martes, enero 29, 2019

Guardia de televisión: reseña a la primera temporada de la serie de animación nipona «Hisone y Masotan»

Título original: «ひそねとまそたん». Japón. Animación de fantasía y ciencia-ficción. 2018. 12 episodios de 30 min. aprox. Creadores: Higuchi Shinji, Okada Mari. Estudio: Bones

«Hisone to Masotan» es una serie de adultos para adultos que ha cosechado alabanzas entre el público y la crítica, a pesar de hacer una enérgica defensa de valores e ideales defenestrados en Occidente. Su principal ingrediente es el desarrollo humano y personal desde la óptica nipona (extrapolable, en muchos aspectos, a nuestra cultura)

Lo más notable de las plataformas digitales de entretenimiento es su casi inabarcable fondo de títulos, capaz de satisfacer todo tipo de gustos y a todo tipo de espectadores. Tan vasta colección no se ha creado para que la “agotemos”, sino para que encontremos allí dentro aquello mismo con lo que disfrutemos de verdad. Por ello no es de extrañar que NETFLIX esté haciendo hueco para las producciones de animación japonesa, como ésta de «Hisone y Masotan», que muchos críticos han interpretado como un resurgimiento del género de “mechas” (véase «Mazinger Z», «Gundam», «Patlabor», «Evangelion», etc.), aunque con un toque de distinción y naturaleza al sustituir al dispositivo mecánico mediante la incorporación de un ente vivo donde se instala el piloto humano: un dragón.

«Hisone y Masotan» posee un argumento demasiado fantasioso, tanto que le hace perder pie en más de una ocasión. La existencia de dragones que estén al cuidado y servicio de las Fuerzas Japonesas de Autodefensa (FJAD), hábilmente enmascarados como aviones de combate, resulta, cuanto menos, chocante y hasta ridícula, pero no menos cierto es que este elemento “natural” y con “personalidad” permite una mayor empatía y cercanía por parte del espectador que con respecto a un inerte amasijo de hierros, como sería el Alphonse de «Patlabor».

Y este secreto de Estado llega a conocimiento de Amakasu Hisone por un guiño del destino. Hisone es una chica tímida, oculta tras una masa de la “normalidad” social entre cuyos engranajes no encuentra su sitio; siempre mete la pata al ser no ser capaz de poner freno a su bocaza, aireando sus pensamientos y opiniones en voz alta y con la sinceridad por bandera, lo cual le acarreará no pocos disgustos al herir a los que la rodean en su orgullo, vanidad, modestia… Tras finalizar los estudios de bachillerato, Hisone confirma que es presa de un temor común a muchos jóvenes en todo el mundo industrializado: ¿qué hacer con su vida, qué senda tomar para el futuro inmediato y el posterior? La soledad social en la que Hisone ha crecido, su incapacidad para formar un sano círculo de relaciones, así como su urgencia por ser y sentirse útil, la animan a alistarse a las FJAD, siendo destinada a tareas administrativas en la base de la Fuerza Aérea de Gifu, hasta que una orden, que no parece interpretar muy bien, la conduce hasta una parte apartada y poco transitada del complejo militar: el hangar 8. Con los niveles de timidez y miedo a un nuevo fracaso por encima de la media, Hisone cruza las puertas de la silenciosa estructura, donde la envuelve una atmósfera más propia de una película de terror. Del fondo de una humeante piscina, emergerá una enorme figura negra, de grandes e implacables ojos y una boca cargada de dientes que la engullirá sin mediar palabra.

Hisone despertará en estado de shock en la unidad médica de la base, donde dos oficiales le explicarán qué le ha sucedido, que no es otra cosa que el haber sido elegida por el organismo volador transformable (OVT) de Gifu para ser su piloto. Y así es como darán comienzo las aventuras de Hisone junto a un ser que luego se nos muestra como adorable y que le permitirá ir avanzando y creciendo a medida que el resto de personajes se van presentando y el propósito principal de ese escuadrón militar se concreta.

A partir del incidente en el hangar 8, Hisone, como protagonista, se desarrolla como persona y encuentra respuesta a todas esas preguntas que la han estado torturando; incluso dará con su propio valor como mujer y soldado, asimilando y exponiendo una visión del sacrificio por amor y no por fanatismo o irresponsabilidad. Hisone modifica sus sentimientos y, con ella, Masotan, un dragón que mantuvo un decálogo inalterable con el paso de las décadas y de sus distintas pilotos.

El otro personaje que sufre una metamorfosis positiva es Kaizaki Nao, quien recibe de mala gana a Hisone cuando ésta se incorpora en la unidad dragón. Su comportamiento hacia la novata roza (y supera) el límite del maltrato físico y psicológico, pero es que Nao se ve intimidada por una piloto que compite con ella, por lo que se espera de ella, por lo que se ve incapaz de conseguir; es como si fuera el reflejo de la propia Hisone en un espejo deformado y Nao, solo ella, tiene derecho a estar allí, al contrario que una chica que acaba de alistarse y que nada pinta en el hangar 8. Y es que Nao es hija de una famosa piloto dragón, pero no consigue que Masotan la acepte, mostrando su enfado de forma un tanto infantil cuando el OVT traga a Hisone nada más conocerla. 

