miércoles, marzo 30, 2016

Los ocho vientos


Queramos o no, los nombres de los ocho (sí, ocho) vientos forman parte de nuestro lenguaje cotidiano, sobre todo gracias o por culpa de los partes meteorológicos que todos vemos una vez al día mínimo por el televisor tras el telediario, por eso de «qué tiempo hará mañana».

Para aquellos que vivimos en la costa o que lo hacen en zonas donde el viento arrecia, como el valle del Ebro, por ejemplo, siempre es importante saber en qué nos vamos a meter, pero apenas unos cuantos sabemos más nombres que Tramontana, Mistral y Levante, pues parece que son los que marcan irremediablemente nuestro ajetreado día a día. Como mucho, hablamos de viento Sur cuando las temperaturas ascienden.

Ocho vientos con nombres bien particulares y que tampoco está de más saber, por si un día vamos a concurso de la televisión (siempre en medio este aparatejo) y queremos pasar por algo más que unos pésimos grumetillos:

  1. El viento del Norte y que indicamos como situado a los 0º, es referido como Tramontana y sopla entre los grados 338 y 22.
  2. El siguiente nos sonará mucho menos: el Gregal, que se ubica en el Noreste (45º) y sopla entre los grados 23 y 67.
  3. El Levante se corresponde con el Este (90º) dándose entre los 68º y 128º.
  4. Al Sureste (135º) damos con otro conocido: el Siroco, que se da entre los 129º y los 157º.
  5. El viento Sur (180º) no es tal, sino Mediodía o Solano, que lo encontraremos en la rosa de los vientos entre los 158º y 202º.
  6. Al Suroeste (225º) otro que también debería ser conocido al menos: Lebeche o Abrego, entre los 203º y los 247º.
  7. Al Oeste (270º) encontramos Poniente, que se da entre los 248º y los 292º.
  8. El Mistral tiene dirección Noroeste (315º), soplando entre 293º y 337º.

Lectura de 30 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 750 (Variable). Nimbostratos
  • Termómetro: 13,5º
  • Higrómetro: 56%

30 de Marzo de 2016





martes, marzo 29, 2016

Guardia de cine: reseña a «Dios mío, pero ¿qué te hemos hecho?»

Título original: «Qu’est-ce qu’on a fait aut, bon Dieu?». 2014. Francia. Color. Min: . Dirección: Philippe de Chauveron. Guión: Philippe de Chauveron y Guy Laurent. Elenco: Christian Clavier, Chantal Lauby, Ary Abittan…

En una Francia multicultural y multirracial, esta comedia se quiso proponer como una especie de botón de muestra, tanto para el interior como para el exterior, sobre la posibilidad de una reconciliación pacífica, de una unión bajo una nación y una identidad, importando bien poco la procedencia y el color de piel. Parte de la situación un tanto exagerada (por ser tremendamente forzada hasta extremos paródicos, aunque con la intención de no dejarse a nadie atrás), en la que las cuatro hijas de un acomodado matrimonio francés de provincias, blanco y católico, contraen nupcias con lo que parece ser un representante de cada una de las ramas de esa multiculturalidad que he referido: un judío, un musulmán de origen argelino y un chino. La hija pequeña, para rizar el rizo, se va a casar (¡por fin!) con un católico, pero resulta que es negro.

Tras terminar el visionado de la cinta que, como era de esperar, cuenta con un final de cuento, con perdices incluidas, la veo como una comedia que se ha tan solo en el intento, algo bien extraño, pues los franceses son expertos en eso de sacarle punta a todo. A pesar de que los diálogos puedan llegar a ser chispeantes, con constantes juegos y chistes (a un ritmo de casi uno por frase de guión), vemos que el guionista se ha dejado coaccionar por algo tan patético como de moda: lo políticamente correcto. No llega, así, si quiera, a terminar la pátina de divertimento sobre el racismo que capea como buenamente puede la ciudadanía francesa. Todo termina siendo poco más que una broma insustancial, y ese miedo guionizado a ofender convierte al fantástico trío de yernos en una comparsa, en mobiliario de atrezo. En la misma onda se mueve la pareja de suegros, condenados a entenderse, pero que acaban siendo dos personajes dolientes pues, al igual que con los yernos, se les podría haber sacado muy más sin que ello afectara a la gran boda francesa.

La línea argumental de la hija pequeña y su futuro marido, además, decrece hasta quedarse en unos garabatos infatiles, al igual que la que le correspondía al resto de féminas del elenco, no digamos ya de la madre de la novia, cuyos giros están muy desequilibrados.

Una diversión de escasa duración en la que, sí, no reiremos, pero con la que acabaremos con la sensación de que no hemos recibido exactamente aquello por lo que hemos pagado.

Lectura de 29 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 752 (Variable). Lloviendo
  • Termómetro: 13º
  • Higrómetro: 56%

miércoles, marzo 23, 2016

A Juan Sebastián Elcano


… bajo tu planta
Cruje la nave entre rugientes olas;
Tu rostro moja la nevada espuma;
El enlutado cielo se abrillanta;
Silba la tempestad, redobla el trueno;
El rayo troncha la cruzada entena;
Del rifado velamen los jirones
Cual monstruo volador la jarcia azota;
Brota de fuego cárdena melena;
Del labio rudo la plegaria brota,
Y al huracán venciendo tu osadía,
El áspero camino sigues, Elcano,
Luchador gigante, eterno peregrino,
Sobre las obras de la mar bravía
Por los ignotos mundos adelante.

Tu firme corazón y experta mano
Conducen la invencible carabela
Que los confines ata,
Del uno  y otro férvido Océano,
Con el nevado esmalte de su estela,
Con larga cinta de zafiro y plata.

Y al cabo triunfador, ceñido el mundo,
Llegas del Betis a la fresca orilla,
Tocas la patria, y con amor profundo, 
Rindes al pie de la gentil matrona,
El pendón que llevaste de Castilla
Y la arrancada al mar virgen corona!

Pedro Novo y Colson
Fin de su conferencia sobre Magallanes y Elcano, leída el 17 de Marzo de 1892 en el Ateneo de Madrid

Lectura de 23 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 750,5 (Variable). Altoestratos
  • Termómetro: 12º
  • Higrómetro: 56%

martes, marzo 22, 2016

Guardia de Literatura: reseña a «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde», de Robert Louis Stevenson

Recurriendo a mi corta memoria, y aguardando que ésta desfallezca, esta corta y mítica novela de Stevenson tuvo como primera lectora a su esposa, nada más ponerle punto final. Lo que la buena mujer encontró entre sus páginas le resultó ser tan amenazador y terrorífico que acabó arrojando el manuscrito a las llamas purificadoras de su hogar, sin que el marido pudiera hacer nada para evitar semejante catástrofe. Tras contemplar con impotencia cómo el fuego de la chimenea devoraba todas las cuartillas, dejando como únicas sobras ceniza y rescoldos ennegrecidos, Stevenson tuvo que rescribir una de sus más conocidas novelas.

Quizá confunda algunos hechos, los adelante o los atrase, pero esto es lo que recuerdo y encaja a la perfección con las sombras que se agitan entre las biografías de los grandes escritores, que resultan ser más legendarias que verídicas; mas no hay prueba que desmienta o ratifique este mito.

