de que las calderas de ENMP vuelvan a calentarse. También espero retomar los viejos proyectos y terminarlos de una vez por todas. Tengo ganas de ello. No queda otra.
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