miércoles, julio 31, 2019

martes, julio 30, 2019

Guardia de televisión: reseña a «Caballeros del Zodiaco» Saga del Santuario incluida

Título original: «Seinto Seiya». 1986. Primera temporada. Japón. Anime. Capítulos de 24 minutos. Sheuisha, Toei Animation

Una serie que marcó a aquellos que la pudimos ver en la recién nacida Telecinco, a comienzos de los años '90. Combates, luces y colores, con una profunda carga ética

Cuando los Caballeros del Zodiaco (santos en realidad) arribaron a España, nuestras púberes retinas nos permitieron ser testigos de la transformación televisiva que sufría nuestro país; como si el tubo de rayos catódicos implosionara y la onda de choque nos dejara clavados ante la suave pantalla.

Éramos unos críos; seguimos siéndolo, pues no hemos cambiado más que por fuera. Por eso, a mis treinta y ocho años estoy visionando o engullendo (según se vea) una serie de la segunda mitad de la década de 1980 que nos volvía locos y que se supo explotar en su día, aún con todo el escándalo de pechos hinchados de pavo que agrietaba las paredes de los salones donde se congregaban las asociaciones de padres del colegio y que reaccionaban de forma ortodoxa ante tan violenta serie de animación japonesa.

Con la perspectiva que conceden los años acumulados de almanaque, cierto es que durante algunos capítulos se desarrollan escenas realmente impactantes, de esas que te dibujan en los labios un “jo-der” aún no articulado del todo, al convertirse Seiya y sus colegas en sanguinolentos sacos de boxeo (¿cuántos litros de sangre cargan estos muchachos en sus venas?); pero nada que sea del otro mundo, sobre todo en comparación con otras obras de la actualidad.

La trama es la que sigue: transcurridos varios años, se abren las puertas del coliseo de la Fundación Kido, donde se celebrará el Torneo Galáctico, una serie de combates televisados de lucha libre pero sin coreografías ensayadas, protagonizadas por huérfanos apadrinados por el viejo magnate japonés tras hacerse con varias de las armaduras sagradas de bronce y, así, ganar la armadura de oro de la casa de Sagitario, el premio final. Entre el misticismo y cierta aura futurista, en un mundo alternativo en el que se da por indiscutible la existencia de dioses y sus reencarnaciones en la Tierra, y hasta cierto contacto tecnológico humano-divino desde la Antigüedad, los aspirantes van llegando y enfrentándose, destacando pronto Seiya, Shiryu, Hyoga y Shun, los caballeros de Pegaso, Dragón, Cisne y Andrómeda respectivamente, cada cual dotado de una particular y fabulosa técnica ante la que el resto de oponentes poco durarán en el cuadrilátero.

Estos cuatro hombres (que no chavales, lo cual es un error de base que desliza el propio manga, pues se aprecia a la perfección que cuando ganan sus armaduras son más jóvenes de lo que aparentan después, ya en el Torneo, sobre todo Ikki, caballero del Fénix, a lo que sumamos que Saori está muy crecidita para solo tener catorce años, y a que entre el primer capítulo y el que cierra la Batalla del Santuario es obvio que pasa cierto tiempo), muestran un deseo irrefrenable por ganar la armadura de Sagitario, objetivo material que justifica el sufrimiento padecido durante años de entrenamientos y privaciones, así como cierta hostilidad manifiesta hacia Saori, la consentida nieta de Kido, a quien culpan de buena parte de sus desgracias; aunque sus egoísmos y recelos se tornan en unión cuando la protección dorada es robada por Ikki, el hermano de Shun y en quien ya no se reconoce rastro alguno del que fue su protector durante la niñez, razón por la que el caballero de Andrómeda mostrará una serie de indecisiones y negativas a combatir. Será entonces cuando veamos por primera vez esa “debilidad” de Shun, quien lucha como último recurso y no se deja llevar por la ceguera del combate, valorando la vida humana, algo que irán aprendiendo el resto de sus compañeros a medida que van dejando cadáveres tras de sí.

La búsqueda de la armadura de oro lleva a la redención de Ikki, que pasará a ser el típico personaje que reaparece para salvar la situación in extremis, mientras el Santuario fija su mirada, al fin, en el poderoso bien que posee Saori. Así comienza un largo camino por el que los caballeros de bronce se enfrentarán primero a los de plata, hasta comprender la naturaleza maligna del Gran Patriarca, iniciándose una batalla que durará doce horas en la que la vida de Saori, reencarnación de la diosa Atenea, depende únicamente de la fe inquebrantable de sus defensores ante unos enemigos mucho más poderosos.

