Título original: «Seinto Seiya». 1986. Primera temporada. Japón. Anime. Capítulos de 24 minutos. Sheuisha, Toei Animation
Una serie que marcó a aquellos que la pudimos ver en la recién nacida Telecinco, a comienzos de los años '90. Combates, luces y colores, con una profunda carga ética
Cuando los Caballeros del Zodiaco (santos en realidad) arribaron a España, nuestras púberes retinas nos permitieron ser testigos de la transformación televisiva que sufría nuestro país; como si el tubo de rayos catódicos implosionara y la onda de choque nos dejara clavados ante la suave pantalla.
Éramos unos críos; seguimos siéndolo, pues no hemos cambiado más que por fuera. Por eso, a mis treinta y ocho años estoy visionando o engullendo (según se vea) una serie de la segunda mitad de la década de 1980 que nos volvía locos y que se supo explotar en su día, aún con todo el escándalo de pechos hinchados de pavo que agrietaba las paredes de los salones donde se congregaban las asociaciones de padres del colegio y que reaccionaban de forma ortodoxa ante tan violenta serie de animación japonesa.
Con la perspectiva que conceden los años acumulados de almanaque, cierto es que durante algunos capítulos se desarrollan escenas realmente impactantes, de esas que te dibujan en los labios un “jo-der” aún no articulado del todo, al convertirse Seiya y sus colegas en sanguinolentos sacos de boxeo (¿cuántos litros de sangre cargan estos muchachos en sus venas?); pero nada que sea del otro mundo, sobre todo en comparación con otras obras de la actualidad.
La trama es la que sigue: transcurridos varios años, se abren las puertas del coliseo de la Fundación Kido, donde se celebrará el Torneo Galáctico, una serie de combates televisados de lucha libre pero sin coreografías ensayadas, protagonizadas por huérfanos apadrinados por el viejo magnate japonés tras hacerse con varias de las armaduras sagradas de bronce y, así, ganar la armadura de oro de la casa de Sagitario, el premio final. Entre el misticismo y cierta aura futurista, en un mundo alternativo en el que se da por indiscutible la existencia de dioses y sus reencarnaciones en la Tierra, y hasta cierto contacto tecnológico humano-divino desde la Antigüedad, los aspirantes van llegando y enfrentándose, destacando pronto Seiya, Shiryu, Hyoga y Shun, los caballeros de Pegaso, Dragón, Cisne y Andrómeda respectivamente, cada cual dotado de una particular y fabulosa técnica ante la que el resto de oponentes poco durarán en el cuadrilátero.
Estos cuatro hombres (que no chavales, lo cual es un error de base que desliza el propio manga, pues se aprecia a la perfección que cuando ganan sus armaduras son más jóvenes de lo que aparentan después, ya en el Torneo, sobre todo Ikki, caballero del Fénix, a lo que sumamos que Saori está muy crecidita para solo tener catorce años, y a que entre el primer capítulo y el que cierra la Batalla del Santuario es obvio que pasa cierto tiempo), muestran un deseo irrefrenable por ganar la armadura de Sagitario, objetivo material que justifica el sufrimiento padecido durante años de entrenamientos y privaciones, así como cierta hostilidad manifiesta hacia Saori, la consentida nieta de Kido, a quien culpan de buena parte de sus desgracias; aunque sus egoísmos y recelos se tornan en unión cuando la protección dorada es robada por Ikki, el hermano de Shun y en quien ya no se reconoce rastro alguno del que fue su protector durante la niñez, razón por la que el caballero de Andrómeda mostrará una serie de indecisiones y negativas a combatir. Será entonces cuando veamos por primera vez esa “debilidad” de Shun, quien lucha como último recurso y no se deja llevar por la ceguera del combate, valorando la vida humana, algo que irán aprendiendo el resto de sus compañeros a medida que van dejando cadáveres tras de sí.
