Una epidemia nunca ha dejado un rastro amable en la Historia. Los documentos que registraron aquellos tiempos que nos parecen lejanos (pero que no lo son tanto), siempre retratan el miedo y la incertidumbre. Para este año 2020 poco ha cambiado el panorama, pero, ¿este dichoso COVID-19 puede traernos algo positivo cuando se dé fin a la crisis?
¿Mejorarán nuestros hábitos sanitarios? Al otro lado de una de las paredes de mi despacho está el cuarto de baño; en concreto, ahí está atornillado la pila del lavabo. No os podéis hacer la idea del número de personas que entra ahí, planta sus cositas en el inodoro y sale al exterior sin lavarse las manos. Qué asquerosidad. Ni siquiera se molestan en tener sus garras bajo el agua durante uno o dos segundos. Del jabón ya ni hablamos.
Yo no estoy pidiendo cumplir a rajatabla uno a uno los pasos de penitencia consagrados en carteles pegados con celo y prisa en los espejos de los baños públicos; los mismos pasos que se aprenden en la facultad de Medicina para evitar la sepsis en una intervención quirúrgica, pero ¿nos acostumbraremos, tras agitar o repasar, a lavarnos las manos? Solo eso.
Otras cosas que pueden pasar a ser propias del Pasado serían los energúmenos y energúmenas que tosen y estornudan como francotiradores que se hubieran colado en una película de los hermanos Marx, lanzando metralla salivar a diestro y siniestro, sin freno ni medida. ¿Aprenderemos a taparnos la boca y nariz? ¿Adoptaremos la sana costumbre asiática de ponernos mascarilla cuando estamos aquejados de una enfermedad contagiosa? No sería tan descabellado.
¿Se respetará el espacio vital ajeno? Vaya, esto sí que sería bueno. Podría ser el acabose; el ya no tener que contorsionarse como una culebra para poder cruzar una calle, sorteando los corrillos de imbéciles estacionados, inmovibles como piedras de pirámide.
También podría ser un recuerdo el estar haciendo cola y sentir el aliento ajeno en la nuca o los empujoncitos maliciosos, los codazos, etc. Caminar y no ser golpeado en el hombro por viandantes desconsiderados o no sentirse como un cono de tráfico entre los desaprensivos que se creen que las zonas peatonales son pistas de acrobacias en bicicleta y patinete, etc. La gente también se podría posicionar de una forma más civilizada en el transporte público; el miedo al contagio haría plegarse a aquellos que se creen con más derecho a espatarrarse donde caigan sus posaderas…
Pero, teniendo la constancia de que hay quien se ha liado el petate y se ha largado a las zonas de costa creyendo que iba a disfrutar de un confinamiento de playa y vacaciones adelantadas, creo que eso del respeto a los demás sí que es ciencia ficción.
¿Será el fin de los saludos forzosos? Reconozco que soy un asocial de manual, pero me apuesto algo bueno que no soy el único (incluyo hasta a los más sociales y socializables), que está hasta las narices de tener que repartir apretones de manos y besar mejillas extrañas y/o desagradables. Una cosa es cuando tu interlocutor es alguien conocido y con el que te llevas, a quien tienes afecto, etc., con quien no tienes reservas para tales saludos; pero con completos desconocidos o habituales con los que quieres evitar todo roce, siendo que, incluso, el verbal repele (mutuamente), la cosa cambia.
Yo estoy a favor de las inclinaciones a la japonesa; de formalidades y distanciamientos propias de los tiempos anteriores a la popularización de los antibióticos.
¿Se terminará por implantar la comunicación telemática? Desde que se habló de confinamiento a nivel nacional, escuché que éste iba a ser menos traumático gracias a Internet y las plataformas digitales.
Yo, que no tengo conexión en casa, he aprovechado la ocasión para asombrarme y saber que mi Smartphone, por el que pago a Vodafone para que me de 10 gigas al mes (de los que me suelen sobrar 7), se puede convertir en una antena Wifi con la que poder conectar hasta diez dispositivos a Internet (no es baladí). Aún así, espero que los futuros gobiernos de España tengan en consideración el modernizar el empleo efectivo de un derecho como es el acceso público a la información.
En los años ’70 del pasado siglo se aprobó una ley con base en el artilugio de comunicación más puntero de la época: el televisor. Sin embargo, a punto de saber lo que es cruzar la barrera del primer cuarto de este inefable s. XXI, las cadenas públicas nacionales y autonómicas de televisión están más que obsoletas, por no decir que engordadas con miles de funcionarios apretujados tras cada renovación del poder ejecutivo del Estado de las Autonomías, con presupuestos más propios de una agencia espacial para una programación de vómito.
Siendo que la Administración pública —a pesar de las reticencias de ciertos grupúsculos de funcionarios—, nos está obligando, desde la entrada en vigor de la Ley 39/2015, a comunicarnos con ella a través de vías telemáticas, no estaría de más que se articulara, desarrollara e implementara el acceso público nacional a Internet, bien por acceso universal gratuito (bueno, “gratuito” no es nada) o subvencionado y poder disfrutar todos los ciudadanos de este país, con independencia de su capacidad económica, de la televisión a la carta, navegar a cualquier hora, suscribirse a plataformas digitales sin que le tiemble la cartilla de ahorros, etc., y presentar formularios y documentación sin estar abonando una línea telefónica.
