martes, mayo 31, 2016

Guardia de Literatura: reseña a «Yo entré en el CESID», de Pilar Urbano

Nº de páginas: 384
tapa dura
PLAZA & JANÉS EDITORES
ISB 9788401376047
  • Durante la suma de todas las largas jornadas empeñadas en la labor de documentación, tan necesaria como abrumadora (cuando no frustrante), el escritor acaba conociendo a variopintos y forzosos compañeros de viaje. La mayoría de ellos son, por simple y pura estadística, libros de dispersos géneros y autorías que acaban arrojando una generosa luz, regalando datos curiosos que permiten imprimir al texto en el que trabajamos (hablo de la ficción) cierto matiz de realismo que nunca está de más para dotar al argumento de fondo tridimensional; unas delicadas pinceladas que se pierden en el ancho lienzo, pero sin las que no existiría cuadro y que el lector agradece al trasegar página tras página. 

Erika López Castellano, amiga y compañera de universidad, en una de estas esporádicas conversaciones que permiten la lejanía espacio-temporal reducida a cero gracias a las redes sociales, mostró un sincero interés por saber de las nuevas referentes a mi carrera literaria y, como quien no quiere la cosa, me espoleé sobre el teclado y compartí con ella la desdicha que me produce contar con varios proyectos abandonados; en concreto, uno sobre el que he estado armando un poco de barullo y destinado horas y horas desde Enero de 2015, escribiendo e investigando, incluso susurrándole a los oídos de un agente literario: una novela en la que mezclo una trama de espionaje y venganza con el mundo editorial muy presente, que he titulado «Un impostor leal». Más de 150.000 palabras que no han logrado desenterrar ni la mitad de la historia, cuyo desarrollo, en más escenas de las que me gustaría reconocer, no me convence en absoluto. Lo más fácil (y duro) para el escritor es dejar el manuscrito en el fondo de un cajón (o en un pendrive) y cerrar el asunto con llave y pasar a otros proyectos menos absorbentes y eternizantes.

Esta novela en cuestión es una espina clavada bien hondo, que he intentado arrancarme a base de seguir investigando y aprendiendo, a la par que aporreando el teclado; algo que Erika comprendió, incluso antes de que se llegase a formar en mi mente la idea nada descabellada de enviarle en un mail los primeros capítulos para saber de sus sensaciones y su opinión tras la lectura de las primeras sesenta páginas. Erika, entonces, me recomendó enérgicamente un libro con veinte años ya bajo el guardapolvo y escrito por la no siempre acertada periodista Pilar Urbano, en la creencia que aquel texto podría ayudarme a ir rellenando parte de las lagunas grises que me obligaban a dar continuos rodeos hacia ninguna parte.

Había oído mencionar dicho trabajo, «Yo entré en el CESID», en las primeras fases de investigación, pero me decanté por monografías más técnicas. Pero, ahora, tenía a alguien que me conocía y quería ayudarme al otro lado del “hilo”, que insistía en que me tomara mi tiempo para ojear el libro de Urbano. Me sorprendí gratamente cuando comprobé la existencia de un ejemplar en el depósito de la biblioteca nodal de Pontevedra (bendita red pública de bibliotecas, como bien exclamaría Ray Bradbury); así que, no me lo pensé dos veces: quizá Erika me estuviera ofreciendo, envuelta en papel de regalo y sin saberlo ella, la llave que me permitiera franquear la dichosa puerta cerrada a cal y canto que me separa de la siguiente etapa en mi labor como escritor/creador: el famoso “punto y seguido”.

El libro firmado por Pilar Urbano, en sí, se presenta como una síntesis de decenas de entrevistas extractadas y mantenidas con distintos elementos del Alto Estado Mayor, CESED y CESID a mediados de la década de 1990, cuando los periódicos sufrían con gusto hemorragias de tinta gracias a los escándalos y juicios de los GAL, Perote y Manglano, los fondos reservados, Mario Conde y toda la butifarra del momento. No es  un acceso al CESID, tal y como se nos anuncia, pues la visita al complejo en la carretera de La Coruña es más bien a título de turista barato a quien, a la espera de que se aburra pronto y se largue por las buenas, le dejan perderse entre las páginas de un libro titulado «Memorial», cuya existencia me resulta dudosa, y que se presta como excusa para que Urbano vaya, recorte a recorte, intercalando historias conocidas y otras prácticamente inéditas (para mí, claro está), contadas muchas de ellas por sus propios protagonistas (o así lo plantea la autora), encerrando conversaciones y entrevistas de copa y puro entre comillas, y que versan sobre toda clase de operativos de contrainteligencia y contraterrorismo: Lobo, 23-F, Transición democrática e, incluso, Bárbara Rey. Sin embargo, lo más interesante que podemos encontrar en las poco menos de cuatrocientas páginas es la referencia a las operaciones discretas, casi anecdóticas, que dan cuenta de nuestra Inteligencia patria en un juego a nivel mundial durante la Guerra Fría, con el KGB, la CIA y el MOSSAD como compañeros, aliados y, cómo no, enemigos; Canarias, Tánger, Rota o Madrid como escenarios; delegados comerciales, con inmunidad diplomática, que son amablemente invitados a hacer las maletas y coger el primer vuelo directo a Moscú, más morenos de piel y con una bailarina flamenca de postal como recuerdo. Ahí es donde el lector, cualquiera que sea la razón que le haya impulsado a abrir las tapas de este libro y a dejarse las retinas en él, encontrará un cebo delicioso para terminarlo en unas pocas sentadas; aunque la autora no aporte nada más allá de sus entrecomillados, en los que tampoco es que sepamos cuánto hay de verdad, de fantasía y de olvido voluntario con el que el astuto ratón, veterano en estas lides, juega al despiste con el gato plumilla provisto de grabadora en la garra ambidiestra.