Con «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde», Stevenson quiso dar su propia respuesta al dilema psicológico y moral que traía de cabeza a muchas mentes pensantes del s. XIX: la bipolaridad de la conciencia o el equilibrio entre el bien y el mal en el libre albedrío del ser humano. Aparte de este clarísimo ejemplo que publicó el autor de «La isla del tesoro», podríamos mencionar otras obras más o menos sutiles como «El retrato de Dorian Gray», la única novela que firmó Oscar Wilde, o «El hombre invisible», de H. G. Wells, si nos apuramos un poco.

Sin embargo, ninguna otra fue tan explícita como la que nos ocupa hoy, deseando su autor presentar un anhelo de diferenciación entre las conductas rectas y las erráticas de un hombre que podemos considerar normal. Tal es así que el Dr. Jekyll es un techado de virtudes y su alter ego, Mr. Hyde, representa toda la tiniebla de su conciencia y alma, que existe como tal y que, de algún modo, el científico quería separar en el plano físico.

Al contrario de lo que nos han hecho entender ciertas adaptaciones a la gran y pequeña pantalla, el Hyde de la novela es mucho más joven que Jekyll, bajo y enclenque (esto último, en apariencia). En palabras del propio Jekyll, esto se debe a que la maldad no ha sido debidamente desarrollada, ha estado reprimida y encerrada, pero la va alimentando sin pudor con cada salida nocturna. Stevenson deja al lector que se haga su propia y rebuscada idea acerca de a qué negocios y divertimentos dedicaba el tiempo el ser contrahecho con el que Jekyll se sentía libre para satisfacer sus más impúdicos y bajos instintos, sin que su buena imagen pública de miembro de la alta sociedad londinense se viera afectada. Mr. Hyde era un disfraz para la depravación de un solo hombre, al fin y al cabo.

La novela no discurre en el gabinete del Dr. Jekyll, dando con la fórmula y reproduciéndola; al contrario que sucedería con otros autores de fantasía y ciencia ficción como Julio Verne, Stevenson oculta el camino hacia ese mal uso de la ciencia del mismo modo que Mary Shelley con su «Frankenstein». Es más, el protagonista de la obra o quien sirve de hilo conductor de la narración omnisciente no es Jekyll, sino Mr. Utterson, abogado y condiscípulo del doctor, quién está profundamente preocupado por el buen doctor, al creer que el testamento ológrafo que le ha entregado para su custodia, en el que lega todos sus bienes y derechos (fortuna de medio millón de libras esterlinas incluida) a un joven y esquivo Mr. Hyde, ha sido redactado bajo coacción. 

Resulta que para un lector de 2016, la novela no puede provocar el mismo estupor que cuando fue publicada, pues su narración de los aspectos más peliagudos se deja a la propia confesión del Dr. Jekyll y el acto más repulsivo de Mr. Hyde del que se tiene noticia es un asesinato tan solo justificable por la involución del lado oscuro hacia los hombres salvajes o de las cavernas, todo ello en una concepción decimonónica hasta la exasperación.

La novela emparienta el realismo con el género fantástico y científico, pero sin entrar en detalles, en tecnicismo alguno; dejando tras la tramoya todo lo que debe permanecer desconocido al hombre de bien que no quiere desfallecer y cometer el pecado del Dr. Jekyll.

La narración se nos queda corta en demasía, pero es, sin duda, una obra capaz de despertar ciertas inquietudes y que, a día de hoy, tiene plena vigencia en cuanto a sus pilares básicos y espirituales.

Lectura de 22 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 750,5 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 12º
  • Higrómetro: 57%

jueves, marzo 17, 2016

«Sound And Vision», David Bowie (Live By Request, 2002)



Escuchando solo la música, tarareándola y sin entrar en la letra, nadie podría concluir que trata sobre un hombre que está horrendamente deprimido:

Don't you wonder sometimes
'Bout sound and vision

Blue, blue, electric blue
That's the colour of my room
Where I will live
Blue, blue

Pale blinds drawn all day
Nothing to do, nothing to say
Blue, blue

I will sit right down, 
Waiting for the gift of sound and vision
And I will sing, waiting for the gift of sound and vision
Drifting into my solitude,
over my head

Don't you wonder sometimes
'Bout sound and vision

Lectura de 17 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 754,5 (Variable). Estratos
  • Termómetro: 11º
  • Higrómetro: 56%

17 de Marzo de 2016




miércoles, marzo 16, 2016

Mejores artilleros

Comparativa de punterías entre las Marinas
inglesa y estadounidense, publicada en el
número de 16 de Junio de 1899 de «
Alrededor
del mundo»
El Desastre de 1898 posee tantas lecturas desatendidas como elementos a tener en cuenta para explicar, de forma medianamente razonada, la derrota tan aplastante que sufrieron nuestros bisabuelos frente a la nueva amenaza yanqui.

Por supuesto, hay que dar debida cuenta de la situación política inflexible y nada ponderada, muy alejada de cualquier luz que permitiera el empleo de buenas armas y una mano firme. También que los Ejércitos españoles se vieron diezmados por una guerra declarada varios años atrás frente a los rebeldes, el clima, el hambre, la enfermedad, la desidia y el abandono, terminando por no ser rivales ante tropas y fuerzas que contaban con la baza de entrar frescas en un combate al que se aprestaban con un concepto de guerra ofensiva.

Este último antecedente es de aplicación directa a lo que vino siendo el resultado más vistoso de la derrota sufrida los días 1 de Mayo y 3 de Julio de 1898 en Cavite y en Santiago de Cuba, respectivamente, donde los americanos se lo pasaron en grande a base de cañonazos en una batalla naval muy desigual, pero por motivos bien diferentes a los que siempre se han presentado en vanguardia para la pública autoflagelación histórica y, por supuesto, humillación de puertas para adentro que tanto parecen divertir a los estúpidos e ignorantes vestidos de levita o de puño en alto, dando por cierta cualquier basura vomitada por los servicios de contrainformación y de guerra psicológica del enemigo.

Nuestra flota, allá en 1898, poseía un carácter evidentemente disuasorio y de defensa. Nosotros no nos regíamos por una política marítimo-colonial de expansión, sino de conservación de lo poco que nos quedaba por entonces. Las líneas de yacht de nuestros navíos de guerra parecían dar una imagen demasiado inocente frente a lo de los acorazados norteamericanos y es obvio, pues estos últimos tan solo tenían una ridícula costa que defender en comparación y, a la par, una irrepetible oportunidad de irrumpir en la escena internacional y colonialista por la fuerza. Defensa ribereña contra un planteamiento agresivo y triunfante por medio de una jugada de mano al primer golpe.

Si atendemos a los estudios del crítico naval británico H. W. Wilson acerca de la capacidad formativa de los artilleros norteamericanos en aquel año de 1898, extraemos unos datos estadísticos que en España no podíamos igualar por mucho que nos hubiéramos esforzado atosigando económicamente al país, retrasado en cuando a industrialización y desprovisto de fuentes de materias primas cercanas:

Los EEUU destinaban seis millones de pesetas (de la época, claro está) al año en ejercicios de tiro al blanco con la artillería naval. A partir de Julio de 1897, los ejercicios se intensificaron hasta alcanzar el número de catorce maniobras al año y se destinaban premios económicos a los mejores artilleros de cada brigada de veinticinco hombres (entre cinco y diez duros).

Las brigadas del Philadelphia marcaron en 1897 el récord de 92% aciertos en el blanco. En 1898, dicha marca fue batida por el Texas, que alcanzó los 93 aciertos sobre 100.