Y hasta ahí leo. Dejo mucho fuera del texto, pues o ya recordáis de qué iba la cosa u os habrá picado la curiosidad para revisitar esos capítulos de veinte minutos que parecen no tener fin.

Llegado el final de la Saga del Santuario, pues sí: me ha gustado, a pesar de los galopantes errores de guión que se observan y a la manía por introducir escenas imposibles y sin explicación concreta o resolución alguna (huesos rotos que sanan milagrosamente en cuestión de horas; litros de sangre derramada con alegría, constantes caídas por barrancos, cabellos que crecen y decrecen… hasta cúpulas del coliseo y piezas de armadura que sufren extrañas mutaciones, como el casco de la armadura de Sagitario, que pasa a ser de cerrado a una especie de corona). Aún con todo esto, sin comprender al final cada cuantos años se reencarna Atenea (¿cien, doscientos, dos mil años?) o desde cuándo está el Santuario en manos de Saga de Geminis, no tendría pega de no ser por la penosa labor de doblaje al castellano, falta de presupuesto y voces (algunas de las míticas de aquella época), con constantes y vergonzosos cambios (como sucede con Saori) y hasta variaciones en los diálogos que cambian el sentido de la escena. 

De entre todos los personajes principales, el más maltratado es Shun, de cuyo entrenamiento nada sabemos hasta el comienzo de la Batalla del Santuario, siempre mostrándosele como un débil llorica, aún cuando es el más poderoso de todos los caballeros de bronce de Atenea (con permiso de Ikki), tal y como podremos entender cuando se enfrenta a muerte con Afrodita de Piscis. Hasta entonces nada sabemos, pero sí respecto de los otros caballeros, sobre todo de Shiryu y su vida en los Cinco Picos de China, aunque el más interesante sea el “lobezno” de bronce, Ikki.

En su momento, entre las grietas de la paranoia paternal, se observó en la serie cierto y desmesurado componente homosexual. Pues bien, esas pestañas tan largas, esos rostros afeminados (que tanto gustan a las mujeres japonesas) y las melenas en multicolor, con el añadido de esos personajes de sexo difícil de determinar, como el caballero de plata Misty o Afrodita de Piscis, fue la herramienta que opuso el autor, a modo de respuesta, ante el machismo hiperviolento imperante en el Japón de los años ’80 del siglo XX. Y yo, por mi parte, no he visto nada de rollito gay entre los personajes principales y los secundarios, salvo muestras de respeto y apego fraternal, incluso de sacrificio en el que no tiene porqué haber intercambios de fluidos (¡ay, frustración!); quizá tanta pestañaza y guaperas, tanto brillo y purpurina, pueda confundir, no lo niego; incluso cuando Shun se queda con Hyoga en la casa de Libra para devolverle la vida.

A pesar de todo esto y de que varios capítulos podrían haber sido mejor dibujados y montados (algunos de estos, incluso durante la Batalla del Santuario, son de puro relleno, con flashbacks constantes), uno se planta en el episodio setenta y tantos de este culebrón galáctico-japo-shakespeariano, como si tal cosa. Incluso le dan ganas de hacer realidad un anhelo infantil que se quedó hecho trizas por culpa de la apurada economía familiar, allá a comienzos de los años 1990, que no es otro que comprarse una figura de acción de Shura de Capricornio, pero… No sé. ¿De qué me serviría ahora? Ya tengo demasiados cachivaches a los que pasar el paño de quitar el polvo.

Lectura de 30 de Julio de 2019 a las 1200 horas



  • Barómetro: 757 (Variable). Encapotado
  • Termómetro: 20º
  • Higrómetro: 42%



martes, julio 23, 2019

Guardia de cine: reseña a «Barry Seal. El traficante»

Título original: «American Made». 2017. 114 min. EEUU. Drama. Dirección: Doug Liman. Guión: Gary Spinelli. Reparto: Tom Cruise, Domhnall Gleeson, Jayma Mays, Sarah Wright, Jesse Plemons

Aunque te disguste el tema o el propio Cruise, «Barry Seal. El traficante» es un excelente título para pasar un buen rato. El pulso narrativo es chispeante; no hay descanso para el espectador, que no sabrá qué escena es una burda exageración o, al contrario, un calco de la realidad que sirvió de germen primitivo para el escándalo “IRANCONTRA”

Los años ’80 están de plena vigencia, moda o como sea y punto en boca. Que nadie lo discuta. No, no quiero escuchar objeciones, si es que las hay, pues solo hace falta sintonizar la radio, encender el televisor o asomarse a la calle, donde puedes ser arrollado por pipiolos quinceañeros, clonados de un video de Jesus and Mary Chain.

