jueves, noviembre 30, 2017

Resumen de publicaciones de Noviembre de 2017

Colaboraciones con HRM
—Artículo «Los US Camel Corps. Camellos y dromedarios en la expansión hacia el Oeste» http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/87-contemporanea/165-los-us-camel-corps
—Artículo «Breve semblanza de la Brigada de Carabineros Reales (1730-1823)» http://www.hrmediciones.com/index.php/blog-rei/88-moderna/168-brigada-de-carabineros-reales-javier-yuste

Reflexiones a la luz de la bitácora (opinión)
—Nada del otro “El Jueves” https://goo.gl/XxKsR1

Reseñas
—Reseña a la película dirigida y coguionizada por Billy Wilder «Uno, Dos, Tres» https://goo.gl/scLpp3
—Reseña a la novela de Michel Houellebecq «Sumisión» https://goo.gl/kvRwUi
—Reseña al film «Aliados», protagonizado por Brad Pitt y Marion Cotillard https://goo.gl/nQUwmW
—Reseña a la novela de John Steinbeck «La Perla» https://goo.gl/bn48tB

Lectura de 30 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756,5 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 9,5º
  • Higrómetro: 48%

martes, noviembre 28, 2017

Guardia de literatura: reseña a «La perla», de John Steinbeck

Luis de Caralt Editor SA, Barcelona
Séptima edición: julio de 1986
126 págs.
ISBN: 84-217-3134-3
Un recorrido inalterable por el alma humana gracias a unos personajes que flotan ante las retinas del lector y en los que se dan citan virtudes y pecados

Las parábolas son historias que nos llevan acompañando desde la más tierna infancia, desde el origen de los tiempos, dotando a nuestro intelecto de la conciencia de un término que, cuanto menos, suena bastante raro; tanto como para que lo aprendamos sin dificultad. Las parábolas son enseñanzas extraídas del vagabundeo de nuestra especie, narraciones que pretenden erigirse como señales de advertencia, con independencia de la edad de la persona que servirá de recipiente de las mismas una vez escuchadas o leídas. Y una parábola moderna es la que escribió John Steinbeck con «La perla».

Steinbeck fue un autor norteamericano que trasladó a sus textos vivencias propias y ajenas, desde las que confluyen en un triste y pobre poblado de pescadores hasta las calles desiertas de la Gran Depresión, pasando por los claros abiertos en la jungla de Vietnam. Y siempre lo hizo con una prosa elegante, inquieta e inquietante, retratando una realidad incontestable, carnal y desnuda; la máquina de escribir hería el folio en blanco transmitiendo un escenario compuesto por sentimientos, sensaciones y un trágico desenlace.

«La perla» es claro ejemplo plasmado de los esfuerzos de John Steinbeck por formar un universo de denuncia social y brutalidad sin respuesta justa. Un recorrido inalterable por el alma humana gracias a unos personajes que flotan ante las retinas del lector y en los que se dan citan virtudes y pecados. Kino es el hombre que quiere ser libre, que luchará por no perpetuar la pobreza en su familia, en Coyotito, su hijo; Juana, la esposa de Kino, es la encarnación del sosiego maternal y de la lealtad mal entendida hasta que la tragedia la quebrante y deje de caminar tras su esposo para comenzar a hacerlo a su misma altura; Coyotito, no más que un bebé, es el elemento aglutinador de una desgracia que puede trastocarse en oportunidad ante el encuentro de una perla fabulosa el mismo día que es picado por un escorpión: una perla que dará la oportunidad a Kino de torcer el futuro y burlar al Destino. A estos personajes se les unirán otros en una larga galería de rostros casi sin nombre propio en los que recalarán todos los pecados imaginables y muy pocas virtudes, acrecentando la distancia yerma que separa los pobres de los ricos. John Steinbeck no se limita a los pescadores de perlas, sino que pretende abarcar a toda una ciudad, sobre todo cuando describe las marchas de curiosos en busca del corrupto doctor, cuando Coyotito es picado por el escorpión, o cuando Kino se dispone a vender la Perla del Mundo, un granito de arena rodeado de secreciones de ostra que fascinará a los más humildes y a los más avaros; algo perfecto en apariencia que será el agujero negro que atraerá a la maldad, desfigurando a los hombres, alimentando su gula e ira homicida. Con razón Juana asegurará que la perla está maldita cuando ruega a su marido que se deshaga de ella; pero Kino es testarudo y quiere salir victorioso, desviarse del curso de agua apático en el que su raza lleva atrapada largos siglos. La perla es su clavo ardiendo y la sangre fluirá por las heridas abiertas por un cuchillo y una bala de plomo.