Si comparamos dichos números con los registros de la Marina de guerra inglesa, la Escuadra del Mediterráneo, que se consideraba excelente, tan solo alcanzaba el máximo de 30 aciertos de cada 100 disparos.

En su momento, tales datos de la Marina yanqui fueron tomados por exagerados, obviamente, pero también los de la inglesa eran un tanto fantasiosos.

Aún así, por mucho valor demostrado en batalla, nuestros cañones eran más lentos por culpa de su propio diseño y de sus brigadas. No contábamos con una mecánica equiparable y nuestros hombres no habían recibido una formación tan exquisita y generosa tras años de guerra y estupidez en pasillos y gabinetes ministeriales.

El campo de batalla está plagado de incógnitas que ni el arrojo desmedido puede llegar a resolver.

Lectura de 16 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 754,5 (Variable). Estratos
  • Termómetro: 11º
  • Higrómetro: 56%

16 de Marzo de 2016





martes, marzo 15, 2016

Guardia de cine: reseña a «Gravity»

Título original: Gravity. 2013. 91 minutos. Thriller espacial. RU/EEUU Dirección: Alfonso Cuarón. Guión a cargo de Alfonso Cuarón, Jonás Cuarón. Elenco: Sandra Bullock, George Clooney, Ed Harris.

Considerada por su propia campaña de marketing como «la película del año» y por ciertos entendidos y parroquianos como la mejor que se haya filmado dentro del subgénero de astronautas, Gravity cuenta con un metraje bastante escaso en muchos aspectos, no solo en cuanto a su duración, impidiendo una visión más general de los personajes que se reúnen alrededor del telescopio Hubble y mucho más (aunque, de otro modo, sería bastante aburrida). A pesar de la magnífica tarea de realización técnica, harto compleja y abrumadora, no deja de ser el típico envase para contener un mensaje, igual de típico, que a todos nos gusta escuchar de vez en cuando para elevar el espíritu, aunque nunca cala con éxito en nuestros interiores, pues somos ya un tanto viejos como para cambiar de hábitos por muy malos que estos sean: valorar la vida más allá de los pobres confines a los que la hemos reducido; vivirla a cada segundo. Esa y no otra es la probable moraleja de Gravity, una historia que posee unos rasgos que, en su parquedad temporal (a favor del efecto que voy a describir a continuación), produce en el espectador la sensación no de ingravidez, sino de estar soportando toneladas de presión, decenas de atmósferas y fuerzas físicas, que le van comprimiendo hasta hacer de él una cosa no más grande que una canica. Claustrofobia, sentimiento de pérdida y tristeza, pero también de valor y sacrificio. La «gravedad» toquetea salvajemente todas las teclas que quiere de nuestro subconsciente.

Reconozco que soy un tipo de lágrima fácil y, sí, he llorado «dentro» de la Soyuz, desnudo y tiritando de miedo para que un fantasma de navidad me despabilara y llevara un mensaje de vuelta de Ryan para su hija. Gravity es así de simple, a la par que poderosa: un puro sentimiento descarnado.

La complejidad técnica se advierte desde el primer al último segundo, aunque la capacidad interpretativa de Sandra Bullock ha sido redirigida hacia una exigencia puramente física, tan solo habiendo dos instantes para murmurar algo más allá del «vale», repetido hasta la saciedad (no sin razón), y dejar un par de líneas de diálogo con profundidad.

El elemento clave de la película para el arranque de la misma es la basura espacial. Resulta indudable la preocupación por ese vertedero que orbita sobre nuestras cabezas, amenazando con cortar toda salida al espacio exterior (problema ya denunciado por el escritor Michael Chrichton allá en 1969). Esa tuerca del Hubble o esa radial para cortar el paracaídas desplegado de la Soyuz… Pero, aunque se pretenda presentar estos elementos a modo de protesta, no termina siendo otra cosa que un mero recurso argumental.

Me ha impactado, pero también me he aburrido en un par de ocasiones y, a pesar de todo lo excelente que tiene, es demasiado lineal.

Lectura de 15 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 754 (Variable). Estratos
  • Termómetro: 11º
  • Higrómetro: 56%

lunes, marzo 14, 2016

Billetes verdaderos que cuentan una historia falsa

Muy felices me las prometía yo allá, a finales del extinto año 2015. Por capricho de la Providencia, de nuevo me veía con algo de peculio, suficiente como para retomar, aunque fuera de forma ilusoria, mi arrinconada afición por el coleccionismo de billetes de banco, la cual, para los más bisoños entre estos mamparos, fue el motor de arranque de El Navegante del Mar de Papel. De un breve examen a la pantalla, en la columna de la izquierda, podrán estos dar cuenta de que ese tiempo quedó prácticamente en el olvido.

Como iba diciendo, me veía ebrio de emoción, ansioso por adquirir más piezas para mi colección y engordar mis álbumes; hasta de dedicarle tiempo a la sección notafílica de este blog. Y durante esas últimas semanas de los meses de Noviembre y Diciembre, dedicadas casi por entero a la tarea de seguimiento de diversos ejemplares por Internet, me topé con una fabulosa serie de billetes que doblegaron mi raciocinio, empeñándome por continuar ampliando el número de especímenes emitidos durante los años de la segunda guerra mundial. 

Unos días antes, en el reubicado (y mejorado) mercadillo de antigüedades de Pontevedra y llevado en volandas por la emoción incontenida, me hice sin contemplaciones con cinco billetes de las islas Filipinas (tres de ocupación nipona y dos de la guerrilla) a precios tan irrisorios que me dieron a entender que quienes los vendían no tenían demasiada idea de la mercancía que manejaban. Fueron las primeras gotas del veneno en mi organismo: quería más, quería darme el capricho tras años de abstinencia y así es como, con dos fulanas colgadas de los hombros como son el dinero de más en los bolsillos y la aspiración de poseer más ejemplares de esa etapa histórica, di con un vendedor en Ebay cuyo género que me quitaba el sueño: cierto que eran ejemplares hechos trizas y que esos mismos se podían adquirir en condición sin circular por pocos euros más; pero tenían algo único. ¿Cómo apartar la mirada de un billete polaco que había sido resellado por las Waffen SS y la policía judía del geto de Varsovia? Ese fue el primero y había muchos más haciéndole compañía. Mis ojos no tenían respiro, saltando de uno a otro, y mi imaginación volaba hasta el límite de querer crear en este blog una sección con la que renaciera la de Todos mis billetes y que llevaría el nombre de Billetes en guerra.

Poseo algunos ejemplares de uso militar e, incluso, emitidos bajo la sombra de la esvástica (que podéis admirar aquí si sois lo suficientemente hábiles y tenéis tiempo para ello), pero ese nuevo filón era novedoso y sorprendente. Los anhelaba. Los ansiaba aunque el esfuerzo económico fuera realmente alto para unos billetes que apenas se conservaban íntegros. Una electricidad recorría todo mi ser y deseaba escudriñar sus rectangulares formas al detalle; siendo esto último lo que me libró de volver a ser la víctima propiciatoria y vergonzosa de charlatanes y estafadores que, por desgracia, campean sin angustia alguna por las páginas de compraventa de Internet.