La lectura es agradable y nada simplista. El libro está muy bien escrito y se aprecia cierta riqueza lingüística tan en peligro de extinción en nuestros días; pero la autora me ha terminado cayendo “gorda” debido a su constante petulancia marisabidilla: es arrogante, pedante y hasta sobrada, con un filo irónico que solo va en una dirección. Los capítulos, por su parte, no guardan una correlación equilibrada: unos son muy largos y otros justo todo lo contrario. Indudable es que ciertas historias merecen una especial dedicación, pero otras se han introducido, aún con el interés que me suscitaron, sin venir a cuento (o eso parece). 

La autora, con cierta flema, comenta que posee material como para escribir un par de libros más sobre las luces y sombras del CESID, sin embargo, ya  deja claro que ni piensa escribirlos cuando se llegan a los últimos párrafos del volumen, los cuales se me hicieron un tanto insufribles. Cuando pude cerrar las tapas, suspiré aliviado.

Es un libro que tendré que volver a rescatar de los fondos abismales del depósito bibliotecario, releer y, con bloc de notas y bolígrafo —prendas tan indispensables para el escritor como lo son las llaves, la cartera de documentación, los zapatos o los calzoncillos para cualquier otro mortal—, ir anotando todo aquello que se me haya escapado, pasado desapercibido y huido de entre las redes de mi memoria para que «Un impostor leal» acabe siendo algo más que una quimera a medio hacer; un punto y seguido.

Lectura de 31 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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31 de Mayo de 2016




miércoles, mayo 25, 2016

Impresiones tras la conferencia acerca de la figura de Blas de Lezo, «Anka Motz, el Almirante de la pata de palo», impartida por Luis Mollà Ayuso

No sé vosotros pero, por la parte que a mí corresponde, soy uno de aquellos infelices que están en tratos cercanos e, incluso, familiares con la nada apetecible sensación de llegar tarde a todo. 

Mi madre me educó para ser puntual hasta la náusea; de ahí que lleve el reloj de pulsera siempre con unos imprecisos minutos de adelanto y, cuando me las veía con los autobuses de línea, si tenía algo, lo que sea que fuese, a las 1100 horas y había un transporte que salía de mi localidad a las 1000, me hacía coger el de las 0900 como margen prudencial y de previsión, que alguna que otra vez me salvó. Por lo que, no me estoy refiriendo a ese tipo de tardanzas, costumbres y desatinos de impuntualidad, sino a que todo evento que se organiza en esta santa ciudad y alrededores llega a mis oídos (u ojos) con horas, días, cuando no, semanas de retraso. Esta extraña conjunción cósmica ha dado pie a situaciones un tanto cómicas: la última fue con motivo de la exposición de fotografía organizada en la subdelegación militar de Paseo de Cervantes, que retrataba la presencia de la BRILAT en Afganistán. Preparado para cualquier eventualidad, con mi carné de redactor de Historia Rei Militaris colgado del cuello y con la suficiente audacia en ristre como para amedrentar cualquier conato de rebeldía de mi natural y desquiciante timidez, fui un lunes para saber que la exposición había cerrado sus puertas y saltado a otra población el viernes anterior. Para cortársela, vamos.

Sin embargo, para esta parada del almirante Blas de Lezo en Pontevedra, sabía de la conferencia acerca de su figura por el motivo de que su ponente es un viejo amigo: Luis Mollà Ayuso. Antes de que amaneciera el día 24 de Mayo de 2016, sabía ya algo, el run-run, que no es decir poco, pues, como era de esperar, la noticia de tal evento, como es costumbre, ha pasado igual de desapercibida por los voceros de la ciudad, sin que sea la excepción que confirme la regla. 

Era un aliciente el poder conocer por fin y en persona a Luis, con quien me une una amistad que se remonta a los momentos en los que combatía diariamente para escribir y publicar mi primera obra literaria, ahí es nada.

Por culpa del dislate horario (se facilitaron hasta tres horas diferentes para dar inicio a la conferencia, las cuales se confundían con el propio acto de presentación de la exposición), decidí poner rumbo al Sexto Edificio del Museo de Pontevedra hacia las 1925 horas. Solo me separa de dicho lugar una distancia que se cubre cinco o menos minutos. Bajé la tapa de mi portátil tras cerrar la última ventana del Google Chrome, en la que dejé, como un necio, mis esperanzas de que los Miami Marlins pudieran remontar un 3-0 frente a los Tampa Bay Rays, en casa y comenzada la cuarta entrada (quedaron 4-3, para el que tenga curiosidad, e incluso los Marlins se marcaron un home run, pero nada). Sorteando, como bien pude, a salvajes de acera, madres con cochecito de niños y licencia para atropellar y corrillos de pendones y penitentes, descendí la larga cuesta de la calle dedicada a Cobián Roffignanc, hasta alcanzar el ala más moderna e impersonal de nuestro museo local. Pasé ante su fachada acristalada, asombrándome del tumulto que zumbaba en su interior, a ambos márgenes del tronco del ascensor, en su planta baja, donde se suelen celebrar conciertos.

