martes, julio 17, 2012

Crónica de un viaje y de una presentación


(Nota: si pincháis en las imágenes, las veréis muchísimo más grandes)

Pasaban ya varios minutos de las 1430 del día 10 de Julio de 2012. El reloj marcaba la hora fijada en el billete de tren que, durante semanas, había permanecido tranquilo en el salón de mi casa, junto a los correspondientes para regresar a Pontevedra,

Con la incertidumbre de si la locomotora híbrida, recién estrenada para el trayecto hacia Madrid, nos otorgaría o no 15 minutos extra de fama y el “lujo” de compartir páginas de periódico como ya disfrutó la pareja de ancianos que iba justo en el banco de atrás nuestro, iniciamos la marcha. La sombra de que la máquina nos dejara tirados en alguna parte no identificada de Zamora, -en andenes olvidados y completando el trayecto a bordo de autobuses fletados por RENFE y a reventar de cerebros y bocas que solo hablaban de reclamaciones-, giraba a nuestro alrededor como una bandada de buitres.

Nietos con fotografías recortadas de páginas de periódicos firmadas por sus abuelos... Reírse por no llorar.

Tras cubrir la distancia hasta Vigo y desandarla para recoger a más viajeros en Redondela, comenzó el viaje en sí. Las rías y las pequeñas calas quedaron pronto atrás. Montes sinuosos se alzaban ante la cabecera del tren, que se hundía en mil y un túneles. Los bosques se arremolinaban salvajes a nuestro alrededor, en precipicios, y mostrando largas cicatrices creadas por los necesarios cortafuegos; anchas franjas desforestadas que competían con extrañas estructuras que se perfilaban en el horizonte y que eran imposibles de identificar. Aún seguíamos en la insufrible Orense. Fueron tres horas de viaje para abandonar Galicia.

Los paisajes se vaciaron de la presencia del hombre. Solo la vía era capaz de encontrase con estaciones y andenes, algunos en activo, la mayoría abandonados y en ruinas. Huesos de un esplendor pasado que se hizo constante hasta el mismísimo final del viaje. Me sentía como caminando junto con la Compañía del Anillo. Ventanas tapiadas y paredes pintarrajeadas. Techos caídos y viejos semáforos devorados por la grava, como si fueran manjar de arenas del desierto del Tiempo. Surtidores de agua para locomotoras de vapor se mantenían firmes como momias de centinelas en puestos que no aparecen ya ni en los mapas.

Colinas bajo la sombra de cúmulos libres que engañaban a los ojos, haciéndoles creer que allí había el fuego había sembrado el miedo, se hicieron constantes.

Con cada minúsculo pueblo que dejábamos atrás, los tejados se iban tiñendo de negro pizarra hasta que llegamos a la espectacular Puebla de Sanabria. 


 
Tras haber dejado atrás bosques y formaciones rocosas que recordaban a fortalezas medievales y murallas inexpugnables; dejando a nuestra estela extraños árboles desprovistos de hojas, que brotaban de la dura tierra como dedos de una gigante mano esquelética, llegaron ellos: molinos de viento, blancos y espigados, se elevaban sobre las colinas. Pero pronto llegó el fin de su reinado.

Castilla comenzó a desbordarse a ambas orillas, mientras continuaba la sangría de ruinas mezclada con fábricas y naves industriales que formaban islas en medio de un mar amarillo. Algunos recuadros verdes resistían con la ayuda del regadío, un sistema nada propio de estas latitudes.

Las horas pasaron. El sol jugaba a clavarse en los ojos del observador. Hacía ya un tiempo que Toro había quedado en el recuerdo. Comenzaba a anochecer y los de RENFE nos liberaron de la tortura de entretenimiento que supusieron la película “Paul” y la de ese tipo del Zoo que habla con los animales.

Me había escuchado entero el disco de música clásica, bandas sonoras y jazz, pero me daba igual. Hubo un momento, en plena luz de campo castellano, que las notas de Hans Zimmer llegaron a impresionarme. La soledad del paisaje, con algún árbol que cortaba la inmensidad, acompañaba a la perfección la pieza musical.

Contemplaba el paisaje al atardecer, disfrutando ya de toda la velocidad que podía generar la máquina. El terreno llano se extendía hasta el infinito, sereno, hasta que se topó con la abrupta formación de la Sierra de Madrid. Todo allí anunciaba la pronta llegada. Incluso sentir el doloroso y último taponamiento de oídos adecuándose al nuevo y último cambio de altitud.