Nao se transformará por dentro al darse cuenta que no tiene que vivir a la sombra de los logros de su madre, sino que, como Hisone, ha de saber hacerse útil, algo que es tan necesario en la sociedad nipona como el respirar.

El resto de personajes se ven envueltos en distintos planos de confusión, miedos y cambios durante la preparación y ejecución de la misión por la cual han sido escogidos: un ritual shintoista secreto de cuyo resultado depende el bienestar del país. En este plano es donde se da un salto más allá en el género de “mechas”, al introducir aspectos religiosos y mitológicos, pero que, una vez metidos en harina, rozan menos que la existencia de dragos disfrazados de aviones.

Destaco ahora el personaje de Okonogi Haruto, que es aquel que causa en Hisone unos sentimientos que no tolerará Masotan y que llevará a la piloto al extremo de tener que convertirse en una heroína; pero no menos interesante es Hoshino Ei, una aviadora que  malinterpreta muchas cosas: se muestra atrapada en una unidad que entiende como inútil que está ahogando en el fango sus posibilidades de hacer realidad un sueño de niñez y guerrea contra los hombres, a quienes no ve como compañeros sino como enemigos. También resulta interesante la capitán Kakiyashu, abrumada por la personalidad de Hisone y su aparente debilidad.

El resto de personas son divertidos y hasta kawaii (como en el caso de Mayumi Hitomi), pero son perfilados de forma pobre (sobre todo Satomi Arai), como simples y meros conductores narrativos o elementos cuasicómicos, a excepción de la anciana Hinomoto Sada, que es la contraparte de Hisone en un tiempo y espacios diferentes, una mujer que fue piloto durante la segunda guerra mundial y participante en el anterior ritual, y que no supo dar con una solución que podría haber cambiado muchas vidas setenta años atrás.

Pero dejemos ya a los personajes, tanto principales como secundarios, y pasemos al estilo, bien diferente al que suele ser habitual en el mundo de la animación japonesa. No presenciamos un derroche visual ni gráfico; las líneas que dibujan a los intervinientes y lo que les rodea con cierta simplicidad, apenas son algo más que esbozos sin detalles que redunden en un peso puramente ornamental. Incluso algunos individuos carecen de fosas nasales y, salvo con el OVT gigante que hay que guiar y apaciguar, los colores predominantes son planos, sin apenas brillo, como si se tratara de producir un anime europeizado. Pero, ¿queda mal?, ¿«Hisone y Masotan» necesitaría haber sido regado con más dólares y más mano de pintura? Yo diría que no, pues hay que entender que la historia de «Hisone y Masotan» da peso a los personajes (aunque no con el resultado que habrían deseado sus creadores) y a aquello que les ha llevado a ese instante y en qué se acaban convirtiendo. Los estudios de diseño profundos y el virtuosismo colorista es secundario o terciario, sin apenas valor en el argumento, que reúne tantos y tantos guiños a la cultura nipona, tanto actual como antigua, siempre viva.

No hay que dejarse engañar por la sencillez de trazo o cierto ingrediente de monería e, incluso, histrionismo en los personajes humanos y dragones; tampoco por las suspicacias que pueda causar la forzada relación entre estos extraños “mechas” y su propia e inventada existencia (o la imposibilidad de que nadie los pudiera pilotar de la forma en que se muestra), pues es una serie de adultos para adultos que ha cosechado alabanzas entre el público y la crítica, a pesar de hacer una enérgica defensa de valores e ideales defenestrados en Occidente.

Y, vaya, no me puedo resistir a sellar este artículo con los títulos de crédito finales, con la voz de France Gall y su «Les Temps De La Rentrée» (1966):


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martes, enero 22, 2019

Guardia de cómic: reseña a los dos volúmenes de «El oro y la sangre»

Título original: «L'Or et le sang»
2014 SPACEMAN BOOKS
ISBN: 978-84-94324-1-2 y 978-84-16417-00-1
Traducción: Lorenzo F. Díaz
Dos volúmenes de 113 y 120 páginas respectivamente
Si lo que se busca es pasar el rato con una trepidante narración clásica de aventuras, es una obra perfecta. Eso sí, no esperéis entre sus páginas mucha fidelidad histórica, pues el trabajo de documentación deja, en muchos aspectos, bastante de qué desear

Maurin Defrance y Fabien Nury, al guión, y Fabien Bedouel y Merwan, al dibujo, nos presentan la historia de dos hombres que se conocieron en las trincheras durante la Gran Guerra; de dos hombres de dispares orígenes, cuyas vidas se unen con fuertes lazos de amistad y por unas ganas locas de cumplir con un sueño que los mantuvo vivos bajo los obuses del enemigo: ser piratas en el Mediterráneo y seguir, en la medida de lo posible, los pasos de Arudj Barbarroja. Ellos son Calixte de Prampéand y León Matilo. El primero es un oficial de noble cuna que no encuentra su lugar tras la firma de la paz; en su mansión le espera una esposa a la que no ama y un mundo que le resulta hostil pues carece de empatía hacia el cruel destino de los soldados caídos y el de aquellos que lograron sobrevivir y sufren un constante desprecio social. Calixte se siente extranjero entre las paredes que lo vieron crecen.