Accedí como Pedro por su casa para darme de bruces (era de esperar tras el espectáculo contemplado desde la lejanía) con un alto e infranqueable muro azul marino, conformado por un sinnúmero de capulleiros de la ENM, quienes dejaban en ridículo mi 1,70 m. de altura, mientras se presentaba al público y prensa la exposición itinerante dedicada a Blas de Lezo. Yo ya me estaba temiendo que nos hicieran a todos disfrutar de la conferencia de Luis de forma marcial y de pie, cuando, bajando unas escaleras, hay una sala bien hermosa (pero de diseño incoherente y hasta estúpido, pues el arquitecto no pensó, ni por asomo, que el patio de butacas debía estar inclinado y en pendiente descendiente hasta la platea; y que cuenta con uno de los modelos más incómodos y feos de butacas que haya  podido parir alguien). En esas estaba yo, cuando, para hacer tiempo, se me ocurrió la idea de ejercer de chirlero ocasional y de poca monta y pasar mi diestra por el hueco dejado por un capulleiro (quien, al igual que el resto de sus compañeros, era todo oídos y ojos, sin que osara hundirse en las profundidades de su Smartphone, confirmándome que todavía hay esperanzas para nuestra especie), y alcancé el tríptico, que adorna esta estrada, albergando, a cada minuto que pasaba, menos esperanzas de llegar, si quiera, a saludar a Luis. Todo un optimista el menda; sí.




La presentación de la exposición dio fin y el muro de Adriano a lo naval se deshizo como azúcar en contacto con el agua. Tras saludar por este orden a Lino J. Pazos (investigador naval), José Luis Arellano (presidente del Gremio de Mareantes de Pontevedra) y a una capitán de navío que no sé si sería el director de la ENM, anduve como un pulpo en un garaje buscando a mi amigo, desconociendo si estaría enfundado de uniforme o de civil. Me costó lo mío, y eso que todo el mundo enfilaba ya hacia la sala de conferencia (un alivio, si os acordáis mis temores descritos en el párrafo anterior) y la sección de la planta baja es del museo, de por sí, chica en dimensiones. 

Tras un esfuerzo heroico, de esos que harían partirse de risa a los bardos, di con Luis; nos saludamos y nos abrazamos cuando él supo quién era ese individuo que osaba interrumpirle en mitad de una conversación con un señor que estaba por allí. Pero no podíamos demorarnos con batallitas: había una conferencia que dar y las manecillas del reloj marcaban las 2000 horas.

Me senté hacia la mitad del patio (las últimas filas fueron ocupadas por los caballeros aspirantes (no vi a ninguna dama)), en una esquina y junto a Lino J. Pazos, en la que sería la primera conferencia a la que he aguantado hasta el final en esa dichosa sala del Sexto Edificio, dejándole al ponente dar punto y final a su exposición. Y esta nueva hazaña por mi parte no tiene porqué ser objeto de mofa por el amigo lector, pues el haber conseguido evadirme de la molesta sensación de calor pegajoso que irradia el material sintético de la butaca, su poco ergonómico diseño y el estar separado de la platea por un mar de cabezas que no te permiten ver nada de nada (bueno, mi vista cansada no es igualable a la de los ojos de halcón de las últimas filas), es digna de mención.

Digo la verdad, y no porque me vea constreñido por la amistad que me une a Luis, de quien no pude despedirme después pues las horas mandan en mí y me esperaban: la conferencia me encantó. No es que fuera una biografía desconocida para mí la de Blas de Lezo, pero la exposición estaba perlada de esos pequeños detalles y datos que siempre se escapan por no dárseles, injustamente, la suficiente importancia cuando, en realidad, son fundamentales. Una biografía más viva que lo que podemos encontrar leyendo en cualquier monografía. Luis, con este ciclo de conferencias, va levantando, pieza a pieza, una obra de obligada contribución para todos los españoles: restituir y resaltar la figura de un marino que creó escuela (nunca mejor dicho) y que, como otros tantos, es olvidado por alegre voluntad propia y gracias a nuestra congénita y absurda obsesión por ser los número 1 entre los mediocres. 

Me encantó la conferencia y aprendí bastantes, y eso que luché con distracciones como fueron los constantes SMS de mi jefe para que fuera, finalizada la conferencia, al despacho para comprobar si tenía allí las llaves de su coche y la largas piernas del bellezón de azafata que se posicionó a mi derecha y que casi me deja bizco (disculpa Luis, pero es que de tu Powerpoint no veía gran cosa).

Bueno, Luis. Darte mi enhorabuena por tu empeño y decirte que, si está en mi mano y mi economía da un giro de estos buenos, tanto que me encaminen hacia la hostelería, abriría un bar que llamaría Don Blas (no sé si lo preferirías con doble S) para servirte un txakolí.

Ahora, llegado a este punto, me falta admirar con tranquilidad la exposición itinerante dedicada a Medio hombre, la cual permanecerá en el Sexto Edificio del Museo de Pontevedra hasta el domingo, 5 de Junio; y de la que también dejaré unas palabras en este blog nuestro.