Nos aferramos, como la generalidad, a una década a la que le sacamos un lustre adulterado, echando tierra sobre lo malo que tuvo, emulando a la original Miss Jupiter de «The Wacthmen». Y quizá lo hagamos así porque, entonces, el Mal tenía un rostro definido y era predecible, al contrario que ahora.

Acomodándonos a la perspectiva que dan los agonizantes 2010, nos “chutamos” de todo y queremos más. Y si a Ben Affleck le salió redonda la jugada al adaptar la historia de los Canadian Six, si «Narcos» es un buque insignia de Netflix, otra operación de la CÍA podría ser un bombazo taquillero por estar ambientada en esa década prodigiosa, por un cartel encabezado por Tom Cruise.

Barry Seal era un padre de familia y piloto de aviación comercial (fue la persona más joven en la Historia norteamericana en obtener licencia de vuelo) que, tras su paso por Vietnam, se aburría trabajando para la TWA. Como tantos, le daba un poco de pimienta a su existencia con el inocente juego del contrabando al por menor, hasta que fue contactado por la Compañía para convertirse en una herramienta más en la lucha anticomunista en América Central y países del Ecuador. Era un tipo adicto a la adrenalina, por eso se hizo imprescindible, ganando responsabilidades cada vez mayores en los “chanchullos” de la Agencia, hasta que vio la oportunidad de marcarse un tanto, involucrándose en negocios del narcotráfico. Su buena estrella le permitió arrastrar una vida de lujos, aviones cada vez mayores y armarios y jardines atiborrados de bolsas de deporte con millones de dólares en su interior, así como, al igual que Pablo Escobar, labrarse una reputación de filántropo a medida que los agujeros del cinturón se le quedaban escasos.

Aún con mi somero conocimiento del caso real que envuelve a la figura de Barry Seal, la película sigue fielmente los hechos, aunque se guarde que fue el propio Seal quien se expuso a los sicarios por pura arrogancia, al desechar la oportunidad de ingresar en el Programa de protección de testigos, seguro de su “invulnerabilidad”.

El filme aúna varias técnicas de cámara. Los títulos de crédito y la iluminación son muy tributarios de los años ’80, mientras que los planos vienen estando dominados por frontales y de “cámara en mano”, que permiten una panorámica de documental sobre el terreno. Esto, que no siempre sale bien, queda a pedir de boca aquí. Y, claro, a muchos se nos ha hecho la boca agua.

Pero lo que siempre ha chocado o raspado de esta producción ha sido Tom Cruise, quien poco se parece físicamente al Seal de verdad, entrado en carnes, y que habría tenido mejor reflejo en pantalla con una anatomía como la de Russell Crowe. Sin embargo Cruise fue quien se interesó en el proyecto y, lo cual es un ahorro, sabe pilotar aviones. El guión parece estar escrito a propósito para Cruise (quizá sea así), quien es un experto en eso de mostrar una sonrisa en la peor de las situaciones, hacerse el simpático delante de la bestia y de arrodillarse implorando perdón, misericordia, una segunda oportunidad; todo ello con unas notas de sutil picardía y amigabilidad (algo que sí coincidiría con el verdadero Seal, y me remito a las fotografías que se conservan del tipo).

Aunque te disguste el tema o el propio Cruise, «Barry Seal. El traficante» es un excelente título para pasar un buen rato. El pulso narrativo es chispeante; no hay descanso para el espectador, que no sabrá qué escena es una burda exageración o, al contrario, un calco de la realidad que sirvió de germen primitivo para el escándalo “IRANCONTRA”. Es un relato que destila fuertes dosis de emociones humanas, sin llegar a ahogarnos, pero que nos tumba al mostrarnos la naturaleza, una vez más, del ser humano que juega con algo demasiado grande para sus minúsculas manos.

Dejando de lado las objeciones que he ido apuntando aquí y allá, me ha encantado la película desde el primer minuto, sin que me haya dado oportunidad al tedio o a ojear el reloj de pulsera. No llega al punto de «Argo», ni por asomo, pero no cabe duda de que es difícil que defraude a alguien que solo quiera disfrutar del cine, sin ambages; que se haya plantado ante la pantalla con el ingenuo interés de visionar la adaptación de la historia de uno de los hombres más ingeniosos del mundo del espionaje y el narcotráfico.