León es un corso, un soldado raso arrastrado al fuego de la guerra y que ayuda a Calixte a aguantar en el infierno, ganándose el agradecimiento eterno del oficial. La paz para él supondrá volver a la miseria en la que se movía por Marsella, como uno más dentro del organigrama de los círculos mafiosos, como un criminal de baja estofa, pero León es un tipo listo, intrépido y sin nada que perder.

Tras el armisticio y la firma de la vergonzante Paz de Versalles, ambos amigos se reencuentran. La urgencia de Calixte por huir de su cómoda prisión y los planes oscuros de León precipitarán una aventura que llevará a ambos al Norte de África y a hacer dinero a costa de los incontrolables excedentes de guerra. No importa quién sea el mejor postor, por lo que ambos no se arrugan en tratar con Abd-El-Krim e involucrarse en el conflicto del Rif como traficantes de armas. Pero lo que era una simple aventura para enriquecerse y vivir rápido, sin colores ni banderas, termina siendo un compromiso por culpa de Calixte: el ex oficial parece haber encontrado un hogar entre las colinas peladas donde son dueños los rifeños, dirigiendo a las tribus en una guerra contra las potencias colonialistas. En Calixte se produce una metamorfosis que le hace renegar de su pasado, de todo, llevando a León a la zaga y a regañadientes. Calixte acaba dirigiendo el harka, se convierte al Islam y hasta contrae nupcias con la bella y dura Anissa, todo ello en mitad de la vorágine del Desastre de Annual y los meses que vinieron después.

«El oro y la sangre» bebe directamente, salvo mejor opinión, del relato de Rudyard Kipling «El hombre que pudo ser rey», quizá más de su versión cinematográfica a cargo de John Houston. La narración de aventuras es de ganas de patearle el culo al destino, de tomar las riendas y ganar por la vía fácil; un viaje de cambio, de encontrar un nuevo sentido vital, de arrancar todas las capas a los personajes principales, aún con sus contradicciones, hipocresías, pecados y hasta virtudes.

Son dos tomos (cuatro en el original francés) que se leen fácil, con el gancho de un anciano León que relata su vida a un chiquillo para el que los sueños no se han convertido en realidad, que no conoce el hedor de la pólvora y la sangre. Pero si se tiene algo de idea de la época y el conflicto que sirve de telón de fondo, el apartado gráfico deja de qué desear en cuanto a ambientación y fidelidad, sobre todo en lo referente a los españoles. No sé de dónde se habrán sacado los autores el que los oficiales del Ejército de Alfonso XIII vistieran képis o sus hombres uniformes como los de los soldados italianos de la década de 1930. Tampoco sé qué material documental han consultado para dibujar al general Silvestre, siendo que el real y el del cómic se parecen lo mismo que un huevo a una castaña. ¿Más? ¿Queremos más? La bandera que ondea en los cuarteles españoles tiene un escudo que no se vería hasta 1982, para terminar con el blanqueamiento de los rifeños, cuya forma de hacer la guerra queda silenciada, al contrario que con respecto al bando europeo (coincido en que hay que repartir las cartas que corresponden a cada cual, pero no me parece que los harkeños se merezcan semejante discriminación positiva). ¡Ah, se me olvidaba! Aparece hasta Franco como fugaz secundario, pero ni aciertan con su graduación militar en aquel entonces.

Y seguro que me dejo mucho, pero no estoy para tales esfuerzos.

No habría supuesto un esfuerzo titánico haberse documentado mejor, pues la información está disponible con solo entrar en Wikipedia, las veinticuatro horas del día.

Pero, bueno… Si lo que se pretende es pasar un buen rato con una lectura de aventuras con estilo clásico, sin ser escrupulosos, «El oro y la sangre» es más que recomendable.