En la página de seguimiento fui acumulando los ejemplares por los que bebía los vientos para darme un regalo que coincidiera con mi cumpleaños, y pensando en la sección con la que os obsequiaría a todos, fui desentrañando los misterios encerrados en el papel moneda. Esos sellos eran la raíz de su valor y los dos primeros pasaron el trámite sin problema, pero el tercero ya comenzó a preocuparme. Este estaba estampado en un billete de un país ocupado por la Alemania nazi a partir de 1941, sin embargo, el sello marcaba una fecha concreta de 1937 y una palabra en alemán también muy concreta. Si los dos primeros se referían a la Administración militar alemana, éste se dedicaba a hacer mención a una especie de olimpiadas para las SS acontecidas cuatro años atrás en Alemania. ¿Qué razón lógica podría haber llevado a un funcionario del gobierno de ocupación a estampar tal resello en un billete de circulación válido? La brecha comenzó a ahondarse y a franquear el paso a la sospecha cuando dediqué el tiempo de estudio a otro ejemplar, emitido en Grecia en 1940, adornado por un impresionante sello en rojo con dos palabras en alemán, que me llevaron hasta un lazareto militar de la Cruz Roja en Finlandia.

Dios mío. Aquello era una pesadilla y la cosa no daba fin ahí, no, señor. Había otro vendedor por la zona que ofrecía un billete de ocupación nipona de las Filipinas resellado con la totenkopf de las SS. ¡Toma ya! Eso sí que era rizar el rizo.

Fue una bendición de los hados que me liberaran a tiempo de la venda que mi prolongada ausencia en estos negocios propició mi ceguera durante varios días de incertidumbre, pues justo estaba esperando a que el vendedor en cuestión volviera a subir a la Red un billete belga con el resello de la Kriegsmarine. Si lo hubiera subido antes, habría pecado de ingenuo. Fue cuestión de horas, al fin y al cabo, y me salvé de dilapidar mis escasos recursos económicos en papel moneda que no valía ni para quemar.

Por supuesto, lo primero que hice fue eliminar todos los seguimientos y reservas, largando un hondo y agradecido suspiro de alivio ya al dar en Google con una página web inglesa para coleccionistas de notafilia, en la que se alertaba acerca de este nuevo timo. Timo que tampoco era tal en su totalidad, pues se daba en ocasiones la circunstancia de que muchos vendedores eran de buena fe y, a su vez, habían adquirido la mercancía de estafadores sin escrúpulos, que no son más que tipos listos que han comprado billetes verdaderos de la franja 1939-1945 prácticamente incoleccionables por su lamentable estado, a los que han ido estampando signos con matasellos reproducidos (pues también hay mercado para las reproducciones) por algunas empresas polacas y empleando tinta auténtica de setenta años de antigüedad, adquirida en mercadillos de Europa del Este.

Con esta práctica, billetes que apenas valen unos céntimos se pueden vender hasta por decenas de euros por el simple hecho de colarse una esvástica, pero la exaltación de estos estafadores, junto con su desconocimiento de la Historia, son su condena y lo que los desenmascara.

También encontramos esta mala costumbre en ciertos billetes del periodo de la II República a los que se les estampa el Águila de San Juan y las armas de los Reyes Católicos, símbolo mismo robado por el régimen franquista.

Eso sí,  alertaros de que la práctica del resellado sin que sea estafa,  también aparece en los billetes de banco y en algunos de estos periodos, aunque, sobre todo, en países donde la inflación obligó a modificar el importe nominal o en aquellos que acabaran de alcanzar la independencia de sus metrópolis.

Como todo en la vida, hay que hacer algo más que mirar.

Lectura de 14 de Marzo de 2016



  • Barómetro: 754 (Variable). Cirros
  • Termómetro: 10,5º
  • Higrómetro: 56%

14 de Marzo de 2016




jueves, marzo 10, 2016

"Long Time Gone", Dixie Chicks




Daddy sits on the front porch swinging,
Looking out on a vacant field.
Used to be filled with burley t'bacca.
Now he knows it never will.

My brother found work in Indiana,
Sister's a nurse at the old folks home.
Mama's still cooking too much for supper,
And me, I've been a long time gone.

Been a long time gone,
No, I ain't hoed a row since I don't know when.
Long time gone, and it ain't coming back again.

Delia plays that ol' church piano,
Sittin' out on her daddy's farm.
She always thought that we'd be together,
Lord, I never meant to do her harm.

Said she could hear me singin' in the choir,
Me, I heard another song.
I caught wind and hit the road runnin',
And Lord, I've been a long time gone.

Been a long time gone,
Lord, I ain't had a prayer since I don't know when.
Long time gone, and it ain't comin' back again.

Now me, I went to Nashville,
Tryin' to beat the big deal.
Playin' down on Broadway,
Gettin' there the hard way.
Living from a tip jar,
Sleeping in my car.
Hocking my guitar,
Yeah, I'm gonna be a star.

Now, me and Delia singing every Sunday,
Watching the children and the garden grow.
We listen to the radio to hear what's cookin',
But the music ain't got no soul.

Now they sound tired but they don't sound Haggard,
They've got money but they don't have Cash.
They got Junior but they don't have Hank.
I think, I think, I think, the rest is,
A long time gone,

No, I ain't hit the roof since I don't know when.
Long time gone, and it ain't coming back.

I said a long time gone,
No, I ain't honked the horn since I don't know when.
Long time gone, and it ain't coming back again.

I said a long time, long time, long time gone.
Well, it's been a long time.

Long time, long time, long time gone,
Oh, it's been a long time gone.

Long time, long time, long time gone.
Yeah, yeah.


Lectura de 10 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756 (Variable). Estratocúmulos
  • Termómetro: 11º
  • Higrómetro: 56%

miércoles, marzo 09, 2016

Los árboles de la luna

Tripulación del Apolo 14. De izquierda a derecha:
Stuart A. Roosa, Alan B. Shepard Jr. y Edgar D. Mitchell
Semejante título como el que encabeza este artículo podría llevarnos a los versos épicos recitados hace más de dos mil años por bardos ciegos de la Grecia clásica, deseosos de conservar los hechos y hazañas de los tiempos oscuros e ignotos. Sin embargo, este título nos ha de trasladar a tiempos más cercanos y a hechos mejor documentados que no tienen cabida en ninguno de los cajones desastre de las Leyendas. Nos ha de llevar a bordo del módulo de la misión Apollo 14, que despegó del Centro Espacial Kennedy un día como el 31 de Enero de 1971, con Alan B. Shepard Jr., Edgar D. Mitchell y Stuart  A. Roosa a bordo; pero este artículo, al contrario de otros muchos que podréis encontrar al respecto en la Red en los últimos tiempos, sobre todo a raíz del reciente fallecimiento de Mitchell (4 de Febrero de 2016), no se centrará en su figura y en la transformación transcendental o epifanía que experimentó sobre la superficie de la luna, sino en una curiosidad*1 que ha pasado bastante desapercibida: los árboles de la luna.

Las características geológicas y otras tantas de nuestro argentino satélite natural lo desposeen de cualquier capacidad de albergar vida, por consiguiente, os resultará bien extraño que estemos ahora hablando de árboles. Permitidme que me explique mejor y que dirija vuestras miradas hacia el miembro de la tripulación del Apolo 14 que hizo tan largo viaje para quedarse a unos cientos de metros de distancia de poder pisar la superficie lunar, quedándose al mando de vital del módulo Kitty Hawk, como otros tantos en la fugaz presencia humana allá arriba y cuya lista es encabezada por Michael Collins: en Stuart Allen Roosa (1933-1994).