Lectura de 25 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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martes, mayo 24, 2016

Guardia de literatura: reseña a «La gente de Smiley», de John le Carré

Título original: Smiley's people
Traducción: Horacio González Trejo
2ª Edición. Noviembre de 1984
Ed. Bruguera SA. Barcelona
ISBN 84-02-08341-2
El punto y final con el que John le Carré rubrica la trilogía de Karla repudia de todo el derroche de exotismo al que se nos malacostumbró con «El honorable colegial». Se acabaron los viajes por el Sudeste asiático, el calor, la eternidad; ya no nos meteremos más en los rescoldos calientes de los conflictos bélicos de la extinta Indochina francesa y en la piel de reporteros de guerra; la asfixiante fragancia de las selvas orientales no será más que un recuerdo onírico. El autor recula hacia las líneas marcadas en «El topo», delimitando el despilfarro de párrafos a una trama que, como muy acertadamente asegura Carlos Pujol, prologuista a la edición que he disfrutado, comienza y se desarrolla como una obra de George Simenon: más que una novela de espías, es una de detectives con cierto poso de intriga del viejo Circus, gracias a la intervención en sus páginas de personajes que nos son más que conocidos gracias a operaciones de Inteligencia reseñadas en novelas anteriores y que, en algunos casos, bien han merecido una satisfacción por parte de John le Carré. Tampoco se nos regalará un ramillete de tramas, pues se le entrega la corona, cetro y orbe a George Smiley, quien adopta el papel de indiscutible protagonista, no habiendo casi escena en la que no intervenga directamente como viejo y leal sabueso. El bueno de George sufría lo indecible, sintiéndose más angustiado que nunca por culpa de su fallido matrimonio con la adultera de su mujer, Ann, y el recuerdo de Bill Haydon; empañándosele constantemente los gruesos cristales de sus gafas ante la inminencia de un final para toda su historia y vida.

La trama se desarrolla en las calles de París, Londres, Hamburgo, Berna y Berlín, de mayor a menor importancia (pero no por este orden), siendo el pistoletazo de salida el asesinato de un antiguo agente de Smiley, un desertor de alto rango del Ejército Rojo, todo un general, y amigo de causas perdidas que no interesan a nadie por ser de otro tiempo y de otra vida, y con quien ha contactado una emigrada rusa en la capital gala. Esta mujer, la señora Ostrakova, hace saber de sus temores al viejo agente tras ser abordada por un desagradable miembro de la Inteligencia soviética, quien trata de hacerla creer que van a trasladar a Francia a la hija que tuvo con un disidente judío y que abandonó en la URSS dos décadas atrás. La señora, al ver la fotografía de su supuesta hija —un elemento subversivo del que Moscú quiere deshacerse por medio de un programa de reencuentro entre familiares, con el pretexto de obtener mejor publicidad y prensa internacional para el régimen comunista—, no reconoce en ella ni un solo detalle familiar, por lo que sospecha que pueda ser una espía que tratan de infiltrar en Occidente.

Y la señora Ostrakova hace bien en sospechar y en llamar la atención de los remanentes del Circus, pues la identidad real de la muchacha supondrá un regocijante cataclismo en los férreos estamentos de la Inteligencia británica y la posibilidad para George Smiley de jugar una última partida con su eterno rival: Karla. Ahora, el anciano y obeso espía conoce una debilidad, quizá la única, de su enemigo más mortal: no es un fanático, pues, tras su inmaculada fachada de soberano absolutista de la Dirección Decimotercera del Centro de Moscú, se esconde un hombre medroso y con sentimientos.

A lo largo de la investigación detectivesca que, luego y por fuerza, se muda en operación de Inteligencia, George Smiley va repasando a su gente, alcanzando un clímax de despedida de una época del que no se libra ni Connie Sachs. Quizá, como ya hemos apuntado anteriormente, John le Carré se lo debía a sus personajes.

Pero Smiley se hunde en el barro de su propio proyecto de vida profesional. Por mucho que le pese, Connie tiene razón: no es tan diferente a Karla y el retrato que tenía de éste en su despacho bien podría ser un espejo en el que Smiley se viera reflejado por mucho lo negara a gritos y puñetazos.

La lectura de «La gente de Smiley» no es más ligera que la de «El honorable colegial», pero el volumen de la novela en sensiblemente inferior, acortándose muchas escenas a modo “documental” o “clase magistral en Sarrat” de los pasos que da el equipo de Smiley. Pero también es más angustiosa y oscura, como un festín de guerra fía y con una narración en la que el patetismo de las intervenciones está acentuado hasta el vómito, para terminar con una rúbrica que cierra el círculo con un momento muy similar al vivido años atrás con las primeras páginas de «El espía que surgió del frío».

(Lee la reseña de «El topo»)
(Lee la reseña de «El honorable colegial»)


Lectura de 24 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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viernes, mayo 20, 2016

Hoy presento «El Imperio del Sol Naciente. La aventura comercial»


Os vengo a recordar que hoy presento en el Gremio de Mareantes de Pontevedra mi ensayo histórico «El Imperio del Sol naciente. La aventura comercial», una obra editada por Nowtilus en la que desgrano los intentos por descubrir si era cierto ese reino cubierto de oro que describió Marco Polo en su Libro de las Maravillas como Cipango, y por aprehenderlo con las manos a lo largo de los siglos por navegantes, aventureros, embaucadores.