Lectura de 22 de Enero de 2019 a las 1200 horas




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jueves, enero 17, 2019

«Good Morning Little School Girl», Ten Years After



Good morning little schoolgirl
Can I go home, home with you?
Good morning little schoolgirl
Can I go home, home with you?
Tell your mama and your papa
Big be schoolboy, too

I won't bore you, yeah
Baby, I won't bore you all night long
Yes, I do
Baby, I wanna ball you
I wanna ball you all night long
Tell your mama and your papa
Baby, baby, doing nothing wrong, child
I'm doing nothing wrong, yeah

I won't bore you, yea, yea, huh
Baby, I wanna ball you all night long
Yes, I do, child
I won't bore you, darling, yea
I won't bore you all night long
Tell your mama and your papa
Baby, baby, we're gonna do nothing wrong
Wrong , wrong, wrong
Baby, I wanna ball you every night
Oh, yeah, come on now

Lectura de 17 de Enero de 2019 a las 1200 horas




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miércoles, enero 16, 2019

El HMS «Victoria» y su naufragio



Éste es un post que no se decide con quién bailar: si con la sección de «Apuntes», si con la de «El coleccionista de pecios», como ha sucedido con otros tantos en el pasado. Mas, a sensu contrario, en esta ocasión no podré mostraros el perfil de un barco hundido gracias a capturas de Google Earth, pues la profundidad en la que se encuentra impide todo visionado si no es a través de unas gafas de buceo y tras adquirir cierta preparación.

Pero, ¿cuál es la maravillosa excusa para que el pecio del acorazado HMS Victoria esté entre dos aguas? Pues porque, con toda probabilidad, es el único naufragio en el que el buque se encuentra en una posición casi de 90º, vertical, como una aguja enterrada en el fondo marino.

Datos del HMS Victoria



Botado el 9 de abril de 1887, el Victoria iba a ser bautizado como Renown, aunque se decidió que adoptara otro más ilustre como guiño cómplice de la Armada en plena celebración del Jubileo de oro de la reina Victoria.

Su construcción se inició en 1885 en los astilleros de Armstrong, Mithchell & Co., con un coste de 845.000 £ y un diseño (clase Victoria) que solo se empleó una vez más para su gemelo Sans Pareil, con el que se completaba «la pareja de babuchas» (su proa, extremadamente larga, con una superestructura concentrada de la mitad hacia popa, era una característica que permitía portar semejante torreta proel, pero su baja altura hacía que la cubierta estuviera bañada por el agua constantemente, hundiéndose en la mar).

Observar sus evoluciones debía ser cosa admirable, pues desplazaba 11.200 toneladas y sus dimensiones eran de 100 m. de eslora, 21 de manga y 8,15 de calado. Sus dos máquinas Humphreys & Tennant de triple expansión le permitían alcanzar una velocidad máxima forzada de 17,3 nudos, aunque la de crucero se reducía a 16.

Su armamento era, como poco, formidable: su torreta principal se componía de dos cañones de 413 mm., a lo que hay que sumar veinticinco piezas entre 254 mm. y 57 mm., así como seis tubos lanzatorpedos.

El cinturón blindado tenía un espesor máximo de 46 cm., que disminuía a proa y popa. Las torretas tenían poco menos protección (43 cm.), siendo que el puente era uno de los puntos más débiles (7,6 cm.).

El Victoria fue otro insigne dios olímpico de desproporcionada masa de metal, un insaciable devorador de carbón, que hendía los mares a finales del s. XIX; era el buque insignia de la escuadra de la Royal Navy en el Mediterráneo hasta su funesto fin, un día de verano de 1893. En el tope del palo mayor ondeaba el gallardetón del admirado y popular almirante George Tryon, un tipo bravo, quizá demasiado apegado a las maniobras sorpresivas que gustaban al aún añorado lord Nelson, con la diferencia de que éste último comandaba hermosas cáscaras de nuez impulsadas por el viento y el primero gobernaba una máquina capaz de desplazar más de 10.000 toneladas de blindaje y cañones de 413 mm. gracias a unas calderas que generaban 12.000 caballos de fuerza y unos asombrosos 17 nudos.

Al mando de Tryon, como comodoro, se encontraba un total de nueve naves de diferente porte, entre las que destacaban el Victoria (capitán Bourke), obviamente, y el de poco menor arqueo y prácticamente idéntica fuerza Camperdown (capitán de navío Johnstone, con el contralmirante Markham abordo), ambos dos acorazados y parte de las joyas más recientes relucientes de entre las adquiridas por la Armada británica. Quizá para alejar todo fantasma de ociosidad durante su escala en Trípoli, a Tryon se le ocurrió la fantástica idea de hacer salir a la escuadra de maniobras, en dos líneas paralelas y sin haber tomado las precisas precauciones en cuanto a la distancia de seguridad entre naves (algunos estudios afirman que apenas habría 800 metros entre la popa de uno y la proa del otro). 

Hacia las cuatro y media del día 22 de junio de 1893, a siete millas náuticas de Trípoli, aconteció el desastre: como era de esperar en un espíritu bravo, pero negligente, Tryon cambió las órdenes en el código de banderas, exigiendo un brusco viraje a estribor. Desde el Camperdown, que era el que seguía al Victoria a su derecha, no se supo interpretar con la debida rapidez lo que mandaba Tryon, aún manteniendo su velocidad. Sin posibilidad remota de que hubiera una correcta comunicación entre puente, donde todos correrían como pollos sin cabeza, y las cegadas calderas, el Camperdown impactó con su espolón contra la banda de estribor del Victoria.