John Steinbeck no traza una historia de fácil digestión. Cuando abrí las tapas del libro por primera vez una sensación nauseabunda anegó mi espíritu, obligándome a aparcar la lectura. Algo rezumaba aquel libro en cuestión, pero dejó clavada en mi “agenda” un aviso, pues debía regresar a él, importando poco los meses que transcurrieran; hasta que me viera con fuerzas para ello. Y, al fin, el hijo pródigo se dejó ver y retomé «La perla», disfrutando de su corta duración en las que los paisajes naturales y humanos se deshacen como un ovillo de lana, creando una composición de fresca belleza y simplicidad, de ternura y desasosiego indescriptibles ante la injusticia que se cebra siempre en los pobres y en los trabajadores. Ni siquiera la luz les mira con buenos ojos y Kino pagará alto precio por su osadía, al pretender cambiar el rumbo de sus días, tomando la senda del mal.

Lectura de 28 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 757 (Variable). Despejado
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miércoles, noviembre 22, 2017

martes, noviembre 21, 2017

Guardia de cine: reseña a «Aliados»

Título original: «Allied». 2016. 124 min. RU, EEUU. Acción, drama y romance. Dirección: Robert Zemeckis. Guión: Steven Knight. Elenco: Brad Pitt, Marion Cotillard, Jared Harris.

Del amor a la traición solo hay una delgada línea. Quizá sean conceptos entremezclados en una película de espías bastante frustrante con Brad Pitt y Marion Cotillard a la cabeza

Convivir a diario con una persona no supone que la conozcamos, ni siquiera cuando se comparte con ella lecho y descendencia. ¿Podría ser una completa desconocida? ¿Puede existir en una unión así algo más que amor, recelos, compañerismo y enojos? ¿Secretos de guerra? Este y no otro es el argumento de «Aliados», un filme basado de puntillas en una historia real y que pretendió devolver a las salas algo del perdido glamour vital del cine de espías de época, de la mano de un Brad Pitt lineal y de una Marion Cotillard de escaso brillo.

Max Vatan es un miembro de la Inteligencia de la Royal Canadian Air Force que se infiltra en Casablanca con la misión de atentar contra el embajador alemán en la ciudad, trabajando codo con codo con Marianne Beauséjour, una célebre miembro de la Resistencia francesa, huida tras caer toda su red en Europa. Obligados ambos personajes a interpretar el papel de marido y mujer, se da pistoletazo a la parte quizá más tediosa del filme que se fatiga subrayando la necesidad del infiltrado en conocer hasta el más recóndito recoveco de los lugares y personas que frecuenta, metido hasta la médula en territorio enemigo; una primera mitad en la que la hostilidad inicial de Marianne hacia Max se va rebajando hasta el punto de que ambos se enamoran o eso es lo que parece, pero todavía no hemos llegado al momento en el que la sospecha asoma el hocico al otro lado de la mesa.

La segunda mitad del film transcurre en la húmeda Inglaterra, con Max y Marianne felizmente casados y como padres de una niña. Y si durante la etapa en el Norte de África se apreciaba cierta obsesión erudita, ahora caminamos entre cristales por culpa de la ingente cantidad de despropósitos históricos e incoherencias de guión que te obligan a intercambiar con tu compañero de filas no pocos chistes cortos y mordaces, pues la película pierde toda su seriedad, hasta el punto de tener que soportar una nueva y forzada inclusión de la escena lésbica de marras que es del todo prescindible. A mí también me pone ver dos tías morreándose e ir más allá, pero, señores… Por favor.

Es durante estas escenas dignas de reproche cuando un alto mando susurra al oído de Max que Marianne puede que no sea quien dice ser, pues los informes de Inteligencia dan a entender que la verdadera Marianne falleció antes de que diera comienzo la misión en el África francesa. La tumefacción de la duda comienza a socavar a Max, pero ama con locura a su mujer y, desobedeciendo órdenes, tratará de hallar pruebas que demuestren su inocencia; que no es una impostora.