Hoy, a las 20.00 horas.

Lectura de 20 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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lunes, mayo 16, 2016

Presentación en Pontevedra de «El Imperio del Sol naciente»


Comunicaros que este viernes, día 20, a las 20.00 horas, voy a presentar mi ensayo «El Imperio del Sol Naciente; la aventura comercial», en el salón de actos del Gremio de Mareantes de Pontevedra. El que quiera pasarse, que lo haga, pues serán bienvenido.

Lectura de 16 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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martes, mayo 10, 2016

Guardia de cómic: reseña a «La balada del mar salado», de Hugo Pratt

Norma Editorial. Barcelona. 2006
Primera Edición
199 pág.
ISBN 84-9814-565-1
Esta historia de largo recorrido reúne todos los requisitos indispensables para formar parte fundamental del universo que subyace bajo el género literario y cinematográfico de aventuras de la edad de oro; un periodo que es coto exclusivo de los grandes autores del s. XIX y las producciones de Hollywood de la década de 1950: el océano Pacífico, piratería, traición, secretos familiares, humor, drama, venganza, amor, honor y una estudiada ambientación histórica y de fondo; que sirvieron de estímulo a Hugo Pratt para enfrentarse a un reto de semejante magnitud por partida doble, pues se encargó del guión y del dibujo (o al revés, pues primero solía usar los lápices y, luego, las palabras, escuchando lo que le decían los personajes). Las 165 páginas (en la versión que he leído esta última vez), conforman, sin fingimiento alguno, el germen de la novela gráfica; Pratt y no otro es el padre de esta singularidad.

«La balada del mar salado» posee tantos detalles reseñables que seguro que nos dejamos alguno en el tintero; muchos de ellos, estrechamente vinculados a su autor. Para empezar, se ubica en el Pacífico Sur, en sus islas y en las herméticas culturas que allí habitan; un paisaje suficientemente atractivo y que Pratt conocía como la línea de la fortuna que se practica Corto Maltés con la navaja de su padre. De niño, Pratt se sumergía a voluntad entre las páginas de enciclopedias y estudios añejos que poblaban la biblioteca de una de las conocidas de su abuela, a la que visitaban con asiduidad en el geto judío de Venecia; apetencia que fue un caldo de cultivo perfecto para despertar la imaginación de un niño por los mapas, los viajes y la exploración marítima. Aquellos paseos infantiles sirvieron de base para un Hugo Pratt que acabaría dibujando «Jungle Men» y muchas obras más. 

En «La balada del mar salado», Pratt no se permite el lujo de olvidar su relación directa y familiar con la ciudad de Venecia, vinculándola a la insignia del enigmático pirata llamado El Monje; como tampoco renuncia a incorporar detalles de su juventud durante la posguerra, pues el mayordomo Sbrindolin recibe tal nombre del que Pratt empleaba cuando era el cantante de un estrambótico grupo de Jazz.

«La balada del mar salado» es consideraba como una obra coral, sin un protagonista principal definido. Podemos compartir tan fundada opinión sin sonrojarnos por no ofrecer una nota discordante en esta reseña. En primer lugar, podrían haber sido Caín y Pandora Groovesnore los personajes centrales, pero, luego podrían haber sido Rasputín, Cráneo, El Monje o el mismo teniente Slütter. Al ser una obra de confección prácticamente anárquica, a golpe de impulsos (defecto que se agrava en el aspecto gráfico y que ya comentaremos en su momento), hace variar la trama de forma enloquecedora en cuanto a parámetros básicos, enfocándola en demasiados objetivos, pero que, a medida que superamos el centenar de páginas, va dotando de mayor peso a Corto Maltés, con su fina ironía siempre desenvainada; todo acaba girando alrededor de este simpático pirata y no hay escena que no avance sin su “consentimiento”.

Aunque, en general, la trama y sus otras líneas se encuentran bien hiladas y rematadas, se observa cierta indecisión y hasta descontrol, por cuanto Hugo Pratt compaginaba esta obra con otros menesteres profesionales en esos últimos meses de 1969 y los primeros de 1970. Muestra de ese descontrol es que a Corto Maltés le intentan asesinar hasta en tres distintas pero tan solo separados por un par de escenas: un disparo de pistola, otro de fusil que termina en accidente de tráfico y, después y sin mediar arma de fuego de por medio, es arrojado al vacío durante un arrebato de ira de El Monje. ¿Podría justificar o ser la voluble decisión del autor una argucia para probar la fuerza del personaje o dar más presencia a otros?

Por su parte, Caín y Pandora sufren de un grave caso de bipolaridad: en un momento odian a muerte o aman con desesperación; son independientes con todas sus consecuencias o dependen de cualquier mano amiga como si fueran niños desamparados, dándoles lo mismo que la persona que esté a su lado sea Cráneo, Slütter, Tarao, Corto Maltés…, cualquiera, salvo Ras, claro.

