viernes, julio 06, 2012

6 de Julio de 2012


Jesús Adonis Martínez
La Habana (PL) Quien camina por La Habana Vieja pierde pronto la noción de la mesura, la habilidad para conocer las cantidades precisas, para ordenar la realidad que se despliega ante sus ojos.

Esta es la “Ciudad de las Columnas” –como hizo notar el novelista Alejo Carpentier-, pero el caminante no solo encuentra a su paso una procesión de columnatas y soportales, también una intermitencia de tejados, cúpulas y torrecillas, un brocado de rosetas y vitrales, un rosario de balcones disímiles, una maraña de verjas y guardavecinos, en fin, una mezcolanza de estilos arquitectónicos que denuncian el paso de los siglos y la inconstancia del hombre en estas tierras.
Llegado a la Plaza de Armas, el transeúnte debe sortear ese otro mundo barroco –en realidad “un estilo sin estilo”, decía Carpentier refiriéndose a la arquitectura- que forman los polvorientos volúmenes arrumbados, sin orden ni concierto, en los estantes de mercaderes que intentan sumar al morral de cualquiera, por un precio dramático, un libro de versos o de cocina, una novela picaresca o la biografía de un héroe…
Custodiado por edificaciones señoriales –el Palacio de los Capitanes Generales, el Palacio del Segundo Cabo, El Templete con su ceiba mítica…-, el caminante hace su azarosa elección, atraviesa la plaza y penetra en el inmueble más imponente de todos: el Castillo de la Real Fuerza, donde el caos habanero adquiere semblante de roca sólida, de baluarte inquebrantable, anclado en el tiempo y la memoria.
La antigua fortaleza hispánica es hoy un museo, un sitio, supuestamente, para admirar y confirmar en reposo la imperturbable muerte de los objetos y los hombres.
Sin embargo, el recién llegado no encuentra sosiego entre sus piedras, sino en todo caso una provocación a su alma viajera, una crónica múltiple del arte de la navegación.
Barcos ingleses, españoles, franceses; buques de guerra, mercantes o piratas: toda una improbable flota reproducida con minuciosa fidelidad.
El visitante, sorprendido, olvida la pétrea arquitectura y repara en los objetos; poco a poco, se abisma, se pierde en las aguas del pasado....
Así llega ante un prototipo marítimo de mayor envergadura que el resto; un remedo meticuloso de la más grande embarcación de línea de todos los tiempos: el Santísima Trinidad, orgullo de la Armada Española a fines del siglo XVIII.
Un equipo de ocho orfebres habaneros copió, pieza por pieza, esta nave y reflotó así, en la misma rada donde inició su travesía histórica, la mayor leyenda naval del imperio español.
Gracias a la cooperación de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana y la organización no gubernamental canadiense Amigos del Santísima Trinidad, la célebre nave volvió desde marzo pasado, reducida a escala de 1:25, a las primeras coordenadas que marcó su bitácora.
La labor artesanal fue prolija: la curiosidad del visitante descubre cada departamento del navío, desde el sollado –dividido en múltiples estancias: bodegas, santabárbara, dormitorios, despachos, salón de operaciones…- hasta la arboladura, con su enramada de cabos y velas envergadas en el palo mayor, en la mesana, en el trinquete, en las cofas, en el bauprés.
De proa a popa y de babor a estribor, no falta un solo componente, un ínfimo mecanismo.
El individuo que ha atravesado la antigua Villa de San Cristóbal de La Habana ha debido percibir en su camino algunas de las escalas del barroco tropical, ese asombroso sin sentido estilístico; pero ahora se le revela la ciencia de lo diminuto y lo minucioso, la meticulosidad puesta al servicio de la demasía.
La nave original -construido entre 1767 y 1769 en el Real Arsenal habanero- fue sin embargo un hija ejemplar de la mayor ciudad del Caribe dieciochesco; y fue asimismo en la práctica una urbe flotante, con una dotación que superaba, por regla general, los mil tripulantes.