HMS Camperdown
Markham, solo pensando en la seguridad de su buque y la de sus hombres, ordenó atrás ¾, lo que permitió que su proa se desencajase del costado del Victoria, permitiendo una mayor entrada de agua, pero, al final, un menor número de víctimas, pues ambos acorazados estaban comprometidos.

En tan solo doce minutos, el Victoria fue devorado por el Mediterráneo. Las tareas de salvamento, principalmente realizadas por las lanchas del Camperdown, lograron rescatar de las aguas a un total de 255 hombres, siendo que el recuento final de fallecidos ascendería a 422 entre jefes, oficiales, clases de marinería e infantería de marina (algunas fuentes indican que se debió al gran número de personal bajo cubierta y a la estrechez exagerada de las escotillas).

El naufragio del Victoria fue el último de la una larga serie de desastres navales que afectaron al Reino Unido, que sumaba, sin la intervención de fuerzas extranjeras enemigas, un total de 4.289 tripulantes muertos en treinta años.

Biografía de George Tryon




George Tryon (1832-1893) era uno de los primeros altos oficiales en el escalafón de la Marina real inglesa, a la que accedió como guardia marina en 1848 y con la que recibió su bautizo de fuego durante la Guerra de Crimea.

Durante el desenvolvimiento de su carrera militar, participó en distintas campañas y desempeñó distintos cargos desde Abisinia a la Estación naval de Australia.

En 1888 organizó las Reservas navales del Imperio y demostró sus dotes de mando y estratega durante las maniobras desarrolladas entre 1888 y 1890, por lo que resultó ser un almirante indiscutible e indiscutido, de ahí que sorprenda tanto el error que provocaría la pérdida del Victoria.

En septiembre de 1891 tomó el mando de la Escuadra del Mediterráneo, trasladando su insignia a bordo del Victoria.

El consejo de guerra para la determinación de responsabilidad con respecto al naufragio del Victoria se celebró el 17 de julio de 1893, a bordo del Hibernia, fondeado en Malta. La conclusión a la que llegó el tribunal nos ha servido para la narración previa: Tryon calculó erróneamente la distancia de seguridad y el diámetro de giro de los buques. El accidente estaba plagado de incógnitas y hasta hubo rumores acerca de una posible explosión previa en el interior del Victoria que pronto fue desechada por el Tribunal, quien tomó buena cuenta de la declaración del teniente lord Gillford, quien aseguró que en los momentos posteriores al impacto, el propio Tryon le habría confesado que toda la culpa era suya en exclusiva, como comandante jefe de la escuadra.

Puede que la sentencia a bordo del Hibernia hubiera sido más severa si Tryon hubiera sido alguien con menor renombre en la sociedad victoriana, aun cuando todas las culpas fueron a parar sobre su cabeza. Bourke y los demás oficiales supervivientes fueron absueltos; seguían órdenes, pero eso no les libró de una severa amonestación.

El naufragio causó cierta conmoción entre las superpotencias europeas y americanas, España incluida, a pesar de que no dejaba de existir tensión entre nuestros dos países. Tanto el Senado como el Congreso impulsaron mociones para que el Gobierno mostrase las condolencias del pueblo español, siendo incluso que se promovió suscripciones populares (sobre todo en la Marina de guerra), para ayudar a las familias de los fallecidos en el accidente del Victoria.

Hoy día, a unos 150-160 m. de profundidad descansa, como cementerio militar, el pecio del Victoria, en una inusual y perfecta posición de 90º, que se debe, según algunos estudiosos, al que el agua entrante afectó en su totalidad a la proa (otros dicen que también pudo ayudar la propia fuerza de las máquinas en funcionamiento, aunque sobre esto tengo mis propias dudas).

Lectura de 16 de Enero de 2019 a las 1200 horas




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martes, enero 15, 2019

Guardia de cine: reseña a «La fortaleza escondida»

Título original: «Kakushi-toride no san-akunin». 1958. Japón. B/N. Aventura, drama. 2 h. y 19 min. Dirección: Akira Kurowawa. Guión: Ryûzö Kikushima, Hideo Oguni, Shinohu Hashimoto y Akira Kurosawa. Elenco: Toshirô Mifune, Minoru Chiaki, Kamatari Fujiwara, Susumu Fujita, Takashi Shimura, Misa Uehara

Una película que inspiró a George Lucas para escribir «La Guerra de las Galaxias» y en la que encontraremos a los personajes de Obi-wan Kenobi, la princesa Leia y los androides C-3PO y R2-D2