La tensión familiar que pretende Pratt con la relación de El Monje con los Groovesnore no es tal, pues es tan evidente como inocua para el desarrollo de la trama en sí; pero lo que de verdad se le va de las manos a Pratt en el aspecto de guión es la línea temporal: si no retenemos fecha alguna, podríamos incluso llegar a afirmar sin titubeos que la historia se desarrolla en un lapso de tiempo no mayor al de tres o cuatro meses; sin embargo, comienza el 1 de Noviembre de 1913, mucho antes del estallido de la primera guerra mundial, y la última escena data de una fecha poco posterior al día 18 de Enero de 1915. Y lo cierto es que no nos hemos percatado del paso del tiempo al movernos entre las islas del Pacífico y de los sentimientos y avatares de este relato pirático tardío.

Como ya he adelantado anteriormente, la peor parte del tomo se la lleva el apartado gráfico, con un Pratt ora entregado, ora apático, agobiado e, incluso, frustrado. En ningún momento encontraremos al dibujante de «Ernie Pike» o el de la etapa inglesa (¡qué más quisiéramos!), y demasiadas veces al de «Fanfulla»; todo ello mezclado en un cóctel mortal en el que el propio Pratt no fue nunca capaz de retratar a sus personajes con una sola cara. Se observan demasiados trazos rudos y hasta enojados; entintados anchos que no parecen guardan relación con plazos de entrega; viñetas en las que falta un equilibrio base de composición (aunque muchas otras se empleen en monografías para aprender a dibujar); y un Corto Maltés en constante transfiguración, que envejece y rejuvenece (y hasta le sale vestuario no se sabe de dónde) como por arte de magia, y eso que cuenta con sobrados elementos que lo vinculan físicamente al capitán del vapor Golden Vanity, Tipperary O’Hara («Ana de la Jungla») y a un familiar muy cercano a Pratt: su tío Ruggero.

Por último, podríamos discutir acerca de qué versión de «La balada del mar salado» es más atractiva para su lectura: si el original en blanco y negro o el posterior en color. Es difícil decidirse, por cuanto el exceso de entintado es un lastre en la mayor parte de las ocasiones para el trabajo de un buen colorista, por lo que tan solo me quedo con las escenas de mar y cielos abiertos, cuyas viñetas son saciadas con encanto y melancolía. 

«La balada del mar salado» permitió a Hugo Pratt extirparse de imaginación, al plasmarla en papel, una línea y un personaje que lo harían inmortal, aunque no fueran sus favoritas y con las que se sentía más orgulloso (él prefería a «Ticonderoga Flint»). Así nos permitió libar el caldo fresco de una fantasía épica, la continuación a las obras de hombres reducidos a cenizas, pero que viven y perduran entre las páginas de sus libros, cuyos títulos todo el mundo conoce, pero muy pocos han leído.

Lectura de 10 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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10 de Mayo de 2016



lunes, mayo 09, 2016

Entrevista a Cristóbal Ramírez Álvarez



Cristóbal Ramírez Álvarez irrumpe en la escena literaria del género histórico-naval con una trama cercana a la novela negra, que gira en torno a los claroscuros del plan de Escuadra Maura-Ferrándiz de 1908 y con el título «Plan de Escuadra».

Para la ocasión, he tenido el privilegio de poder conversar y redactar este artículo-entrevista que hoy os ofrezco:


Lectura de 9 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 737 (Viento-lluvia). Nimbostratos. Lloviendo
  • Termómetro: 15,5º
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jueves, mayo 05, 2016

«S.O.S.», de ABBA



Where are those happy days, they seem so hard to find
I tried to reach for you, but you have closed your mind
Whatever happened to our love?
I wish I understood
It used to be so nice, it used to be so good

So when you're near me, darling can't you hear me
S. O. S.
The love you gave me, nothing else can save me
S. O. S.
When you're gone
How can I even try to go on?
When you're gone
Though I try how can I carry on?

You seem so far away though you are standing near
You made me feel alive, but something died I fear
I really tried to make it out
I wish I understood
What happened to our love, it used to be so good

So when you're near me, darling can't you hear me
S. O. S.
The love you gave me, nothing else can save me
S. O. S.
When you're gone
How can I even try to go on?
When you're gone
Though I try how can I carry on?

So when you're near me, darling can't you hear me
S. O. S.
And the love you gave me, nothing else can save me
S. O. S.
When you're gone
How can I even try to go on?
When you're gone
Though I try how can I carry on?
When you're gone
How can I even try to go on?
When you're gone
Though I try how can I carry on?

Lectura de 5 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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miércoles, mayo 04, 2016

Viajar fuera de la Tierra sin seguro de vida

Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins, tripulación
de la misión Apolo XI
Cualquier persona que comience a leer este artículo, por necesidad o por fuerza, ya sabrá lo que es dejarse engatusar por bellas y dulces palabras, ideadas por un eficaz equipo de publicistas, y con las que ha acabado contratando una póliza de seguros que cubra casi cualquier eventualidad que le rodee. Ya le resultarán familiares o conocerá el significado amplio de términos como tomador, aseguradora y asegurado, prima, condiciones generales, franquicia… y, hasta es probable, que haya tenido el disgusto de saber qué se oculta en el reverso de la medalla tras comunicar un siniestro en un momento como en el actual, en el que las compañías de seguros entienden que todo parte es un instrumento potencial de fraude.

Entre las diversas clases de pólizas destaca la de vida. Cubre, paradójicamente, la muerte del asegurado y, aunque el dinero no hace que vuelva nadie del Otro Lado, permite que los beneficiarios puedan pasar el trago sin estreches económicas; casi a modo de premio de consolación.