La búsqueda desesperada de la verdad durante los últimos compases le insufla vida a la cinta, la cual había ido arrastrándonos por el tedio (una vez más) desde el atentado en la embajada alemana. La vuelta a la tortilla que destila (o debería destilar) a excelente trama de espías se producirá cuando Max duda ciertamente respecto a la lealtad de Marianne, pero toma la determinación de traicionar a su país para salvar a su familia de un destino que se les escapa de las manos con cada bombardeo.

Brad Pitt interpreta su papel de forma no muy entusiasta; es que no aporta nada que no hayamos visto hasta la saciedad en otros filmes: nada, lo cual es una pena pues, en el fondo, lo considero un buen actor. Por su parte, Marion Cotillard se zampa al amigo Pitt en cada secuencia, pero dista mucho de brillar, quizá por ser incapaz de salvar la bipolaridad de chica dura y amante esposa y madre, no pegándole ni con Loctite el sarcasmo tan descarnado del guión.

La película puede tener su interés por el fondo, por tratar de un matrimonio de espías en el que uno de ellos puede ser un agente enemigo; porque es una historia de amor en tiempos en los que se bebía la vida hasta la última gota, hasta el último poso de la botella, hasta la extenuación sexual. Pero cuenta con un final que a nadie coge por sorpresa y que carga con su chispa lacrimógena; se podría haber escrito y filmado algo mucho más digno en términos generales; aún así, podemos decir que el argumento es de esos que perduran, pero que esta producción es del todo prescindible. 

Lectura de 21 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



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martes, noviembre 14, 2017

Guardia de literatura: reseña a «Sumisión», de Michel Houellebecq

Panorama de narrativas
Anagrama. Barcelona, 2015
Primera edición
281 págs.
ISB: 978-84-339-7923-0
Michel Houellebecq pretende escribir una sátira acerca de una futura Francia, a semejanza de George Orwell con «1984», aunque se queda en el intento

Como un desafío velado e inocente, sin guante ni satisfacción, se me interrogó, a raíz de la reseña que publiqué hace un tiempo dedicada a «Kafka en la orilla», de Haruki Murakami, por mi opinión acerca de la obra de un tal Michel Houellebecq. Mi primera reacción, perfecta por haberla interpretado tantas veces a lo largo de mi negligente existencia, fue la de pura ignorancia alimentada por mi despego hacia el actual panorama literario de revista y estante de librería. Gracias a la intimidad y amparo de Internet pude escurrir el bulto y hacer como que sabía de quién me estaban hablando mediante una búsqueda rápida en Google. La curiosidad que germinó de una vergüenza propia y sin fundamento, pero vigorosa, me dio ánimos para leer la biografía de Houellebecq y sobresaltarme con el título «Sumisión», una novela que detalla una visión futura y cercana de Francia, hacia el 2022, momento en el que un partido musulmán moderado se hace con las riendas del país transformándolo todo; una obra que, según la sinopsis de la contraportada (yo no puedo discutirlo), se puso a la venta el mismo día en el que se perpetró el atentado terrorista contra la revista satírica Charlie Hebdo (y el supermercado kosher, algo de lo que pocos se acuerdan debido a la contumacia antisemita); por lo que Houellebecq publicó una fábula fallida por el simple y natural devenir de los dramáticos acontecimientos de la lucha contra el DAESH y sus filiales.

François es un deprimido y deprimente profesor de Literatura de la universidad de París IV – Sorbona, con una rutina fija desde hace varios años: cada inicio de curso se enrolla con una alumna de primero, manteniendo una relación que durará hasta el verano y vuelta a empezar; que se alimenta de platos precocinados calentados en microondas y vive su particular sumisión con respecto a Joris-Karl Huysmans, el autor francés del s. XIX a quien dedicó su tesis doctoral, no siendo consciente de que es un triste imitador de las andanzas del escritor. François disfruta de una vida anodina, regada con alcohol y sexo esporádico sin amor; un testigo de cómo Francia se va convirtiendo en un estado pro-musulmán gracias a los tejemanejes entre las bambalinas de las elecciones presidenciales con tal de evitar que el Frente Nacional de Marine Le Pen se haga con el poder. Una transformación que irá desde al Sorbona, que se convertirá en una universidad islámica, hasta la desaparición drástica en las calles de minifaldas y escotes. Y poco más.