La cámara sigue muy de cerca, a escasos pasos de distancia, a dos harapientos y rezagados ashigaru pertenecientes a un ejército ya inexistente. Su deambular es tan quejumbroso como las frases nada amables que se dedican el uno al otro, lamentándose de la suerte que comparten, incluso la de seguir penando juntos a lo largo de aquella cadena de catástrofes que no parece tener fin y que comenzó cuando decidieron abandonar su vida campesina, vender todas sus posesiones para comprar armas y partir a una guerra civil que prometía generosos botines y no la miseria que ahora se ceba con ellos. Las desventuras y los insultos serán la constante para estos dos individuos graciosos y patéticos, carcomidos por la mala suerte y la codicia más extremas, más si cabe cuando realizan un descubrimiento asombroso: de un palo, que han recogido como leña para un fuego que les desentumezca y cocine un poco de arroz, surge una delgada barra de oro y no resultará ser la única que hallarán, momento en el que son sorprendidos por un hombre recio que responde al nombre de uno de los altos generales derrotados y que los arrastrará hasta una fortaleza que se resguarda de miradas curiosas y aviesas en las estribaciones laberínticas de unos valles baldíos; un lugar prácticamente inaccesible donde ha encontrado refugio la última descendiente del clan vencido y que ha de sobrevivir para restaurar su dinastía, debiendo antes regresar a los dominios familiares.

En la carátula del DVD de la colección «Grandes maestros del cine japonés» no hay escrúpulo alguno para que, con palabras de buen tamaño, rece que ésta es «La película de aventuras que inspiró “La Guerra de las Galaxias”». Para todo aquel que sea aficionado al próvido universo creado por George Lucas, tal aserto no ha de resultarle novedoso, pues el propio cineasta así lo reconoció en su día: los dos personajes protagonistas de buena parte del filme son aquellos dos en los que se reflejan los androides C-3PO y R2-D2, siendo ambas historias paralelas durante los primeros minutos, con pelos y señales (incluso el reencuentro en la fortaleza tomada por el enemigo-transporte de los jawas), aunque los humanos resulten ser censurables por egoístas, codiciosos (en ellos anida la propia codicia de Han Solo para ayudar a la princesa y a la rebelión), cobardes, estúpidos y lastimeros, incluso aborrecibles.

George Lucas adoptó también como suya la forma de Kurosawa de ir trasladando al espectador de una escena a otra en el que sería titulado como Episodio IV, con cortinillas, recurso que marcaría buena parte de la saga, así como otros elementos y personajes: el general Rokutora Makabe suministra las notas básicas para Obi-wan Kenobi, incluso haciéndolo combatir con un amigo que está a las órdenes de un señor que lo desfigura y lo humilla; un amigo, en general Hyoe Tadokoro, al que consigue atraer hacia su bando. La princesa Leia también nace de los recovecos de la obra de Kurosawa, con la altivez y el genuino sentimiento de Yuki hacia el sufrimiento de su pueblo, trasladando a la cinta el principio que debían cumplir los daimyos: el pueblo no es vasallo de su señor, sino que el señor ha de ser vasallo de su pueblo, ha de estar a su servicio (nota que pudimos escuchar de S. M. Felipe VI en su primer discurso de Navidad), actuando con rectitud y justicia, rehusando las armas de la humillación y la crueldad. Y, estirando un poco, esa poza donde la fortaleza se surte de agua dulce, ¿no se parece a la charca de Yoda en Dagobah?; la entrega del premio a los desventurados Tahei y Matashichi, ¿no recuerda a la ceremonia de reconocimiento a Luke y Han Solo, aunque con menos grandiosidad?

La cinta resulta divertida en muchos aspectos y hasta épica en sus contados combates en los que Toshiro Mifune vuelve a demostrar su fuerza expresiva y vocal, pero resulta ser demasiado larga, como muchas producciones de Kurosawa, pues se obliga a dar espacio para una ventana por la que nos asomaremos al Japón feudal. Llegamos a aborrecer hasta el hartazgo a los andrajosos y codiciosos Tahei y Matashichi en escenas que no tienen cierre aparente y que solo ganarán impulso cuando dejan atrás la fortaleza, cargando con el oro del clan de la princesa. 

Por su parte, el mismo final es en sí es excesivo, preñado de distintos términos, sensación que nos ha embargado a igual que les sucedía a los espectadores de «El retorno del rey» de Peter Jackson que no se habían tomado antes la molestia de haberse leído la obra de J. R. R. Tolkien, causando la resuelta y nada meditada impresión de que podría haberse solucionado de otro modo, sin perderse por ello el mensaje de servicio y de reconocimiento hacia los leales.

jueves, enero 10, 2019

«Slow Burn», David Bowie


Here shall we live in this terrible town
Where the price for our minds
shall squeeze them tight like a fist
And the walls shall have eyes
And the doors shall have ears
But we'll dance in their dark
And they'll play with our lives

Like a Slow Burn
Leading us on and on and on
Like a Slow Burn
Turning us round and round and round Hark who are we
So small in times such as these
Slow Burn
Slow Burn