Durante los primeros años de la carrera espacial en la NASA, concertar seguros de vida para los astronautas tendría que haber sido una práctica habitual, pues recibir tal cobertura forma parte del paquete de prestaciones propio para todos los funcionarios públicos de la Administración federal de los Estados Unidos de América; sin embargo, casi nadie contaba con el serio inconveniente que supondría pagar las primas una vez llegados al programa Apolo. Por supuesto, había entidades aseguradoras dispuestas a brindar un paraguas a estos hombres, pero nadie podía hacer frente a las económicas exigidas por éstas. Como ejemplo, contamos con la relación entre el sueldo anual de Neil Armstrong como astronauta, el primero hombre en pisar la Luna, y prima de seguro que le correspondería: frente a un salario anual de 17.000 $, la prima anual suficiente para cubrir la contingencia ascendería a 50.000 $.

Como hemos dicho, absolutamente nadie podía hacerse cargo, con su salario, de semejante importe, fijado de forma objetiva ante el alto porcentaje de probabilidades de un fallo catastrófico durante el desarrollo de las misiones a la Luna; y el pago de la prima al seguro era casi, si no superior, a la cantidad que percibirían los beneficiarios en caso de muerte.

Hallar la solución a tan peliagudo problema no fue tarea para tomársela a broma. Ser astronauta ya supone vivir en constante tensión y estrés, algo a lo que no son ajenas las familias, que reciben un golpe psicológico incluso mayor, teniendo por esposo/a y padre/madre a un/a completo/a desconocido/a, mudanzas que no parecen tener fin, desilusiones constantes y el miedo a la pérdida; por lo que, en aquellos primeros años de exploración, ante el peor de los escenarios posibles, el ingenio primó. Esos seguros de vida alternativos lo proporcionaron los propios buscadores de curiosidades y fanáticos de la carrera espacial, asiduos coleccionistas de memorabilia de las misiones. ¿Cuánto podría valer una fotografía autografiada por la tripulación del Apolo XI en caso de fallo catastrófico? Seguramente varios cientos de dólares de la época como poco.

Durante el periodo marcado de cuarentena previa al lanzamiento, los astronautas se dejaron las huellas dactilares y un callo en el dedo corazón apretando bolígrafos y firmando de todo: fotografías, sobres de primer día, etc.; un autógrafo era un seguro de vida tangible, a la par que sombrío, pero necesario, y todo el material firmado fue confiado a las personas correspondientes y a las familias, por si acaso.

Uno de los objetos más interesantes que podemos encontrar son los sobres de primer día de circulación (aunque no eran tales en este caso, ya que estaban preparados por aficionados y no por el Servicio postal), conmemorativos de la misión. Material filatélico con valor de coleccionista que, tras ser autografiados, se dejaba bajo custodia de los familiares de los tripulantes.

Si buscamos por Internet ejemplares con la firma de la tripulación del Apolo XI, daremos con algunos cuyo valor de venta se cifra en 5.000 US Dólares, lo cual nos proporciona una rotunda imagen de lo que suponían en su momento, en 1969.

Lectura de 4 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



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4 de Mayo de 2016



martes, mayo 03, 2016

Guardia de cine: reseña a «Marte», de Ridley Scott

Título original: «The Martian». Año: 2015. Color. EEUU-RU. 144 Minutos. Thriller-Ciencia ficción. Dirección: Ridley Scott. Guión: Drew Goddard (basado en el best-seller de Andy Weir). Elenco: Matt Damon, Jessica Chastain, Sean Bean, Kristen Wiig, Jeff Daniels. 

Antes que de que se distribuyera la cinta de «Blade Runner» por las salas de proyección, donde se esperaba con zozobra la siguiente obra del director de «Alien», se procedió a realizar (como es sana costumbre en la Industria) a tantear al respetable sobre el montaje en cuestión en distintos pases previos. Aquellos primeros y afortunados espectadores se levantaron de sus butacas, al de dos horas, con las retinas dilatadas ante el despliegue visual servido con elegancia en la gran pantalla; sin embargo, absolutamente nadie ocultó su malestar en las fichas de opinión: no se habían enterado de la misa la media, ni siquiera los que habían leído antes la obra de Philip K. Dick en la que el guión se inspiraba («Sueñan los androides con ovejas eléctricas?»). Pocos hubo que se sintieran de forma distinta a pulpos en un garaje.

Ridley Scott se vio obligado a dar el brazo a torcer al desbordarse las salas de reuniones con productores que se arrancaban mechones de pelo: no quedó otra que introducir comentarios de Rick Deckard en off, explicando aquí y acullá la jugada, pues el director se pasó, quizá, un poco de rosca y de criptográfico (para su alivio, pudo hacer y deshacer años después, razón por la cual tenemos seis versiones distintas del filme, si es que no me he dejado ninguna atrás).

Pues otro tanto de lo mismo puede suceder con «The Martian», aunque ya hay pocos productores capaces de soplarle a Scott. La cinta adolece de no pocas carencias para el público que no se haya trasegado la obra de Andy Weir y que necesita verse apoyado con más comentarios en off. Bueno es que no se nos dé la tabarra con el tema de las patatitas, pero se va a tal velocidad en el silencio durante las primeras decenas de minutos, que la gente que estaba a mi lado no se enteraba de nada. Se abandona al espectador en el más frío y desolador escenario, sin permitirle conocer en toda su extensión la verdadera odisea a la que se enfrenta el astronauta Mark Whatney durante los primeros días (soles) o cuando decide recuperar el aparato Pathfinder. Tan solo se suceden las fechas y como si nada: don’t worry, be happy, y nada más lejos de la realidad (ficción novelada). Cualquiera que haya leído «El marciano» me entenderá.