La fábula que presenta Houellebecq fue tachada de islamófoba en su día, quizá porque da por cierto que solo la ultraderecha sería capaz de hacer frente a una islamización a tal nivel; que un régimen musulmán sería un régimen totalitario aceptado de buen grado. Pero lo cierto es que Houellebecq no se moja, no toma partido, y su proyecto se desinfla debido al escaso empaque del “mundo” que presenta en sus páginas, demasiado recargado de párrafos interminables y de reflexiones magistrales sobre Joris-Karl Huysmans y su obra. La historia termina siendo un globo flácido que se arrastra por el suelo por la acción de la brisa. Su labor se ha centrado más en Huysmans que, incluso, en el propio François, cuya conversión dista mucho de ser meramente creíble; ¡joder!, es que parece que solo se hace musulmán (al contrario que Winston Smith como adorador del Gran Hermano) porque le buscarán una esposa; por no decir que Houellebecq se planta tan a pie de noticiario político que el actual reparto de poder en Francia trastoca no pocos elementos de la narración, por lo que podemos decir que en ciertos aspectos se ha quedado trasnochada pues no ha sabido ver la creación de partidos alternativos.

Sin duda, no se le puede reprochar a Houellebecq que lo que lo que resta de la Izquierda francesa se dejaría meter un bate del béisbol sin engrasar con tal de mantener un rescoldo de poder y apoyaría un gobierno islámico, no dudando en firmar acuerdos con los que la educación pasaría a ser religioso-musulmana, desde la primaria hasta la universidad, que las mujeres tendrían que dejar sus puestos de trabajo para acabar con el paro y que se legalizaría la poligamia y el matrimonio con menores de edad. Pero cuesta mucho creer en una transición tan pacífica y de borrego en una sociedad que se sabe eso de la liberté, egalité y fraternité de memoria y corrido, aunque no sepan ni definir un solo concepto. Comida Halal y pastelillos; ni tetas ni culos; y poco más. No es creíble. ¿Todo el mundo tan feliz y calladito? ¿Nadie se escandaliza de que los judíos huyan en masa a Israel? ¿Dónde está el problema del terrorismo islamista? ¿Dónde los encontronazos entre suníes y chíies (que esa es otra)? ¿Dónde están las mujeres libres que en la novela pasan a ser meros trofeos y fregonas, casadas a la fuerza con quienes digan otros? ¿Francia como franquicia de Arabia Saudita, al menos para ciertas instituciones y como si tal cosa? ¿Aquí todo el mundo tan callado y tan feliz? Y, ¡vamos!, eso de que Francia tenga un presidente musulmán y la Unión Europea, en un año, se extienda y acoja como miembros a países como Marruecos o Turquía, además de pretender hacer lo propio con otros como Egipto, Líbano, adueñándose de toda la cuenca mediterránea, dista de tener visos de realidad.

Los interrogantes se amontonan a las puertas de mi teclado, amigos.

Houellebecq posiciona a François como narrador en primera persona de un futuro a la vuelta de la esquina, de una historia que algunos críticos han sabido equiparar a «1984», de George Orwell, llegando yo a la misma opinión que ellos, pues la terrible distopía del autor británico tiene peso en «Sumisión». Si François es Winston Smith, Myriam es a las claras Julia, su amante, y el rector Rediger es O’Brien, quien reconducirá al protagonista al redil de la perfecta sumisión a un solo dios, a un Gran Hermano. Mas Houellebecq camina por terreno fangoso sin hacer cristalizar sus ideas en algo coherente, pues comienza con un François aterrado ante la posibilidad de una guerra civil, haciéndole presenciar incidentes armados y la escena de un asesinato; pero todo con un frialdad que me dejó perplejo. François termina siendo un náufrago que encuentra una tabla de salvación y una mano amiga, como Winston Smith por medio de O’Brien, en el Islam; una nueva vida, una segunda oportunidad en la que reparar en cuestión de días y tras una lacia cavilación, siendo que se convence de abrazar la Fe de Mahoma al enterarse que un viejo profesor de facultad ha contraído nupcias con un alumna de segundo curso y se muere de envidia; así de claro y de simple: la conversión de François es pobre y mal llevada por Houellebecq, por mucho que le venga de perlas la molicie endogámica de nuestra privilegiada, decadente y nihilista sociedad occidental, de pelo grasiento y supuesta rebeldía del tipo “virgencita, que me quede como estoy, viviendo a lo grande”.