Este arrojado miembro de la misión, antes de formar parte del programa espacial norteamericano*2, era un retén especializado del Servicio forestal, en concreto (y de ahí que se merezca el calificativo de arrojado), era un smoke jumper, un bombero entrenado para llegar a un punto concreto del bosque en llamas, saltando en paracaídas desde un avión. Su pasión por la Naturaleza le impulsó, ya formando parte de la élite de escogidos, a aceptar de buen grado a llevar como carga, como parte de sus pertenencias para realizar el viaje espacial (como máximo un kilo*3), unos cientos de semillas de cinco escogidas especies de árbol*4, con las que se pretendía observar si la ingravidez y los demás factores a los que estarían expuestas (rayos cósmicos, etc.) afectarían su posterior crecimiento en la Tierra. En la actualidad vemos, en la ISS sobre todo, cómo se realizan experimentos biológicos en el espacio (como el de la flor de Scott Kelly), pero el que encabezaba Roosa fue el primero de la Historia.

En palabras del teniente coronel Jack Roosa, hijo de Stuart, su padre aceptó llevar consigo las semillas para homenajear el Servicio forestal de los EEUU.

El culpable de que Roosa llevara tan curioso cargamento fue Ed Cliff, Jefe del Servicio forestal, que dio inicio al proyecto encargándoselo a Stan Krugman, director de investigación genética del Servicio, que seleccionó los distintos especímenes a los que las sometería a unas fuerzas y gravedades tan extrañas a las que disfrutamos en la Tierra. Krugman se guió en sus elecciones por la capacidad de las especies de poder crecer en cualquiera de los entornos naturales de los bosques norteamericanos.

Una vez de vuelta la tripulación a la Tierra, durante el proceso de descontaminación de los equipos, el bote contenedor reventó al ser expuesto al vacío. Todo apuntaba a que las muestras se habrían malogrado, pero se prefirió no discurrir acerca de las inconcebibles consecuencias de dicho incidente y las semillas se remitieron a los laboratorios del Servicio Forestal sitos en Mississippi y California.

Tras permanecer un plazo prudencial en observación en las guarderías, las semillas y retoños se fueron plantando entre 1975 y 1976*5, siendo distribuidos a lo largo de los EEUU y del globo. Un alto porcentaje germinaron junto a muestras de control de la misma especie, no observándose ninguna variación genética*6 a la par que crecían y se reproducían con normalidad.

Jack Roosa manifestó en fechas recientes que: "Creo que mi padre siempre supo que estos árboles podrían servir como recordatorio de larga duración del mayor logro de la humanidad - las misiones tripuladas a la Luna. […] si los seres humanos no regresan pronto, estos árboles lunares podrían convertirse en los únicos seres vivos en nuestro planeta que han estado en la Luna. […]. Estos árboles estarán aquí dentro de cien años. Para entonces creo que plantaremos árboles de Marte justo al lado de ellos”.

En la actualidad, uno de los descendientes de estos árboles de la luna arroja sombra sobre la lápida de Roosa en el cementerio militar de Arlington, así como muchos curiosos están tratando de catalogar y ubicar en el mapa mundial todos y cada uno de los especímenes que fueron plantados.

Lectura de 9 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 755,5 (Variable). Nimbostratos
  • Termómetro: 11º
  • Higrómetro: 56%

9 de Marzo de 2016






martes, marzo 08, 2016

Guardia de literatura: reseña a «El honorable colegial», de John le Carré


Series Colección Esfinge; 51.
Editor: Barcelona: Noguer, imp. 1978
Edición: 3ª ed.
Descripción: 651, 2 h., 2 h. con map. ; 19 cm.
ISBN: 84-279-0058-9.
Apenas adentrado en las primeras páginas de esta obra, el lector se puede dar perfecta cuenta de las razones que explican porqué la trilogía del autor por excelencia del género de espionaje, dedicada al esquivo y peligroso Karla, tan solo se ha quedado, en cuanto a adaptaciones cinematográficas y televisivas, en el primer volumen: «El topo». Con «El honorable colegial» cualquier guionista, bueno o pésimo, se las tendría que ver con una novela de más de 600 páginas, a reventar de palabras, personajes y sentimientos, y que no se quedan quietecitas entre los lindes de Londres, casi sin salir de los muros del Circus, como sucedía hasta entonces, sino que se lanzan con intrépido arrojo a una odisea que recorre buena parte del Sudeste asiático, obligando al lector a dar tumbos tras ese colegial tan honorable como es el periodista y agente británico Jerry Westerby y por las calles de la cosmopolita, nubosa y apestosa Hong-Kong, por los últimos días de la guerra de Vietnam, por la incertidumbre de Camboya y por la calurosa Bangkok. Una carrera de obstáculos con varios personajes detrás del protagonista y que se disputan un puesto en el drama que siguió a la captura del topo infiltrado en la alta cúpula de la Inteligencia británica.

Tras la caída de Bill Haydon, el Circus se encuentra devastado y en ruinas; una imagen muy distinta al aura de positivismo que podemos sentir cuando las adaptaciones de «El topo» llegan a su fin con un mensaje de “traidor cazado y perdices para todos”. El Servicio está en tela de juicio, hay despidos de personal, falta de presupuesto y recursos, inmovilismo y resentimiento desde Whitehall hacia todo aquello que pueda siquiera oler a George Smiley, nuevo director de Inteligencia, y que sigue obcecado con su lucha sin cuartel contra Karla, su alter ego, su grial negro.

En la contraportada, un crítico anónimo que trabajaba en Newsweek hace 35 años afirmó que «El honorable colegial» suponía el refinamiento y recopilación de toda la obra literaria de John le Carré. Una vez terminada la novela de cabo a rabo, por mi parte no puedo estar más de acuerdo con él o ella y con su corto teaser. Podría incluso llegar a asegurar que es una auténtica obra maestra de la narración y un libro de imprescindible lectura para todo aquel que tenga el propósito de aprender el oficio de escritor. Su forma de narrar cada movimiento de los personajes, la descripción de los mismos y de los lugares por donde pululan, hasta sus más superfluos e, incluso, profundos pensamientos, que se cuelan como un maravilloso fresco de Humanidad, conforman una constante lección a la que hay que tomar los debidos apuntes. 

A pesar de la excesiva longitud del texto, que incluso necesita verse dividido en dos partes, su nivel de detalle, claramente inspirado el autor en hombres y mujeres reales como los periodistas con los que trató y alternó en la colonia de Hong-Kong, permite que lleguemos a la convicción de que no le sobra un solo renglón; pero esto no soslaya la verdad: es una obra densa, compleja de seguir, una telaraña que va más allá del objetivo de “sigue el rastro del dinero” para dar con la siguiente pieza de caza. Incluso se podría acusar a le Carré de que se le fue de las manos el asunto, pues solo él sabe dónde se ha de tensar el hilo y si nos perdemos, bien podría ser por nuestra culpa o no.

Si no vamos a prestarle toda la atención debida a la novela, su lectura no resultará agradable, pues nos perderemos en cientos de recovecos en la trama y en los personajes, que siempre quedarán a la sombra entre las seiscientas y pico de páginas; siendo que solo tendremos clara la posición de Jerry Westerby y su particular historia de amor, lealtad y supervivencia en un mundo caótico, en un tablero de ajedrez superpoblado de piezas prescindibles.