Y a esta lamentable sequía de información de apoyo para pulpos de garaje de primer curso, ha de unirse la simplificación hasta el extremo de la narración original del libro en su extrapolación a la gran pantalla, pues parece que al bueno de Whatney no le cuesta gran trabajo aguantar el trámite con un poco racionamiento de comida y un par de contratiempos bien simplones. Se nos priva de saber de su lesión de espalda cuando estalla el Hab; tampoco se explica porqué dedica un buen esfuerzo y tiempo en desmantelar medio rover a base de taladrazos (que en el libro lo hace con un taladro tamaño martillo neumático, pues no es tan fácil como hacer agujeros para colgar un cuadro de la pared); cuando se carga el sistema de comunicaciones de la Pathfinder y ha de comunicarse con la Tierra a base de puntos y rayas… Incluso sus viajes de cientos, cuando no de miles, de kilómetros en el rover se ilustran como paseos campestres (oh, Dios, no lo fueron, me acuerdo bien: ¿Dónde están la tormenta y el accidente que hizo volcar el rover cuando llega al cráter Schiaparelli?).

La simplificación sigue avanzando por un camino torcido, afectando, por ejemplo, a la naturaleza y extensión de la colaboración de la agencia espacial de la República popular de China, con la cesión del cohete Taiyang Shen (aún menos que en el libro, que ya es decir). De sus consecuencias positivas sabemos gracias a los títulos de crédito finales, pero nada se nos dice de las negativas, que las hubo. 

Simplificación que afecta incluso a personajes tan claves (y divertidos) en el texto de la novela como son Mitch Henderson o Annie Montrose, director de vuelo y responsable de relaciones con la prensa de la NASA respectivamente; ambos demasiado descafeinados y correctos, dejando de ser contestatarios y beligerantes, llegando incluso a trasladarse parte de la personalidad de Mitch a Ted Sanders, director de la NASA, por lo que el tipo que interpreta Sean Bean pasa a ser débil e inseguro y el de Jeff Daniels a menos pusilánime

Por su parte, Annie, en cuanto a diálogos, es rebajaba con agua para encajarla a la perfección y sin fricciones en un lenguaje políticamente correcto (extremo éste último que se replica como un virus, afectando incluso a los tripulantes de la Hermes y al rescate final de Whatney).

Lenguaje y comportamiento políticamente correcto para nuestros delicados oídos. ¿Por qué no se comenta el plan en caso de que la Hermes fracasara en la recogida de la Taiyang Shen? ¿Demasiado peliagudo introducir la incógnita del fracaso y el posterior canibalismo? ¿Por qué el humor negro ha desaparecido? Me acuerdo perfectamente de la escena en la que el protagonista se pregunta si habrá páginas web conectadas a los satélites de la NASA y que se titulen See Mark Whatney to die.

La película pudo haber salvado la insustancialidad del texto novelado en cuanto al trasfondo personal de los miembros de la misión ARES 3, pero ni siquiera eso. 

Parece como si Scott se paseara como un elefante de puntillas, que deshoja sin piedad el árbol de «El marciano». 

Pero, si apartamos la mirada de todos estos raspones en la pintura de «Marte», nos encontraremos con un producto técnicamente impecable y con unas decisiones por parte del director muy acertadas. Particularmente, me ha encantado el empleo de las minicámaras distribuidas en trajes, habitáculos y vehículos para escudriñar a Mark Whatney. Es una película que va ganando enteros e interés a medida que se desarrolla, incluyendo un acertado final que sí completa el vacío narrativo en el que nos deja la novela en su última página.  

A ese nivel nada podemos objetar salvo algunas fruslerías en las que no vamos a perder el tiempo. Es una película mejorable y que, ojalá, permita a Scott poner a la venta otro de sus dignos montajes del director, pues sus dos horas y pico no dan para mucho.

No quisiera dar por finalizar esta reseña sin hacer una breve mención a la banda sonora original e instrumental de la película. He de confesar que me gusta mucho pincharla y escucharla en el trabajo; ciertas piezas se me antojan como dignas y útiles para amansar fieras en pleno ataque de estrés, pero he de acusar con el dedo bien estirado al compositor Harry Gregson-Williams de presentarnos a los oídos una obra carente de toda originalidad. No pretendiendo ser hiriente, he encontrado cuatro pistas que me recuerdan (sin comillas) a las bandas de otros cuatro filmes, cuyos títulos me los guardo para mí (pero ésta no es una opinión única en la Red, así que los curiosos podréis buscar y encontrar por ahí); incluso he dado con una pieza que es prácticamente igual a una que se esconde en uno de mis viejos cds de música instrumental folk de la Coste Este de los EEUU.

Pero nada de sangre; lo dicho. Digamos que cumple con su cometido, pero no ensalza la película a la que se funde hasta hacer única en el apartado sonoro.

Ahí queda eso.

Lectura de 3 de Mayo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 15º
  • Higrómetro: 57%

3 de Mayo de 2016