La sátira de Houellebecq termina siendo confusa, no en su meta, sino en su composición de escasa armonía y de una tibieza exagerada. ¿El Islam devorará nuestra corrupta y materialista sociedad, carente de moral y principios? No me cabe duda y será pronto, pero Houellebecq se quedó en el intento.

Lectura de 14 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 760,5 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 13º
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martes, noviembre 07, 2017

Guardia de cine: «Uno, dos, tres»

Título original: «One, Two, Three». 1961. EEUU. 104 min. Blanco y negro. Director: Billy Wilder. Guión: I. A. L. Diamond y Billy Wilder, basándose en la obra «Egy, Kettö, Három» de Fernec Molnár. Elenco: James Cagney, Horst Buchholz, Pamela Tiffin, Arlene Francis.

Wilder lo deja claro en un mundo al borde de la destrucción: todos son unos idiotas sin excepción, denunciando el doble juego de la sociedad alemana y la irresponsabilidad de los bloques enfrentados

La ocasión la pintaban calva. El mundo estaba al borde de la guerra termonuclear, del choque final entre Occidente y la URSS; Berlín era el centro mismo del fin del mundo, una ciudad dividida por el (aún invisible) Telón de Acero. Las páginas de los periódicos oscurecían ante el terror cada vez más cercano. Todo se tornaba tan dramático por momentos que hubo algunos genios que trataron de hallar y abrir una válvula de escape que rebajara la tensión, al menos, durante una hora y media, dos horas como acostumbra la Industria. Si Stanley Kubrick filmó la extraña y divertida «Dr. Strangelove», Billy Wilder ofrecería al público «Uno, dos, tres», una obra no tan recordada que adapta cinematográficamente el libreto teatral de Ferenc Molnár, pero que mete el dedo en el ojo más que ninguna otra de la época, no dejando títere con cabeza gracias a un lenguaje del todo políticamente incorrecto y a unos personajes en un Berlín en el que los del Oeste actuaban como si no hubiera ocurrido nada desde 1932 (“¿Adolf? ¿Qué Adolf? Es que yo estaba en el subterráneo y no me enteraba de nada”) y en el que se ocultaban nazis con distintas y adaptables pieles; y en el que los del Este habían dejado atrás el acerado abrazo paternal hitleriano por el no menor apretado stalinista

La película está protagonizada por C. R. MacNamara (James Cagney), el sufridor y sufriente director de la fábrica de Coca Cola en Berlín occidental, quien aspira a dejar de ir dando tumbos por todo el globo con su familia a cuestas y obtener el preciado puesto de directivo en Londres. Mientras mantiene el núcleo familiar junto a su esposa Phillys, una mujer de carácter y nada sutil humor (“Sí, mein führer”), cuya compañía compagina con la de su fogosa secretaria, Fraulein Ingeborg, el Sr. Hazeltine, su superior en Atlanta, encarga a MacNamara que tutoree por un tiempo a Scarlett, su hija de 17 años en su estancia en la ciudad dividida, una escala más en su periplo por toda Europa. MacNamara, como buen hombre de negocios, ve la oportunidad de quedar bien con la compañía más allá de las cifras de ventas; lo malo es que no pensaba, ni por asomo, que la pequeña Scarlett Hazeltine era un tanto casquivana y que, para colmo, acabaría enamorándose de y casándose con Otto Piffl, un recalcitrante y rijoso comunista del Berlín oriental, con quien planea fugarse a Moscú (a donde habría que remitirle sus revistas de moda y cotilleo).