(Lee la reseña a «La gente de Smiley»)

Lectura de 8 de Marzo de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756 (Variable). Estratocúmulos
  • Termómetro: 10º
  • Higrómetro: 56%

lunes, marzo 07, 2016

«La amiga de Paula», relato corto



Este relato está especialmente dedicado a Paula, hija del Ilustrador de Barcos; por no perderse ni uno solo de los que componen esta floreciente colección y que bien se ha merecido dar nombre a la protagonista de esta pequeña historia.


El sol de la mañana fue cuarteando las apiñadas y pesadas nubes, acumuladas frente al acantilado de Kopek. Una a una fueron siendo abandonadas por un desfallecido viento de tormenta, incapaz de arrastrarlas con sus últimos coletazos y dejándolas a su suerte, que no era otra que terminar desechas en ridículos guiñapos. Largos y oblicuos dedos de renovada claridad acariciaban la superficie de un mar aún convulsionado, proclamando el pronto regreso de las largas y agradables jornadas estivales que quedaban por vivirse aquel año. Aún quedaban bastantes días de Julio y el mes de Agosto entero.

Finalizada la pesadilla, recuperados los colores brillantes y siendo ya la lluvia fría un engorroso recuerdo, la tierra dejó de temblar bajo los cimientos del viejo faro con cada embestida de las olas; las contraventanas de madera no chasqueaban ni daba golpes, pues los terribles y traviesos céfiros habían renunciado a seguir presentando batalla y tan solo suspiraban de impotencia y rabia contra la alta y espigada mole de ladrillo.

Y fue justo la ausencia de ese quejido tempestuoso lo que atrajo la adormilada atención de Paula, aún protegida bajo las sábanas y una socorrida y gruesa manta de viaje, desenterrada del fondo del armario en pleno verano por culpa de la galerna. La niña se fue desperezando sin prisas, algo a lo que se había acostumbrado desde que volviera a vivir con su padre en el faro; desde que comenzaran las vacaciones. A pesar de la oscuridad reinante, Paula sabía que era de día y que la tormenta había capitulado, lo cual le produjo cosquillas en las comisuras de los labios, sonriendo así de oreja a oreja. Se acabaron el encierro obligado y el malhumor sin interrupción de su padre, único vigilante de la luz de Kopek en su nuevo emplazamiento, construido hacía poco más de quince años, en un punto más propicio de la costa.

Paula apartó de sí la manta y abandonó la calidez de su suave refugio para vestirse todo lo deprisa que pudo, aunque no debería costarle gran trabajo: aparte de la ropa interior, tan solo necesitaba su vestido de tirantes, un par de calcetines y sus sandalias, por lo que pronto estuvo lista para deambular por la pequeña casa del farero y asomarse al exterior.

Luego, abrió la ventana y las contraventanas para que la luz entrara libre en la casa.

Junto a su habitación, puerta con puerta, se situaba el dormitorio de su padre. Desde el umbral, sin atreverse a entrar por miedo a provocar algún ruido que lo despertase, Paula encontró a su progenitor durmiendo a pierna suelta, echado a un lado de la cama y dándole la espalda al pasillo. De vez en cuando soltaba algún sonoro ronquido que incitaba en Paula una risa inocente que ahogaba con suma rapidez, llevándose la palma de la mano a la boca.

Sobre la única silla del dormitorio, la ropa impermeable del farero había sido echada de cualquiera manera y, a los pies del mueble, se había formado un charco de agua que hacía brillar las pequeñas y rugosas baldosas de color terroso que cubrían el suelo.

Su padre no había disfrutado de un solo instante de descanso desde que diera comienzo la tormenta, escalando constantemente hasta el cuarto de servicio y la vidriera para comprobar que la luz y el mecanismo no sufrían daños y asomarse al balcón para otear el horizonte. Había vivido a base del café «de la casa», tan fuerte que le arrugaba y encogía el rostro cada vez que lo hundía en la taza.

—Es una gran responsabilidad, Paula —le reprendió su padre un par de noches atrás, con los ojos encendidos por el enojo y el cansancio—. Métetelo en la mollera.

No lograba a dar con la razón de la bronca que le echó entonces su padre, pero Paula ya había asumido, hacía mucho tiempo, que, durante las tormentas, era mejor no llevarle la contraria, sobre todo cuando se ponía algo desagradable sin ser ésa su intención.

Y era duro vivir esos días de tormenta en verano, sin un solo niño en varias leguas a la redonda. Si al menos tuviera algún amigo para pasar el rato…

Con sigilo, Paula avanzó hasta llegar a la pequeña cocina, donde, tras ponerse de  puntillas para abrir las dos pequeñas ventanas y contraventanas allí instaladas, consultó el barómetro colgado de la pared, junto al calendario. Había ido subiendo desde los 734 hasta los 755, de viento-lluvia a variable.

«Inmejorable señal».

Paula se vio entonces acorralada por el hambre y las ganas de desayunar; poco importaba que estuviera en la cocina una vez más sola, sin la compañía de su padre, pues llevaba haciéndolo desde que la tormenta se anunciara, según los partes radiados, como algo cercano al fin del mundo. Pero Paula tenía más ganas, unas ganas inmensas, de subir hasta la luz del faro y ver de nuevo el mundo sin los párpados de madera de las contraventanas, atrancados y asegurados con pestillos. El acceso a la torre del faro se practicaba directa y discretamente desde la cocina y Paula subió con suma cautela los setenta y cinco escalones, altos y estrechísimos que conducían hasta lo más alto; y lo logró, aún con su pequeño y tembloroso cuerpo y enojada consigo misma por no haber crecido aún lo suficiente como para poder levantar las rodillas sin tanto esfuerzo y no tener que ayudarse, de vez en cuando, de su manos.

La subida había que practicarla de una sola tirada, sin descansos, pues, de lo contrario, se corría el peligro de dejarse vencer por el vértigo en ese camino ascendente y en espiral. Cada peldaño era un desafío al que Paula solo podía hacer frente con su pierna derecha, haciendo fuerza hasta que le palpitaron el muslo y el gemelo, a la par que se quedara sin resuello, sintiendo un ardor rugoso en los  pulmones. Podía corretear, saltar y bailar sin parar, durante horas, por las verdes y frondosas colinas que rodeaban el faro, ante la mirada risueña de su padre durante los días de sol, pero subir aquella escalera le superaba, mas era el precio que tenía que pagar por admirar en toda su extensión lo que el anterior farero solía  nombrar como “nuestro reino”.

Por fin, Paula puso el pie en el septuagésimo quinto escalón y descorrió el pestillo de la trampilla que daba al cuarto de servicio. Subió cinco escalones más, abrió la puerta de la vidriera y se asomó al balcón. Fuera, la brisa fresca y juguetona saludó con entusiasmo a la niña, debiendo ésta aferrarse con fuerza a la barandilla que la protegía de una caída asombrosamente larga y mortal de necesidad. El cabello trenzado de Paula, largo y pajizo, revoloteaba al son de la caprichosa corriente de aire que en nada tenía que ver con los vientos de la pasada tormenta.

 Desde allí arriba, a una altura de cincuenta metros por encima del nivel del mar, sumada la del acantilado de Kopek y la de la propia estructura, Paula se maravilló admirando una vez más “nuestro reino”, llegando a discernir, tras las suaves colinas que rodeaban al faro, a resguardo en la ensenada y  con sus casas de tejados rojizos, las lindes del pueblecito de Kopek.