Los cuatro rascacielos de la capital se recortaron, finalmente, de forma mágica y la estación de Chamartín nos daba la bienvenida entre las sombras y bajo el manto de la intimidad de una noche arrogante.

Eran las 2145 horas.

Deseaba mover las piernas, pero también llegar al hotel y descansar... O eso creía. El taxi volaba por La Castellana. Fugaces visiones de lugares más que conocidos a través de la televisión, me llegaban desde el otro lado de la ventanilla en una retreta calurosa (demasiada para alguien del Norte y que tenía una presentación a la tarde siguiente).

No podía dormir. Sudaba sin parar y solo cuando se desplomaron las temperaturas, hacia las 0600, pude hundirme en el mundo silencioso hasta que sonó el despertador. Ya eran las 0800. Curiosamente no me encontraba falto de sueño, más comencé a lamentar no haber podido repasar en el tren lo que había preparado para el evento. El traqueteo me permitió comprobar que sufría el mismo mal cuando trataba de leer en un autobús: me mareaba irremediablemente.

Ya me daba igual.

La ciudad esperaba al otro lado de los anormalmente cálidos pasillos del hotel. Una ciudad que en cada esquina me recordaba intensidad a mi Bilbao. Lo mismo daba el barrio de Salamanca que la Gran Vía y sus calles adyacentes.

Acompañados con una botella de litro y medio de agua bien fresca, eché en falta la cercanía del mar.

Saltamos al asfalto y me mosqueó pasar por delante de la librería donde sería la presentación y que no hubiera ni un triste cartel anunciándolo. Decidí no preocuparme y seguí mi camino. Primera y principal parada tras dejar atrás la Puerta de Alcalá y Cibeles: el Museo Naval.


 
Esperando a que abrieran (nos presentamos con casi media hora de adelanto), decenas de manifestantes de la minería pasaban a nuestra vera, junto a una excursión de un colegio alemán que acabó tomándonos la delantera en esto de pasar la puerta del museo y el detector de metales.

Una hora y más caminamos por aquellos recovecos y salas repletos de Historia y objetos extraordinariamente hermosos. Un sueño más cumplido. Un recuerdo para guardar y, lo mejor, es que ¡se podían sacar fotografías! Ciento y pico recogieron mi vieja SONY.













Por supuesto, tras salir del museo, había que perderse en las calles del capitán Alatriste, o lo que quedaban de ellas, como esa esquina de San Ginés con una librería que te transportaba a otra época.

¿Preguntáis si me compré algún recuerdo de Madrid? Pues sí, pero para nada algo “típico”: una moneda de Felipe IV, acuñada en 1633, adquirida en una tienda numismática de la Plaza Mayor... Tras tantos años sin poder dedicar un céntimo a mis aficiones de coleccionista, me pareció un pecado desperdiciar la oportunidad.

Seguimos caminando un poco más.




 

Fue una pena que no quisiéramos tentar a la suerte con la capacidad de nuestras entrenadas piernas. Estábamos ya a un par de calles del Palacio Real. Sí, una pena, aunque lo que nos rodeaba era magnífico de por sí, en una ciudad abierta como esa; por no decir que los estómagos, que echaban en falta su acostumbrado desayuno que aquella mañana había desaparecido inexplicablemente, rugían por el Menú del día en Cañas y Tapas de calle Victoria, donde me clavaron 1,40 € por un café solo que fue, lo confieso, el mejor que he bebido en toda mi vida.

Tras saciarnos y poder ser testigos de cómo, en la mesa de al lado, cuatro viejetes (tres mujeres y un hombre) devoraban media carta a pesar de que sus estómagos eran “delicados” y su preocupación máxima eran los análisis de colesterol y triglicéridos, salimos de nuevo al sol. Sin quitarnos de la cabeza la imagen de cómo conquistaron aquel cuarteto de aventureros una fuente de ibéricos y quesos, una cazuela repleta de croquetas y otra de salmorejo, huevos estrellados y aún estaban dispuestos a por varios platos más, incluidas unas buenas morcillas de Burgos, hicimos la digestión de vuelta al hotel, que estaba al lado de la librería, con una ensalada mixta y una pechuga de pollo a la plancha. Nos cruzamos en el tornaviaje pedestre con los aromas del Museo del Jamón mientras cargábamos con objetos comprados en el Museo Naval y una tienda japonesa en c/ Barquillo, además de con la lotería de Doña Manolita. Desandamos el camino no pudiéndome resistir en variar un poco la ruta y pararme a fotografiar el palacio de Linares, recordando a Raimunda.