La cabeza de MacNamara peligra si el escándalo revienta las paredes de su despacho, por lo que urde una trampa para que el joven rojo acabe apresado al otro lado de la Puerta de Brandemburgo, en manos de las camaradas nada corteses de la Volkspolizei. Pero la noticia que trae el médico tras atender el desmayo de Scarlett da una vuelta de tuerca que enloquece la trama hasta límites insospechados, siendo que la mejor parte de la película transcurrirá en el sector soviético.

El guión da palos más hacia la Europa dividida que hacia la América capitalista, aunque, sin duda, ésta última se representa gracias a la escasamente iluminada cabeza de Scarlett. Para Wilder está claro: todos son unos idiotas sin excepción. Mientras, denuncia el doble juego de la sociedad alemana, hace otro tanto con el comunismo, con un Otto que inicia una frase denunciando el belicismo de Occidente y la remata con una nada velada amenaza, puramente bélica, contra el capitalismo; aunque la parodia es marxista (de los hermanos, no nos confundamos), a medida que el reloj corre, con un Otto en proceso de conversión (demasiado rápida y eficaz) al capitalismo (o a ser un comunista rico), llega a ser un incordio, pues los personajes no hacen otra cosa que gritar y gritar.

Ciertamente, no sé qué treta arguyó el director para poder grabar en el Berlín oriental, sobre todo la persecución en automóvil (el soviético desgajándose en cada curva), pero es una película que parece adelantarse a muchos hechos: su estreno data de 15 de Diciembre de 1961 y se filma con anterioridad a que las relaciones entre bloques se tensen hasta el punto de hacer realidad el Telón de Acero el 13 de Agosto de 1961; por otra parte, el guión aduce al idílico noviazgo entre la URSS y Cuba (“Ellos nos mandan puros, nosotros misiles”), siendo que EEUU descubriría las bases de lanzamiento en la Gran Antilla unos meses más tarde, provocándose la Crisis de los Misiles (14-28 de Octubre de 1962).

Wilder juega con el humor con un asunto muy serio, sobre todo siendo él (como toda su familia) una víctima de la maquinaria de exterminio nazi, con un discurso claramente enfocado a atacar los totalitarismos, se vistan del color que quieran con tal de ensombrecer sus verdaderas intenciones. A él no le engañan.

Lectura de 7 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 758 (Variable). Encapotado
  • Termómetro: 13º
  • Higrómetro: 44%

lunes, noviembre 06, 2017

Nada del otro «El Jueves»

Entre los márgenes dignos de toda desconfianza del Recuerdo han quedado mis años de estudiante universitario. Durante aquellos días, entre otras muchas cosas, era lector de la revista satírica «El Jueves»; me encantaba zambullirme entre las páginas donde se leían títulos como “Historias de la puta Mili”, “Makinavaja”, “Ovideo”, “La parejita”, “Mamen”, "Clara de noche" y un largo etcétera, que formaban una agradable melodía canallesca de entretenimiento a la que volvías una y otra vez, sin importar un bledo el que te supieras de memoria cada renglón que rellenaba cada bocadillo.

Pero los tiempos cambian y los calendarios caen, los años pesan, la cintura se ensancha y la azotea se despeja de vello; los destinos escritos se emborronan con la lluvia o se confunden bajo el sol y uno termina en un lugar donde recibes esporádicas visitas, a punta de pistola, de un bandido que se emboza sin necesidad, pues le conoces como si le vieras cada mañana. En uno de tanto encuentros nada fortuitos, más que nada al descubrir que reciben «El Jueves» en la biblioteca pública, caí presa de una garras de papel barato y tinta más barata aún, con un contenido de bazar de decimoquinta mano. No podía creer qué tenía entre las manos. ¿Dónde estaban las historias que antes tanto me gustaban? ¿Qué ha sido de ellas? Preguntas que me impulsan a escribir este post.

Reconozco que quizás no haya tomado las suficientes muestras de laboratorio como para alcanzar una conclusión válida, pero no por eso desacertada; solo confirmo la sospecha de la actual (y seguro que de hace un tiempo) mediocridad de la publicación.