Ante los ojos del visitante están los diminutos hombres y mujeres de a bordo: los primeros oficiales (el almirante, el capitán…), los avezados marinos empeñados en escalar los obenques, los grumetes en su eterna faena de atar cuerdas...
Tampoco falta el ganado vacuno, las ovejas, las gallinas, los patos y hasta las ratas que hace más de dos siglo habitaron el Santísima Trinidad.
El mayor buque a vela de la historia –renacido con apenas dos metros de quilla; 42 centímetros de manga; dos metros y medio de eslora, y un palo mayor de 2,70 metros sobre la obra muerta- fue en su día el único ejemplar de su tipo con cuatro puentes en cubierta y llegó a portar, luego de sucesivas remodelaciones, la bagatela de 140 bocas de fuego.
Quien observa tal vez imagina aquella ciudad navegante, avanzando con viento en popa o cortando un mar enardecido, y, en su interior, más de un millar de almas entregadas a un único destino: sin dudas, trazos desorbitados que desde la primera jornada marinera ya presagiaban un desenlace inexorable y magno.
El Escorial de los mares –también llamado así, no solo por sus dimensiones y fasto, sino por haber sido construido con caoba cubana como el famoso monasterio herreriano- merecía una victoria rotunda o una catástrofe inexpugnable: un final de redonda coherencia poética.
En aguas europeas, el buque emblema de la flota real española integró a menudo escuadras binacionales –junto a naos francesas- con el objetivo de custodiar el estrecho de Gibraltar ante la inminencia de una penetración de la armada inglesa en el mare nostrum continental.
Sin embargo la pantagruélica embarcación solo participó en tres batallas de importancia en los anales bélicos del Viejo Continente. Las contiendas marítimas de Cabo Espartel (1782) y San Vicente (1797) obligaron a sustanciales reconstrucciones y rediseños por parte de los ingenieros y constructores de Cádiz y otros puertos ibéricos.
No obstante, estas apenas fueron escaramuzas. El Santísima Trinidad –símbolo del poderío español y de la Casa de los Borbones- habría de encontrar su final operístico en los albores de la nueva centuria.
Es muy posible que el visitante conozca los pormenores de la batalla del cabo gaditano de Trafalgar. A todo el mundo le parece haber tomado parte en las grandes gestas de la Historia.
Si es así, este hombre de mundo o de libros o, simplemente, de imaginación verá a los ingleses anular y conquistar el Santísima Trinidad, gracias al trueno de sus cañones y al genio de su comandante. Verá al gran Almirante Horatio Nelson caer en la misma jornada en que asalta la gloria e inmortaliza su nombre. Verá a los británicos esforzándose luego por mantener a flote la portentosa nave española, sin dudas, una pieza de caza mayor que daría lustre a su victoria.
Pero tras la impostura y la furia humana, sobreviene la ira incontenible de la naturaleza; como un irónico epílogo dispuesto por la pluma del mismísimo William Shakespeare, el más grande inglés de siempre.
La tempestad reclama su botín; la muerte se cuela a través de cien boquetes de obús; bajo los cuatro puentes de la nave, unos 150 marinos exhaustos intentan achicar la inundación con bombas de un solo émbolo. Inútil.
Es 24 de octubre de 1805 y el mayor buque de línea de todos los tiempos se hunde sin remedio. Ya es historia.
El visitante no tiene certeza de que los hechos hayan sucedido así, tal como los ha imaginado mientras leía la escueta reseña histórica que acompaña esta copia exquisita de una nave comida por el mar, el tiempo y ese salitre brumoso de las leyendas.
Lo bueno, después de todo o de nada, es que se siente a salvo, protegido por la piedra antigua del Castillo de la Fuerza. Tal vez, incluso, dice para sí que solo se trata de otro barco perdido en el fondo del océano; uno mucho menos famoso que el Titanic.
Ahora volverá a caminar por las calles de esta ciudad inconclusa y desmesurada. Antes de partir, todos le aseguraron que en cualquier esquina de La Habana encontraría un buen mojito.

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