Oh, these are the days
These are the strangest of all
These are the nights
These are the darkest to fall
But who knows?
Echoes in tenement halls
Who knows?
Though the years spare them all

Like a Slow Burn
Leading us on and on and on
Like a Slow Burn
Twirling us round and round
and upside down
There's fear overhead
There's fear overground
Slow Burn
Slow Burn
Like a Slow Burn
Leading us on and on and on
Like a Slow Burn
Turning us round and round and round And here are we
At the center of it all
Slow Burn
Slow Burn
Slow Burn

Lectura de 10 de Enero de 2019 a las 1200 horas




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martes, enero 08, 2019

Guardia de literatura: reseña a «Nos vemos allá arriba», de Pierre Lemaitre

Título original: «Au revoir là-haut»
Traducción: José Antonio Soriano Marco
EDICIONES SALAMANDRA, Barcelona
Primera edición: mayo de 2014
ISBN: 978-84-9838-591-5
439 páginas
Calificada como antibélica, «Nos vemos allá arriba» es, para mí, un ejercicio de puro realismo y descripción de una sociedad herida, llegando a dar, incluso, para una película, cuyo tráiler, muy francés él, muestra lo que parece un dinamismo que no se encuentra en el texto, que es puramente dramático a pesar de contener una infinidad de escenas cómicas; un dinamismo muy a lo roaring twenties que yo no he degustado

Como en anteriores reseñas, he de introduciros en ésta a través de mis impresiones frente al escaparate de una librería, plagado de novedades. El cuadro que centra la portada de «Nos vemos allá arriba» me resultó poco menos que hipnótico, así como el título, que casi nada ha de ver con lo que acabó provocando en mí mente. Oí que esta novela se ambientaba durante los últimos días de la Gran Guerra y los años que la siguieron; y la conjunción plástica de todo eso me confundió y me hizo creer que los protagonistas debían ser aviadores de combate. Mi capacidad de deducción puede ser así de limitada y desangelada y, por tanto, errónea.

«Nos vemos allá arriba» revolotea alrededor de tres hombres que quedarán vinculados a una extraña suerte, a escasas horas de hacerse efectivo el Armisticio, de la siguiente forma: al altivo y miserable teniente de Infantería Henri D’Aulnay Pradelle, último representante vivo de un decadente y enfermo linaje nobiliar francés, ante la inminencia del cese de hostilidades, le urge una acción heroica y contundente para ganarse medallas que adornen mejor su pecho y le hagan ganar un ascenso y una mejor posición en tiempos de paz. Necesita forzar la toma de la cota 113 ante la desidia de sus hombres y la muerte providencial (o no) de dos exploradores, muy bien escogidos para la misión (uno mayor, que podría ser el padre de todos, y otro joven, que podría ser el hermano pequeño), soliviantará a los soldados hasta el punto de que enterrarán su agotamiento y hartazgo para lanzarse al ataque sin miramientos ni renuncios. Pradelle puede sonreír para sus adentros, pero no contaba con la variable que supondría el soldado Albert Maillard, quien tropezaría con los cadáveres de los dos exploradores, ambos con sendos disparos por la espalda. Aunque Albert era un poco lento, durante el fragor de la batalla une las piezas del puzle, pues no había que ser precisamente listo para sospechar que el propio Pradelle había asesinado a aquellos dos hombres para justificar el asalto.

Pradelle se encontró entonces con Albert. Al ser más rápido y ladino que el soldado raso, despreciando cualquier vida que se interpusiera en el camino a su meta, empujó a Albert, provocando que se precipitara hasta lo más hondo de un enorme cráter provocado por un obús del calibre 75.

Albert quedó atrapado, pues no había asidero alguno para volver a la superficie sin ayuda. En su desesperación comenzó a repasar su existencia, centrándose en la cínica e inútil de su madre, que se pasaba las horas criticando la blandura de su hijo, y en su novia, Cecile, la adorable y ardiente muchachita a la que había entregado su amor y cuya fidelidad era poco menos que discutible. Es entonces cual la Muerte salió al encuentro de Albert.

Un obús impactó a corta distancia, levantando una capa de tierra que sepultaría a Albert como una ola. El soldado ya solo tenía pensamientos para Pradelle, quien se le quedó mirando desde lo alto del socavón, sonriéndole, y para la cabeza descompuesta de un caballo que aterrizó frente a él, con toda esa tierra machacada.

Édouard Péricourt, intrigado por lo que acababa de hacer Pradelle frente a un cráter, echando una divertida ojeada al interior, y siendo testigo de cómo kilos y kilos de tierra sepultaban la hoquedad, sospechó de la maldad innata del oficial y de la posibilidad de que allá abajo hubiera un compañero. Aún con la ayuda de las manos desnudas, Édouard confirmó sus temores, pero su acto desinteresado y heroico sería recompensado con el impacto de un trozo de metralla que se llevaría por delante su rostro de dentadura superior para abajo, encadenándolo de por vida a la monstruosidad y a la morfina.