La revista que sale los miércoles siempre tuvo entre ceja y ceja muchos estamentos sociales a los que sacó jugo del bueno. Siendo que nuestro país se rasca siempre las liendres de la Política, no me sorprende que aún arranque cada número con un repaso particular a los distintos partidos, pero durante las últimas lecturas (nunca acabadas) solo he topado con un inaceptable panorama de pobreza intelectual. Este es tal que dedican el 90% de los chistes (malos) a los PePos (partido del Gobierno y, por ello, merecedor de una especial atención en el menú), pero lo más brillante y trufado que son capaces de dedicarles es el epíteto descascarillado de “fachas”: facha aquí, facha allá, águila de San Juan volando por esta viñeta (símbolo robado impunemente a los Reyes Católicos por Paca la Culona y sus acólitos y sobre el que han vomitado sus consignas; siendo que los dibujantes de «El Jueves» se han estudiado sus cuarteles más que quien diseñó la moneda de cinco duros) y Franco traído de entre los muertos en plan Lázaro o, más apropiadamente, en plan «Reanimator». ¿En serio que solo se os ocurre eso, muchachos?

A continuación le viene el turno a la siguiente víctima propiciatoria, los Sociatas, pero reducidos o mutilados por culpa del escaso arte cómico a la Sra. Susana Díaz, la cual recibe idéntico trato que los anteriores, recibiendo la chapa de facha en la pechera y de lameculos de los PePos. Y, para terminar (y digo bien terminar), le toca el turno a los Naranjitos, que reciben su particular pan con tomaca con los mismos ingredientes ya nombrados.

Pero, ¡sorpresa sin Isabel Gemio!, no hay señal de los Potemitos. Silencio como única señal acordada a la mano que les debe también dar de comer, y eso que Coleta-morada-jáu y sus colegas son duros de pelar en la competición que se marcan todos los colorcitos para ver quién suelta la parida más gorda, creyendo yo bien que van en cabeza en esta particular carrera de camellos de feria avanti tutti jorobi, pues la imbecilidad endogámica es como la peste.

Fui pasando las páginas casi de forma automática, solo chocando con el humor más zafio y ruin, de ese que se viste de seda pero mona se queda que tan de moda a puesto el Gran Wyoming, que de grande tiene poco y lo malo. Chistes gruesos y de moneda falsa; una carreta pesada tirada por bueyes, perdón, autores mediocres; colillas aplastadas tras la desbandada generalizada de hace unos años, tan solo quedando el veterano «Grouñidos en el desierto» como potable. Una edición partidista, roncera y falta de inteligencia, de prestado mensaje de decimotercera mano en el que la polémica solo se crea siguiendo aguas a determinado grupito que le paga igual de bien que el Banco Santander (patrocinador de su web la última vez que accedí a la misma; joder, os la dais de progres, “anticapitalistas” o lo que sea, «mirad qué guay somos que hasta nos la pone dura el independentismo catalán y secundamos la huelga “general”», y luego os tragáis como patos famélicos las migajas que os echa el tirano de las finanzas y que aparece en banners hasta en el cuarto de baño, ¡bravo! ¿qué sois en realidad?).

Paso las páginas, ni intento la lectura. Se me nubla la vista o es que la revista solo despide humo, de ese de cortina. Su contenido no interesa, es aburrido y simplista, de picadura repetitiva y acusica; de indio de película western de los años ’50, al grito pelado de ¡facha! y cuchillo para cortar cabelleras

Sí, supongo que hoy me habré ganado algún silbido como poco (no sería el primero pues ya tuve un encontronazo con uno de estos “artistas” en Twitter, que ya me dedicó el consabido insulto (¿para qué ser original o consultar el diccionario de la RAE en busca de otra perla de nuestra lengua?) cuando le respondí “inadecuadamente” a una pregunta hecha por él mismo sobre qué opinión le merecía a la parroquia una de las últimas polémicas que unían el mundo satírico ilustrativo con el de la apología del terrorismo).

A todo ello, cerrar, pues se me han acabado las ganas, con el apunte de que no soy el único antiguo lector de «El Jueves» que ha discernido, aún sin el lapsus temporal del que yo he disfrutado, este vacío decrépito, de ausencia y de que todo tiempo pasado fue mejor.

Lectura de 6 de Noviembre de 2017 a las 1200 horas



  • Barómetro: 758 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 14º
  • Higrómetro: 44%