Estoy seguro que saldría mucho más barato que mantener un pozo sin fondo…, perdón, la televisión pública.
¿Se reforzarán los lazos familiares? El estar confinados nos da perspectiva sobre muchos aspectos sociales y familiares; también sobre la lentitud con la que transcurre el tiempo, tanto para nosotros como para los nuestros. Será éste el momento de desempolvar el tablero del parchís (jo-bá, si los cubiletes de plástico estaban pegajosos y tuve que releer las instrucciones); pero también el de poder hablar, aunque evitando el tema estrella del COVID-19, claro.
Es momento de estar con los nuestros y sobre esto no voy a daros indicaciones de nada.
¿Aprenderemos a tener paciencia? Desde hace unos años nos hemos acostumbrado a exigir rapidez en todo. No podemos esperar a que nos sirvan la comida en un restaurante; si el tren se retrasa quince minutos ponemos el grito en el cielo y comparamos nuestro país con Gambia; compramos algo en Amazon un lunes por la tarde y lo queremos encima de la mesa el martes por la mañana… ¡Más madera! ¡Más madera! Más contaminación, más estrés, más sometimiento al egocentrismo y al menosprecio del trabajo de los demás.
Si no lo haces bien y rápido, eres un inútil.
En serio: tenemos que cambiar nuestro estilo de vida.
¿Lucharemos de verdad contra el cambio climático? Quizá el paciente cero del COVID-19 no sea un chino anónimo. Quizá lo sea Greta Thunberg…
Bromas aparte, esta pandemia, que va a ser un hostiazo económico a nivel global, puede contribuir, aparte de a cultivar nuestra paciencia, a que el capitalismo se racionalice: menos transacciones supondrán menos barcos mercantes en los mares, como menos vuelos comerciales, muchos de los cuales son fruto de los caprichos de aquellos que nos hemos creado estúpidas necesidades.
Este capitalismo o materialismo desaforado es el mismo que está plagando nuestros mares de plásticos y nuestro cielo de gases nocivos.
Puede que nos quitemos esa costumbre de nuevos ricos de querer ir a todos sitios, de no parar, de solo pensar en nuestro ocio y lucro.
¿Reindustrializaremos Europa occidental? Recuerdo, de los tiempos en los que mi padre aún trabajaba como soldador en el sector naval, que el gran temor de trabajadores como él era la competencia feroz y desleal de países asiáticos como Corea del Sur, donde se construían barcos más grandes y baratos (también con menos medidas de seguridad, de ahí los naufragios más habituales).
Los empresarios occidentales vieron entonces con buenos ojos llevar sus intereses hacia el extremo Oriente (también Europa del Este, Turquía o Marruecos), para ahorrarse no pocos duros. Pasó con el sector naval (aunque hubo una acertada rectificación) y con muchas otras industrias como la textil, la pesada, etc. (estas no han rectificado pues, por ejemplo, un Mercedes fabricado en Polonia es más barato, pero cuesta lo mismo en el concesionario que si hubiera salido por la misma puerta de Brandemburgo). En nuestro país el segundo sector es prácticamente inexistente, entregados sus ciudadanos a tener que depender del tercer sector (servicios) y, en concreto, de los beneficios del sol y la playa. Y de esos lodos, estos polvos, con una economía nacional frágil, con una clase media empobrecida y que accede a sueldos que a duras penas superan el SMI; sin buenos trabajos en sectores clave que sean motores económicos, poco vamos a avanzar.
Hace unos años escuché un chiste que afirmaba que la frase más repetida en el mundo era (y es) “Made in China”. La crisis del COVID-19 nos ha arrojado un jarro de agua fría al comprobar que la externalización brutal de la industria nos ha hecho depender de un país que está a miles de kilómetros de distancia, simplemente por ahorrar dinero en sueldos y medidas de protección individual. Una pandemia que era local ha supuesto el comienzo de un batacazo económico y de la interrupción de las cadenas de montaje.
Los salarios y las condiciones de los trabajadores chinos, vietnamitas, indios, etc., son de risa, de esclavitud, pero nos permiten tener televisores de plasma por 155 € en el Carrefour o un armario repleto y a la moda por cuatro perras, con prendas que se rompen con solo escuchar hablar del sol o del primer ciclo en la lavadora; miles de componentes y materias primas a precios muy bajos.
Hemos preferido la cantidad a la calidad, pero puede que aprendamos a vaciar mejor los bolsillos y demos trabajo de calidad a nuestros propios conciudadanos, más allá de hacerlo en plan pijoflauta con los supuestos productos supuestamente “ecológicos”.
Dios. Sería maravilloso, fabuloso constatar una respuesta positiva para todas estas preguntas. Pero no soy un ingenuo optimista; me temo que nada de esta lista que he escrito se haga realidad. Tropezaremos con la piedra dos veces como mínimo.
(Terminado de escribir el 16 de marzo de 2020, a las 1022: primer día laboral desde la aprobación del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo)