(Nota: si pincháis en las imágenes, las veréis muchísimo más grandes)
Pasaban ya varios minutos de las
1430 del día 10 de Julio de 2012. El reloj marcaba la hora fijada en el billete
de tren que, durante semanas, había permanecido tranquilo en el salón de mi
casa, junto a los correspondientes para regresar a Pontevedra,
Con la incertidumbre de si la
locomotora híbrida, recién estrenada para el trayecto hacia Madrid, nos
otorgaría o no 15 minutos extra de fama y el “lujo” de compartir páginas de
periódico como ya disfrutó la pareja de ancianos que iba justo en el banco de
atrás nuestro, iniciamos la marcha. La sombra de que la máquina nos dejara
tirados en alguna parte no identificada de Zamora, -en andenes olvidados y
completando el trayecto a bordo de autobuses fletados por RENFE y a reventar de
cerebros y bocas que solo hablaban de reclamaciones-, giraba a nuestro
alrededor como una bandada de buitres.
Nietos con fotografías recortadas
de páginas de periódicos firmadas por sus abuelos... Reírse por no llorar.
Tras cubrir la distancia hasta
Vigo y desandarla para recoger a más viajeros en Redondela, comenzó el viaje en
sí. Las rías y las pequeñas calas quedaron pronto atrás. Montes sinuosos se
alzaban ante la cabecera del tren, que se hundía en mil y un túneles. Los
bosques se arremolinaban salvajes a nuestro alrededor, en precipicios, y
mostrando largas cicatrices creadas por los necesarios cortafuegos; anchas
franjas desforestadas que competían con extrañas estructuras que se perfilaban
en el horizonte y que eran imposibles de identificar. Aún seguíamos en la
insufrible Orense. Fueron tres horas de viaje para abandonar Galicia.
Los paisajes se vaciaron de la
presencia del hombre. Solo la vía era capaz de encontrase con estaciones y
andenes, algunos en activo, la mayoría abandonados y en ruinas. Huesos de un
esplendor pasado que se hizo constante hasta el mismísimo final del viaje. Me
sentía como caminando junto con la Compañía del Anillo. Ventanas tapiadas y
paredes pintarrajeadas. Techos caídos y viejos semáforos devorados por la grava,
como si fueran manjar de arenas del desierto del Tiempo. Surtidores de agua
para locomotoras de vapor se mantenían firmes como momias de centinelas en
puestos que no aparecen ya ni en los mapas.
Colinas bajo la sombra de cúmulos
libres que engañaban a los ojos, haciéndoles creer que allí había el fuego
había sembrado el miedo, se hicieron constantes.
Con cada minúsculo pueblo que
dejábamos atrás, los tejados se iban tiñendo de negro pizarra hasta que
llegamos a la espectacular Puebla de Sanabria.
Tras haber dejado atrás bosques y
formaciones rocosas que recordaban a fortalezas medievales y murallas
inexpugnables; dejando a nuestra estela extraños árboles desprovistos de hojas,
que brotaban de la dura tierra como dedos de una gigante mano esquelética,
llegaron ellos: molinos de viento, blancos y espigados, se elevaban sobre las
colinas. Pero pronto llegó el fin de su reinado.
Castilla comenzó a desbordarse a
ambas orillas, mientras continuaba la sangría de ruinas mezclada con fábricas y
naves industriales que formaban islas en medio de un mar amarillo. Algunos
recuadros verdes resistían con la ayuda del regadío, un sistema nada propio de
estas latitudes.
Las horas pasaron. El sol jugaba
a clavarse en los ojos del observador. Hacía ya un tiempo que Toro había
quedado en el recuerdo. Comenzaba a anochecer y los de RENFE nos liberaron de
la tortura de entretenimiento que supusieron la película “Paul” y la de ese
tipo del Zoo que habla con los animales.
Me había escuchado entero el
disco de música clásica, bandas sonoras y jazz, pero me daba igual. Hubo un
momento, en plena luz de campo castellano, que las notas de Hans Zimmer
llegaron a impresionarme. La soledad del paisaje, con algún árbol que cortaba
la inmensidad, acompañaba a la perfección la pieza musical.
Contemplaba el paisaje al
atardecer, disfrutando ya de toda la velocidad que podía generar la máquina. El
terreno llano se extendía hasta el infinito, sereno, hasta que se topó con la
abrupta formación de la Sierra de Madrid. Todo allí anunciaba la pronta
llegada. Incluso sentir el doloroso y último taponamiento de oídos adecuándose
al nuevo y último cambio de altitud.
Los cuatro rascacielos de la
capital se recortaron, finalmente, de forma mágica y la estación de Chamartín
nos daba la bienvenida entre las sombras y bajo el manto de la intimidad de una
noche arrogante.
Eran las 2145 horas.
Deseaba mover las piernas, pero
también llegar al hotel y descansar... O eso creía. El taxi volaba por La
Castellana. Fugaces visiones de lugares más que conocidos a través de la
televisión, me llegaban desde el otro lado de la ventanilla en una retreta
calurosa (demasiada para alguien del Norte y que tenía una presentación a la
tarde siguiente).
No podía dormir. Sudaba sin parar
y solo cuando se desplomaron las temperaturas, hacia las 0600, pude hundirme en
el mundo silencioso hasta que sonó el despertador. Ya eran las 0800.
Curiosamente no me encontraba falto de sueño, más comencé a lamentar no haber
podido repasar en el tren lo que había preparado para el evento. El traqueteo
me permitió comprobar que sufría el mismo mal cuando trataba de leer en un
autobús: me mareaba irremediablemente.
Ya me daba igual.
La ciudad esperaba al otro lado
de los anormalmente cálidos pasillos del hotel. Una ciudad que en cada esquina
me recordaba intensidad a mi Bilbao. Lo mismo daba el barrio de Salamanca que
la Gran Vía y sus calles adyacentes.
Acompañados con una botella de
litro y medio de agua bien fresca, eché en falta la cercanía del mar.
Saltamos al asfalto y me mosqueó
pasar por delante de la librería donde sería la presentación y que no hubiera
ni un triste cartel anunciándolo. Decidí no preocuparme y seguí mi camino.
Primera y principal parada tras dejar atrás la Puerta de Alcalá y Cibeles: el
Museo Naval.
Esperando a que abrieran (nos
presentamos con casi media hora de adelanto), decenas de manifestantes de la
minería pasaban a nuestra vera, junto a una excursión de un colegio alemán que
acabó tomándonos la delantera en esto de pasar la puerta del museo y el
detector de metales.
Una hora y más caminamos por
aquellos recovecos y salas repletos de Historia y objetos extraordinariamente
hermosos. Un sueño más cumplido. Un recuerdo para guardar y, lo mejor, es que
¡se podían sacar fotografías! Ciento y pico recogieron mi vieja SONY.
Por supuesto, tras salir del
museo, había que perderse en las calles del capitán Alatriste, o lo que
quedaban de ellas, como esa esquina de San Ginés con una librería que te
transportaba a otra época.
¿Preguntáis si me compré algún
recuerdo de Madrid? Pues sí, pero para nada algo “típico”: una moneda de Felipe
IV, acuñada en 1633, adquirida en una tienda numismática de la Plaza Mayor...
Tras tantos años sin poder dedicar un céntimo a mis aficiones de coleccionista,
me pareció un pecado desperdiciar la oportunidad.
Seguimos caminando un poco más.
Fue una pena que no quisiéramos
tentar a la suerte con la capacidad de nuestras entrenadas piernas. Estábamos
ya a un par de calles del Palacio Real. Sí, una pena, aunque lo que nos rodeaba
era magnífico de por sí, en una ciudad abierta como esa; por no decir que los
estómagos, que echaban en falta su acostumbrado desayuno que aquella mañana
había desaparecido inexplicablemente, rugían por el Menú del día en Cañas y
Tapas de calle Victoria, donde me clavaron 1,40 € por un café solo que fue, lo
confieso, el mejor que he bebido en toda mi vida.
Tras saciarnos y poder ser testigos de cómo, en la mesa de
al lado, cuatro viejetes (tres mujeres y un hombre) devoraban media carta a
pesar de que sus estómagos eran “delicados” y su preocupación máxima eran los
análisis de colesterol y triglicéridos, salimos de nuevo al sol. Sin quitarnos
de la cabeza la imagen de cómo conquistaron aquel cuarteto de aventureros una
fuente de ibéricos y quesos, una cazuela repleta de croquetas y otra de
salmorejo, huevos estrellados y aún estaban dispuestos a por varios platos más,
incluidas unas buenas morcillas de Burgos, hicimos la digestión de vuelta al
hotel, que estaba al lado de la librería, con una ensalada mixta y una pechuga
de pollo a la plancha. Nos cruzamos en el tornaviaje pedestre con los aromas
del Museo del Jamón mientras cargábamos con objetos comprados en el Museo Naval
y una tienda japonesa en c/ Barquillo, además de con la lotería de Doña
Manolita. Desandamos el camino no pudiéndome resistir en variar un poco la ruta
y pararme a fotografiar el palacio de Linares, recordando a Raimunda.
Quedaba tiempo de sobra. La
comida desapareció. Una larga ducha templada me calmó en parte y dejé el polo
del Juan Sebastián Elcano a un lado para enfundarme en un atuendo más
formal.
El reloj, una vez más, volvía a
jugar a ir más lento. Las 1830 sonaron al fin y decidimos presentarnos en la
librería tras haber visto capítulo y medio de “Bones”, harto repetidos. También para ver si estaba todo preparado, y
eso parecía. Allí ya estaba Pepa, acompañada de su paciente hijo, y algunos
amigos más que permitieron que mi nerviosismo no me condenara como si fuera un
ancla flotante. Tras la introducción realizada por Alberto, mi editor, en la
que se describieron ciertos puntos de mi propia novela que le convencieron de
que merecía la pena publicarla, me quedé en blanco en un par de ocasiones por
culpa del miedo que galopaba a mi vera. Un miedo por no dejarme nada tras,
aunque buena parte de lo que dije fue improvisado. Por suerte, no parece que lo
acabara haciendo tan mal al final y, con la ronda de preguntas en petit
comité, ya pude relajarme y volver a ser yo mismo. No es lo mismo el monólogo
que una conversación.
¿Quién no se pone nervioso el día
de su bautismo de fuego?
Me atacaron los nervios justo al
final del día, cuando me senté en la mesa y me sentí como un verdadero FNG.
No quería olvidarme de nada de lo
que preparé, pero todo lo que sucedió, podría decirse, escapó a mi control. Al
menos no se perdieron en los recovecos de mi discurso las respuestas a
preguntas tales como por qué escribo, por qué el mar está siempre presente,
cómo me documento y lo que quería transmitir con mi “pequeñín” de 600 páginas.
He de agradecer la amabilidad y
comprensión de los presentes, sobre todo de aquellos que comparten este sueño
de escribir. Lo malo es que eché en falta algunos amigos que no pudieron estar
allí por cuestiones obvias.
Hablé y hablé. Mi hermana me dice
que se ha sorprendido de que hablara tan bien en público. No sé si creerla,
jejeje. Me suena raro, pero estuve un buen rato ahí hablando, a lo que se unió
las intervenciones de Alberto, complementando mis respuestas.
De todos modos, creo que todo
habría salido igual. Bien. Me sentí genial cuando llegó el momento de firmar y
dedicar. Si hubiera estado más “tranquilizado” habría acompañado a las
dedicatorias alguno de mis acostumbrados Cortos Malteses u otros motivos que sí
dibujo en la tranquilidad y soledad de mi despacho, con las plantillas hechas
de antemano para no salirme de la página y me salgan deformaciones (y es que
para dibujar, el que suscribe siempre ha necesitado comenzar a lápiz y luego
entintar, cosa que no se puede realizar en un libro).
Conocí a gente que seguía en
Internet, como Javier Veramendi, y que me seguía a mí, como Pablo Vara. y
disfruté del desparpajo de Pepa y de la sinceridad de Helga (y su sombrero
volador de Mary Poppins ;P). De David... Todos disfrutamos, creo yo, la verdad.
Cenamos casi todos, muy
agradablemente, en un VIPS y nos retiramos deseando que nuestros caminos se
volvieran a cruzar en el futuro.
Totalmente ajeno a los disturbios
que se desarrollaban en las calles del centro y por las que caminamos tan
tranquilos horas antes, dormí como un tronco, sin sueños, arrastrado por el
cansancio acumulado tras la mala noche anterior y todo lo vivido bajo el sol
madrileño que, a pesar de sus treinta y pico pasados, me resultó hasta
agradable.
Eran las 0800 horas del día 12.
Tocaba una larga y tediosa espera. La hora de salida del hotel y la fijada para
el regreso a Pontevedra diferían demasiado. Los minutos se alargaban de vuelta
a Chamartín y los letreros de salidas parecían haber olvidado al ALVIA que
figuraba en nuestros billetes.
A las 1430 ocupamos nuestros
asientos tras la epopeya de aguantar los empujones de viejos desesperados por
pasar sus maletas por el detector de metales, ¡como si les fueran a robar la
plaza! Pero la cosa siguió con situaciones estrambóticas y dignas tanto de
reseñar como de olvidar.
A las 1500 horas arrancó la
máquina y nos despedimos de Madrid con un “hasta pronto.”
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