Paula saludaba, con la sonrisa de un prisionero liberado, el avance imparable del sol que desmenuzaba las rezagadas nubes de tormenta. Se dejaba acariciar la piel expuesta por el calor creciente y burbujeante. Pero la sombra demudó su claro e infantil rostro cuando comprendió, o recordó, que la tempestad siempre se cobraba su tributo al haber dado fin a su cólera: los campos deslucían apagados y marchitos, con sus flores arrancadas y barridas de su faz; los bosquecillos cercanos habían sido víctimas del juego perverso de los vientos, y las ramas, partidas, se hallaban diseminadas a los pies de árboles raquíticos y sobre la serpenteante senda que llevaba al pueblo. La playa, a los pies del viejo faro, ya no era blanca, sino gris y cubierta de desechos que el mar había arrastrado hasta la orilla, dejándola sucia y privada de gran parte de su arena, como si un enorme puño se hubiera cerrado sobre la misma con inconmensurable avaricia, justo bajo los cimientos de la estructura, dando un aviso al farero de que, quizá, con el próximo ataque le expulsaría para siempre de aquel codiciado paraje.

Era la devastación de siempre. «Los restos de la juerga», como solía decirle su padre cuando, una vez recobrado de las noches de tormenta y sin dormir, se disponía a limpiar los destrozos. «Debemos mantener la casa limpia, tanto para dentro como para fuera».

Una devastación que no era desconocida para Paula pero que, no por ello, le resultaba agradable de presenciar. 

Paula advirtió que allí abajo había algo extraño. Venciendo en parte el miedo a las alturas que en ocasiones la atenazaba, estiró el cuello y aguzó la vista. Entre los despojos traídos por el mar y entre las heridas abiertas en la playa, a no más de doscientos metros de distancia de la base del faro, una gran masa ennegrecida sobresalía desesperada y en silencio de entre la arena. Paula frunció el ceño y levantó la nariz, echando en falta el no tener a mano los prismáticos de su padre. 

Aquello parecía ser los restos de un barco. Paula advirtió al menos un mástil tronchado. Era enorme, aunque más de la mitad de su eslora seguía bajo el arenal.

Como después de cada tormenta, aún desoyendo las órdenes de su padre de no deambular por entre los despojos hasta que la resaca del mar se desvaneciera, Paula gustaba inspeccionar y hasta coleccionar objetos que abandonaba la marea junto al faro; al igual que hacía los días de tranquilidad. No había que perder las buenas costumbres, aún cuando muchas veces solo se encontrara basura.

«Todo lo que arroja el mar no es de nadie, hija mía». 

Siempre había algo con que maravillarse y sus tesoros favoritos eran los trozos de vidrio pulido durante décadas por las olas. La niña fantaseaba con la idea de que eran obsequios de vasallaje de la tempestad, de nuevo humillada ante el imponente faro.

Pero, si aquella cosa negra era un pecio, quizá podría encontrar un detalle, un tesoro por el que hubiera valido la pena todos los días de ostracismo y aburrimiento dentro de casa, sin otra cosa que escuchar que las maldiciones de su padre y la respuesta a las mismas por parte de un viento hostil.

Sin siquiera haberse percatado de que la visión del pecio había hecho recorrer un hondo escalofrío a lo largo del espinazo y de su temprana mente, Paula debió dejarse llevar por la urgencia de bajar las escaleras casi a trompicones y despertar a su padre para que pidiera ayuda por radio. Sin embargo, la niña se contuvo, sabedora, gracias a su en ocasiones sorprendente madurez, de que las personas que tripularon aquella nave hacía mucho que habían dejado de necesitar auxilio alguno.

Paula quería descender hasta la playa y observar los restos, descubrir algún minúsculo tesoro que añadir a su colección; aquello que le llamara la atención y podría llevar consigo de vuelta a casa, aunque su valor real fuera irrisorio.

Transportada por las alas de un absurdo sentimiento que confundió con la felicidad y olvidando el hambre que le pinchaba el estómago, Paula descendió los setenta y cinco escalones de la torre del faro, sin verse acosada por el vértigo ni por el miedo a tropezar con sus sandalias. Corrió por el pasillo, tras cruzar la cocina, y saltó al exterior por la puerta principal de la casa del faro, que daba la espalda a la torre y al mar.

Paula corrió sintiendo aflorar una risa algo tenebrosa en las entrañas, por la que no se preocupó lo más mínimo. Corrió por el prado y las suaves colinas mientras los bajos de su vestido recogían las últimas gotas de lluvia prendidas en las altas hierbas y sus calcetines se empapaban hasta la perdición. Se estaba jugando un buen resfriado por, simplemente, no darse la vuelta y coger las botas de goma que seguían, estoicas e ignoradas, junto a la puerta principal de la casa que acababa de traspasar.

Corrió y corrió. Llegó a la playa jadeando y esquivando los montículos de algas arrancadas y arrojadas lejos de sí, con despecho y de sus entrañas, por el celoso mar. Corrió aún hundiendo las sandalias en la arena que se adhería con apetito a la lana chorreante de los calcetines.

La niña se detuvo a escasa distancia de la enorme bestia negra, resurgida de la tierra, con las cuadernas a la vista y pobladas por una miríada de seres diminutos que las consumían con suma paciencia. Una honda tristeza hizo presa en su ánimo y clavó la avergonzada mirada justo sobre sus fríos dedos, cubiertos por unos calcetines mojados y una espesa capa de arena.

¿Cuántos años llevaría enterrado aquel barco de madera? ¿Cuándo llegó hasta aquella costa? ¿Cuál sería su nombre? ¿Quiénes serían las últimas personas que lo tripularon y que ya no necesitaban ayuda alguna? Las respuestas a todas estas preguntas también eran tesoros de inconcebible valor para la despierta imaginación y curiosidad de la hija del farero de Kopek.

Con timidez, Paula se acercó al pecio, tanto como para permitirse acariciar lo que quedaba de escobén tras alargar su delgado brazo. El tacto con aquella superficie la horrorizó y apartó los dedos, poseída por un novedoso e inexplicable temor reverencial. Dio un paso hacia atrás y se llevó las manos entrelazadas a la altura del pecho.

Un rayo de sol se centró en aquella posición y proporcionó un poco calor a la chiquilla. El miedo, cualquiera que éste fuese, se desvaneció y Paula bordeó con cautela el pecio, de babor a estribor, para ir recomponiendo en su mente cómo debió ser aquel barco antes de terminar allí. Ya había sentenciado, con infantil serenidad, que debía de ser un bergantín, pero también podría ser una fragata. Podría ser cualquier tipo de buque.

El cielo comenzó a despejarse del todo y el astro a hacerse sentir fuerte y pesado. Una sombra revoloteó desde las alturas para tomar posesión de la escoria.

«¿Por qué no está el lugar infestado de gaviotas dando cuenta del manjar adherido durante años sobre las maderas del pecio?», pensó Paula, desconcertada antes de alzar la mirada para encontrarse con los descoloridos ojos de una niña que le resultaba ser desconocida, subida a los restos del supuesto bergantín.

Paula se sobresaltó, pero rápido se recompuso, como era natural en ella, aun sin dejar de mantener entrelazadas las manos contra el pecho. 

La niña que se encontraba sobre el pecio, de cuclillas, tenía el pelo moreno y liso, cortado por la altura de la barbilla. Su rostro estaba tiznado por lo que parecía ser hollín, tan negro como los restos exhumados del barco. Su vestido, muy parecido al de Paula, estaba sucio y raído. Su minúscula boca daba al conjunto una firma de desdicha insoportable.

Paula reunió un poco más de valor aquella mañana, de ese perdido entre las matas cuando salió rauda por la puerta de la casita del faro con dirección a la playa, y se dirigió a la misteriosa niña con un hilo de voz:

—Hola.

La mirada descolorida de la extraña niña no se apartó un solo instante de la de Paula, incomodándola a ésta última de forma inenarrable. 

—Hola —repitió Paula, queriéndolo hacer con algo más de seguridad.

De nuevo, no hubo respuesta.

—¿Sabes que no responder a un saludo es de mala educación? —reprendió la hija del farero, de repente ofendida y sobrada de pedantería que pronto rebajó.

Si antes no hubo respuesta por parte de la niña del pecio, ahora la cosa no varió lo más mínimo. 

—Yo me llamo Paula —se presentó Paula, imprimiendo amabilidad a sus palabras y, por supuesto no dándose por vencida—. Tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Araceli —respondió la niña de cuclillas sobre el pecio.

«¡Aleluya! Así debían de sentirse los aventureros cuando llegaban a tierras desconocidas y trataban de hacerse comprender», pensó Paula, embargándola una alegría que no estaba justificada.

—Hola Araceli.

—Hola.

—No deberías estar ahí subida, Araceli.

—¿Por qué no?

—Es peligroso.

Araceli no movía ni un solo músculo de su cuerpo y hablaba apenas sin abrir la boca.

—No es peligroso, Paula. Conozco muy bien este barco. Fue mi casa y aún no he encontrado en él lo que estoy buscando.

«¡¿Qué dice?! No debe estar en sus cabales», pensó Paula, recitando palabra por palabra una de las frases favoritas de su padre.

Araceli se reincorporó y caminó sobre los restos con asombrosa facilidad, ausente, como si Paula le resultara tan interesante como una mota de polvo. Paula comprobó que aquella niña era más baja que ella, aunque bien podría ser de su misma edad.

—Oye —insistió Paula con timidez, abochornada porque su estómago acababa de soltar un leve rugido que solo ella había escuchado, aunque no lo creyera así—. ¿Has desayunado? Yo no. Vivo en el faro. Si quieres…

Araceli giró la cabeza hacia Paula y ésta sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. La niña bajó de los restos, posando sus pies desnudos en la arena.

—Tengo mucha hambre —confesó Araceli, quieta y con los brazos pegados al cuerpo, a corta distancia de Paula. La niña trató de sonreír a su anfitriona, pero enseguida cesó en el empeño y se sumió en una muda melancolía—. Pero he de volver pronto. Aún no he encontrado lo que ando buscando.

Ambas chicas hicieron el camino de regreso al faro en silencio. Araceli era terriblemente lenta subiendo el acantilado y las colinas, aunque a Paula le daba igual: se podía comprobar que estaba contenta como unas castañuelas si uno se molestaba en estudiar sus pasos saltarines, aunque ella ni se daba cuenta de ello. Aún siendo con aquella extravagante niña, Paula parecía haber encontrado a alguien con quien jugar, una amiga. Era algo en aquel  lugar.

A unas decenas de metros del faro, Paula comprobó que se había dejado la puerta principal de la casa abierta de par en par, señal inequívoca de la censurable emoción que la embargó cuando descubrió el pecio salido de entre las arenas de la playa. Soltó una carcajada y compartió tal descuido con su nueva amiga, Araceli, pero ésta caminaba tan solo, con las manos cruzadas sobre el estómago.

«Qué chica ésta…».

Pero enseguida Paula se compadeció.

«Estará muerta de hambre y de frío. Está descalza…».

Paula se había olvidado por completo de sus calcetines, encharcados de agua, y de los sucios bajos de su vestido de verano.

Antes de pisar la sombra que proyectaba la torre del faro, Araceli se detuvo en seco; alzó el mentón, abrió su pequeña boca y se abandonó al arrobamiento. 

—No reconozco este lugar —murmuró la niña—, pero, si tan solo si hubiera estado aquí cuando ocurrió todo…

Paula volvió a fruncir el ceño.

—Vamos dentro —invitó Paula, casi tirando de Araceli.

Ambas muchachas quedaron a la sombra del faro y entraron en la casa, siendo Paula seguida por la tímida Araceli. Recorrieron el estrecho pasillo y dejaron atrás el dormitorio del farero, que seguía sumido en sus sueños. En la blanca cocina, sirviéndose de una silla como improvisada escalera, Paula fue abriendo armarios y sacando todo lo necesario para acallar los rugidos de dos estómagos jóvenes y hambrientos. Leche, que vertió en un par de cuencos, pan cortado en rebanadas, mermelada y miel. Paula sirvió con generosidad a su invitada y también para ella misma.

Araceli se sentó en la silla del farero por orden de Paula, mientras ésta última ocupaba la que daba la espalda al pasillo y comenzó a comer con ganas y a hablar también, muy alto, acompañando sus palabras con sonoras carcajadas.

Araceli no contestaba, pero escuchaba todo lo que Paula le contaba.

Cuando Paula iba por su tercera rebanada de pan con miel, una corriente de aire le traspasó la espalda, erizándole todo el vello, precediendo a la irrupción de su padre en la cocina, legañoso, despeinado y ajustándose los tirantes.

—Ah, eres tú, papá —dijo con alegría Paula al darse la vuelta en su silla.

—¿A qué vienen tantas risas, hija? —preguntó el hombre mientras bostezaba y trataba de encontrar las palabras con las que interrogar a Paula acerca del festín que había organizado en la mesa redonda de la cocina.

—Le estaba contando a Araceli, mi nueva amiga, mis aventuras de cuando llegué al pueblo el año pasado —informó Paula, excitada—. La he invitado a desayunar y a sentarse en tu silla, si no te importa, papá.

El farero miró a su hija con la frente surcada de arrugas de preocupación y sudor seco.

—Pero, ¿qué estás diciendo, Paula? Aquí no hay nadie más que tú.

La niña palideció. Su última rebanada se quedó a las puertas de su boca cubierta por pegajosa miel. Se giró hacia Araceli y donde ésta había estado sentada hasta ese mismo instante, sobre la silla y el mantel, tan solo quedó un montón de arena fina y blanca de la playa de Kopek. 

Durante los siguientes días, varios hombres del pueblo se acercaron hasta el faro para inspeccionar el pecio que había encontrado Paula. Poco después llegaron un par de periodistas con grandes cámaras fotográficas, metidos como sardinas dentro de un minúsculo coche color azul pálido, quienes regresaron a la gran ciudad con la noticia de que habían sido descubiertos los restos de un velero y que, supuestamente, era el Húngaro, que había desaparecido hacía treinta años, durante una de las grandes tormentas de verano de Kopek, con su capitán, su esposa Marta y su hija, Araceli, a bordo.

Paula no quiso prestar oídos a los periódicos que su padre leía en voz alta y que dedicaban espacio a la noticia del hallazgo del pecio. La niña tan solo subía a lo alto del faro y, en silencio, se quedaba durante horas contemplando los restos ennegrecidos del navío.

FIN