 

Quedaba tiempo de sobra. La comida desapareció. Una larga ducha templada me calmó en parte y dejé el polo del Juan Sebastián Elcano a un lado para enfundarme en un atuendo más formal.

El reloj, una vez más, volvía a jugar a ir más lento. Las 1830 sonaron al fin y decidimos presentarnos en la librería tras haber visto capítulo y medio de “Bones”, harto repetidos.  También para ver si estaba todo preparado, y eso parecía. Allí ya estaba Pepa, acompañada de su paciente hijo, y algunos amigos más que permitieron que mi nerviosismo no me condenara como si fuera un ancla flotante. Tras la introducción realizada por Alberto, mi editor, en la que se describieron ciertos puntos de mi propia novela que le convencieron de que merecía la pena publicarla, me quedé en blanco en un par de ocasiones por culpa del miedo que galopaba a mi vera. Un miedo por no dejarme nada tras, aunque buena parte de lo que dije fue improvisado. Por suerte, no parece que lo acabara haciendo tan mal al final y, con la ronda de preguntas en petit comité, ya pude relajarme y volver a ser yo mismo. No es lo mismo el monólogo que una conversación.

¿Quién no se pone nervioso el día de su bautismo de fuego?

Me atacaron los nervios justo al final del día, cuando me senté en la mesa y me sentí como un verdadero FNG.

No quería olvidarme de nada de lo que preparé, pero todo lo que sucedió, podría decirse, escapó a mi control. Al menos no se perdieron en los recovecos de mi discurso las respuestas a preguntas tales como por qué escribo, por qué el mar está siempre presente, cómo me documento y lo que quería transmitir con mi “pequeñín” de 600 páginas.

He de agradecer la amabilidad y comprensión de los presentes, sobre todo de aquellos que comparten este sueño de escribir. Lo malo es que eché en falta algunos amigos que no pudieron estar allí por cuestiones obvias.

Hablé y hablé. Mi hermana me dice que se ha sorprendido de que hablara tan bien en público. No sé si creerla, jejeje. Me suena raro, pero estuve un buen rato ahí hablando, a lo que se unió las intervenciones de Alberto, complementando mis respuestas.

De todos modos, creo que todo habría salido igual. Bien. Me sentí genial cuando llegó el momento de firmar y dedicar. Si hubiera estado más “tranquilizado” habría acompañado a las dedicatorias alguno de mis acostumbrados Cortos Malteses u otros motivos que sí dibujo en la tranquilidad y soledad de mi despacho, con las plantillas hechas de antemano para no salirme de la página y me salgan deformaciones (y es que para dibujar, el que suscribe siempre ha necesitado comenzar a lápiz y luego entintar, cosa que no se puede realizar en un libro).

Conocí a gente que seguía en Internet, como Javier Veramendi, y que me seguía a mí, como Pablo Vara. y disfruté del desparpajo de Pepa y de la sinceridad de Helga (y su sombrero volador de Mary Poppins ;P). De David... Todos disfrutamos, creo yo, la verdad.



 
Cenamos casi todos, muy agradablemente, en un VIPS y nos retiramos deseando que nuestros caminos se volvieran a cruzar en el futuro.

Totalmente ajeno a los disturbios que se desarrollaban en las calles del centro y por las que caminamos tan tranquilos horas antes, dormí como un tronco, sin sueños, arrastrado por el cansancio acumulado tras la mala noche anterior y todo lo vivido bajo el sol madrileño que, a pesar de sus treinta y pico pasados, me resultó hasta agradable.

Eran las 0800 horas del día 12. Tocaba una larga y tediosa espera. La hora de salida del hotel y la fijada para el regreso a Pontevedra diferían demasiado. Los minutos se alargaban de vuelta a Chamartín y los letreros de salidas parecían haber olvidado al ALVIA que figuraba en nuestros billetes.

A las 1430 ocupamos nuestros asientos tras la epopeya de aguantar los empujones de viejos desesperados por pasar sus maletas por el detector de metales, ¡como si les fueran a robar la plaza! Pero la cosa siguió con situaciones estrambóticas y dignas tanto de reseñar como de olvidar.

A las 1500 horas arrancó la máquina y nos despedimos de Madrid con un “hasta pronto.”






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