La búsqueda de la armadura de oro lleva a la redención de Ikki, que pasará a ser el típico personaje que reaparece para salvar la situación in extremis, mientras el Santuario fija su mirada, al fin, en el poderoso bien que posee Saori. Así comienza un largo camino por el que los caballeros de bronce se enfrentarán primero a los de plata, hasta comprender la naturaleza maligna del Gran Patriarca, iniciándose una batalla que durará doce horas en la que la vida de Saori, reencarnación de la diosa Atenea, depende únicamente de la fe inquebrantable de sus defensores ante unos enemigos mucho más poderosos.
Y hasta ahí leo. Dejo mucho fuera del texto, pues o ya recordáis de qué iba la cosa u os habrá picado la curiosidad para revisitar esos capítulos de veinte minutos que parecen no tener fin.
Llegado el final de la Saga del Santuario, pues sí: me ha gustado, a pesar de los galopantes errores de guión que se observan y a la manía por introducir escenas imposibles y sin explicación concreta o resolución alguna (huesos rotos que sanan milagrosamente en cuestión de horas; litros de sangre derramada con alegría, constantes caídas por barrancos, cabellos que crecen y decrecen… hasta cúpulas del coliseo y piezas de armadura que sufren extrañas mutaciones, como el casco de la armadura de Sagitario, que pasa a ser de cerrado a una especie de corona). Aún con todo esto, sin comprender al final cada cuantos años se reencarna Atenea (¿cien, doscientos, dos mil años?) o desde cuándo está el Santuario en manos de Saga de Geminis, no tendría pega de no ser por la penosa labor de doblaje al castellano, falta de presupuesto y voces (algunas de las míticas de aquella época), con constantes y vergonzosos cambios (como sucede con Saori) y hasta variaciones en los diálogos que cambian el sentido de la escena.
De entre todos los personajes principales, el más maltratado es Shun, de cuyo entrenamiento nada sabemos hasta el comienzo de la Batalla del Santuario, siempre mostrándosele como un débil llorica, aún cuando es el más poderoso de todos los caballeros de bronce de Atenea (con permiso de Ikki), tal y como podremos entender cuando se enfrenta a muerte con Afrodita de Piscis. Hasta entonces nada sabemos, pero sí respecto de los otros caballeros, sobre todo de Shiryu y su vida en los Cinco Picos de China, aunque el más interesante sea el “lobezno” de bronce, Ikki.
En su momento, entre las grietas de la paranoia paternal, se observó en la serie cierto y desmesurado componente homosexual. Pues bien, esas pestañas tan largas, esos rostros afeminados (que tanto gustan a las mujeres japonesas) y las melenas en multicolor, con el añadido de esos personajes de sexo difícil de determinar, como el caballero de plata Misty o Afrodita de Piscis, fue la herramienta que opuso el autor, a modo de respuesta, ante el machismo hiperviolento imperante en el Japón de los años ’80 del siglo XX. Y yo, por mi parte, no he visto nada de rollito gay entre los personajes principales y los secundarios, salvo muestras de respeto y apego fraternal, incluso de sacrificio en el que no tiene porqué haber intercambios de fluidos (¡ay, frustración!); quizá tanta pestañaza y guaperas, tanto brillo y purpurina, pueda confundir, no lo niego; incluso cuando Shun se queda con Hyoga en la casa de Libra para devolverle la vida.
A pesar de todo esto y de que varios capítulos podrían haber sido mejor dibujados y montados (algunos de estos, incluso durante la Batalla del Santuario, son de puro relleno, con flashbacks constantes), uno se planta en el episodio setenta y tantos de este culebrón galáctico-japo-shakespeariano, como si tal cosa. Incluso le dan ganas de hacer realidad un anhelo infantil que se quedó hecho trizas por culpa de la apurada economía familiar, allá a comienzos de los años 1990, que no es otro que comprarse una figura de acción de Shura de Capricornio, pero… No sé. ¿De qué me serviría ahora? Ya tengo demasiados cachivaches a los que pasar el paño de quitar el polvo.