Lectura de 23 de Julio de 2019 a las 1200 horas



  • Barómetro: 755 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 24º
  • Higrómetro: 41%









lunes, julio 22, 2019

La teoría de la esfera del reloj y las gotas de lluvia

Mis conocimientos sobre Física son nulos. Si me obligáis a cantar la tabla de multiplicar del seis para arriba lo haré con serios aprietos (todo por culpa de las calculadoras, ser de Letras y válgame Dios cualesquiera excusas para salir indemne del trance). Pero siempre he sentido fascinación por aquellas mentes que podían romper los lazos de las Matemáticas básicas y adentrarse en lo abstracto; en esas teorías que muchos conocemos de oídas, pero que no llegamos a entender ni jota.

Así, con mi poca vergüenza, siempre he sentido la necesidad de darme respuestas y hasta fantasear con posibles soluciones a ciertos dilemas científicos. Uno de ellos tiene que ver con los viajes en el tiempo y derivados. Como lector veterano y escritor de corto recorrido siempre he sentido fascinación, en concreto, por las ucronías, las cuales beben directamente de las teorías de mundos paralelos.

En mi fuero interno solo creo que es posible un viaje en el tiempo hacia el futuro, pero nunca hacia el pasado. No creo que la curvatura temporal permita un cambio en tal sentido, solo adelantarse de modo que el tiempo del “viajero” transcurra de forma más lenta que el del resto del universo cercano; pero sí considero plausible la existencia de mundos paralelos y cómo estarían dispuestos, y he sentido el aguijonazo de escribir esta tontería para la mayoría que me surgió mientras visionaba la película «El lugar que nos prometimos», de Makoto Shinkai. Distintos y dispersos pensamientos confluyeron en uno solo y quiero, por ser mi privilegio de tirano de este blog, a exponer una teoría que puede (o no) ser ilógica respecto a mundos paralelos y su posible interacción entre sí.

Tomo como ejemplo la esfera de un reloj analógico, de los de toda la vida, con sus manecillas, suponiendo o simplificando la teoría con la existencia de solo doce supuestos universos, dispuestos como se hace típicamente en estos aparatos (visto esto desde una posición muy limitada y en “dos dimensiones”, pues la esfera del reloj bien podría estar multiplicándose en incontables secciones dentro de una especie de naranja cósmica). Estos universos se suceden, pero mantienen una distancia equidistante, y son materialmente iguales, y es ahora donde entra en juego la “lluvia”, que identifico con acciones que se pueden dar en uno o varios universos. Esa gota de agua, conforme a la fuerza con la que impacte en el universo en concreto, creará una serie de ondas que afectarán en mayor o menor medida a los universos vecinos, quedando solo incólumes (o sin ser capaces de discernir el cambio) los más alejados. Dichas ondas supondrán que el mismo acto tendrá una intensidad o repercusiones dispares que, como consecuencia, provocarán otras “gotas de lluvia”.

Incluso es posible que unas ondas sean capaz de frenar a otras producidas en otros universos, hasta anular el efecto en el origen.

Por ejemplo, ya que Philip K. Dick es el rey de las ucronías con su «Hombre en el castillo» y a que “nos pone” el nazismo, podemos fantasear con que en el universo 12 un atentado contra Adolf Hitler tuvo éxito, como aquel 9 de noviembre de 1939 en la cervecería Bürgerbräukeller, por ejemplo. Las ondas afectarán a los universos 11 y 1 de forma casi idéntica: Hitler muere. Sin embargo, difícilmente llegarán las ondas a universos como el 5, 6 y 7, donde podemos estar ubicados nosotros en estos instantes.

Este es un ejemplo muy grueso, por cuanto a las repercusiones, pero que explica cómo una “gota de lluvia” afecta al futuro de millones de seres humanos. Se puede aplicar a la ecuación dispares acciones u omisiones, así como accidentes (incluso el azar), para variar las propias “gotas de lluvia”, pues nuestra acción individual no solo nos afecta a nosotros, sino también a aquellos que nos rodean, siendo las consecuencias serán más imperceptibles cuanto más lejos se encuentren otros seres en la cadena de ondas.

¿Tiene sentido? Yo creo que sí, pero de ahí a desarrollarla me quedaría mucho que estudiar y explicar, sobre todo cómo se han creado esos mundos alternativos y su disposición. Al menos, ahí dejo mi contribución sobre la interacción de universos paralelos.

Lectura de 22 de Julio de 2019 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756,5 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 24º
  • Higrómetro: 40,5%