Albert, que salió indemne de su terrible experiencia, cargaría con la deuda, cuidando de Édouard y hasta consiguiéndole una nueva identidad, con los papeles de un soldado muerto, ante la negativa del mutilado a regresar a su acomodado hogar, donde le esperaba un padre difícil e incomprensivo. Édouard guardará desde que recupera la conciencia un rencor infantil contra Albert, más que nada por evitar que se suicidara en el hospital militar, aunque no se lo muestre abiertamente, pues comprendía y valoraba los esfuerzos de su camarada, quien, a su vez, vivía asustado por la sombra de Pradelle, ascendido a capitán y que no dudaría de acusarlo de cobardía ante el general Morieux por haberse “refugiado” en un agujero mientras el resto de sus compañeros se batían y morían. Pero todo se solventa de la forma más grotesca, dándole una idea genial al despreciable oficial.

Aún de forma no planificada, Albert y Édouard por un lado y Pradelle por otro, quedarán “hermanados” de por vida por lazos delictivos, incluso dos de ellos por lazos de familiares, aunque transiten por senderos que apenas se cruzan. 

El capitán Pradelle—casado con Madeleine, la hermana mayor de Édouard, quien es en realidad el hijo díscolo, homosexual, amante del Arte y del escándalo del banquero Marcel Péricourt—, organizará una estafa al Estado para sacarle brillo a su oxidado apellido, haciéndose con buena parte de las concesiones públicas de creación de cementerios y de enterramiento de soldados franceses caídos (hacia los que muestra un impúdico desprecio hacia esos hombres a los que consideraba inferiores de cuna pero que, en palabras del capitán del 153º rgto. de Infantería André Laffargue, eran los “obreros de la victoria”).

Por su parte, los indigentes Albert y Édouard sobrevivirán como pueden, entre la impotencia y el desasosiego propias de los supervivientes, pues a los muertos se los lloraba y a los que regresaron se les mostraba no poco recelo. Hasta que el mutilado retoma los lápices y comienza a dibujar y organizar en su mente una estafa con la que podría escandalizar a toda la nación, a la que culpa de sus males, incluso de aquellos anteriores a la misma guerra.

Entre medias hay espacio suficiente para que se cuelen personajes de toda condición que evolucionan o se estancan en su comicidad, siendo el más relevante entre los primeros el padre de Édouard, quien acusa el golpe de la muerte de su hijo dos años después de que se certificara su (falsa) muerte y siendo, entre los segundos, un majadero de primera como el alcalde Labourdin.

La historia transcurre sin muchos sobresaltos y durante sus primeras cien páginas se desarrolla con una lentitud exasperante, para ir adquiriendo cierta velocidad a medida que las fallas en el plan de Pradelle salen a la luz y los billetes se acumulan en la maleta que guarda Albert y que provienen de los engaños de Édouard a aquellas localidades e instituciones a las que vende extraordinarios y conmovedores monumentos a los caídos, firmados por un tal Jules D’Empremont. Está la lucha de Pradelle para forzar su suerte, incluso con la ayuda de su odioso suegro, y la de Édouard, cuya estafa, su broma final, está saliendo tan redonda que alcanza el millón de francos y la atención de una acertada y escandalizada prensa, que levanta el velo del turbio negocio. Cerrando el triángulo está Albert, quien conserva más o menos intacta su moralidad y que, desde su humildad, es quien más puede perder, aunque se le termina dando un final feliz.

Si “perdonamos” esos primeros capítulos que nos agostan en la lectura, pero que son tan vitales para conformar el elemento personal del trío protagonista —entre campos de batalla silentes y frías habitaciones de hospital, rebosantes hasta la locura de dolor y gangrena, entre Registros de la administración militar, en los que Albert ha de luchar y hasta delinquir—, la narración es excelente de la mano de Lemaitre, quien dedica mucho tiempo a la descripción de las emociones de los personajes con cada frase que pone en sus labios, con sus anhelos y frustraciones a flor de piel, llegando al paroxismo con Pradelle, quien siempre está a punto de salirse con la suya, conduciendo su vida como si cada día fuera a tomar la cota 113.

Esta novela fue un revulsivo en el panorama literario francés en plena conmemoración del primer centenario de la traumática Gran Guerra. Calificada como antibélica, «Nos vemos allá arriba» es, para mí, un ejercicio de puro realismo y descripción de una sociedad herida, llegando a dar, incluso, para una película, cuyo tráiler, muy francés él, muestra lo que parece un dinamismo que no se encuentra en el texto, que es puramente dramático a pesar de contener una infinidad de escenas cómicas; un dinamismo muy a lo roaring twenties que yo no he degustado.

Lectura de 8 de Enero de 2019 a las 1200 horas




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