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Navegando por el Mar de Papel Moneda, y otros mares... (Sailing at Sea of Banknotes, and others seas...)
viernes, mayo 29, 2020
jueves, mayo 28, 2020
Guardia de televisión: reseña a la tercera temporada de la serie «Stranger Things»
Título original: «Stranger Things 3». 2019. EEUU. 8 capítulos. Drama, ciencia-ficción, terror. Dirección: VVAA. Guión: VVAA. Elenco: Winona Ryder, David Harbour, Finn Wolhard, Millie Bobby Brown, Gaten Matarazzo, Caleb McLauglin, Natalia Dyer, Charlie Heaton, Cara Buono, Joe Keery, Noah Schnapp, Sean Astin, Paul Reiser
Una pizca de «Alien», unas trazas de «Terminator» y «La jungla de cristal», todo ello marinado con soviéticos descontrolados y sueltos por Hawkins, Indiana, y presentado por unos niños que han crecido y ya no tienen gracia
Una pizca de «Alien», unas trazas de «Terminator» y «La jungla de cristal», todo ello marinado con soviéticos descontrolados y sueltos por Hawkins, Indiana, y presentado por unos niños que han crecido y ya no tienen gracia
Fui uno de tantos que desgranaban con fervor cuasi religioso las noticias que a cuentagotas se iban filtrando respecto a la producción de la tercera temporada de «Stranger Things», esperando, vehemente, que llegara el 4 de julio de 2019, fecha en la que podríamos tragar como cerdos esta mezcolanza poco original parida por los hermanos Duffer y que tanto priva a nuestros vigentes adolescentes. Sin embargo, debido a una larga y familiar serie de impedimentos, fui retrasando mi cita con estos viejos amigos hasta que el COVID-19 me permitió ponerme al día con tantas cosas. Ya me entendéis. (SEGUIR LEYENDO)
miércoles, mayo 27, 2020
lunes, mayo 11, 2020
Durante el COVID-19: Un poquito de distancia, por favor
Uno de los defectos más feos que gasta una parte significativa de los pontevedreses (tranquilos, PTVs, no os sulfuréis) es el de hacerse dueños y señores de las aceras, obligando al resto de peatones, trémulos o retraídos, a descender a la calzada para seguir camino o serpentear a nivel Cirque du Soleil. También los hay que en vez de vestir zapatos y pisotear adoquines parece que fueran sobre ruedas y vías de ferrocarril, no desviándose un solo milímetro de su trayectoria, incluso atropellándote si no tienes el “sentido arácnido” afinado como un piano antes de un concierto de Chopin. Por supuesto, tenemos los corrillos que convierten las calles en una especie de atolondradas yincanas zigzagueantes para aquellos que tenemos prisa y poca capacidad de regate.
Aún recuerdo, con alborozo sarcástico, cuando se ejecutaron las obras de reforma de la plaza del ayuntamiento, transformándola en peatonal, pero antes debiendo, mientras las máquinas hacían su trabajo, encauzar el flujo pedestre entre altos y estrechos muros de metal, a lo Grand Prix de Mónaco. Sucedió durante una tarde despejada, cuando un grupúsculo de esos que quieren ver y ser vistos se reunió, por cosas de la amistad y sucedáneos, formando un tapón de chicha y ellos a lo suyo; por supuesto, lo hicieron justo en el mismo cuello de botella que el lumbreras de turno se le ocurrió montar en mitad del trayecto, uniendo dos calles y privando las posibilidad de darse la vuelta sin peligro de ser pisoteado. También recuerdo aquella en la que fui torpe diana de una simpática mami con carrito de bebé, quien no parecía percatarse de mi volumen cárnico y ocupación de una parte ínfima del espacio sideral; por suerte, a mi espalda había una pared a la que me pude echar y apoyar para no marcarme un Gerald Ford forzoso. La tipa siguió su curso de tren de mercancías con extra de lacitos y polvo talco.
Este mal hábito, del que se pueden dar cuantiosos ejemplos, se admira y estudia a diario en nuestra ciudad, aunque me apuesto algo a que es plato común en otras. Un mal hábito que yo, iluso de mí, estaba seguro que se relajaría con esto del COVID-19, gracias a esto del distanciamiento social y la separación mínima de seguridad durante los cortos intervalos de libertad yendo a trabajar, hacer la compra, sacar al perro y, tiempo después, a estirar las piernas en el patio de la cárcel (perdón, a un kilómetro a la redonda desde casa).
Durante las primeras semanas se apreció la inercia adquirida de repelernos como el agua y el aceite, aún en calles vacías. Si ibas por una acera y alguien te venía de frente, uno de los dos se lanzaba a la calzada (práctica de esto ya la teníamos de antes) y alcanzaba la acera contraria, pues los guantes y las mascarillas no nos parecían suficientes. Pero llegadas las etapas de desconfinamiento, con esas inciertas franjas para pasear y/o hacer deporte, resulta inquietante vérselas con aquellos que deambulan a pelo, es decir, sin cubrirse boca, nariz o manos, y siguen a lo suyo. Si puedes (pues no siempre te das cuenta a tiempo por el aumento de gente en la calle), te apartas tú, porque ellos no lo van a hacer y fuerzas una separación inferior a la de un pase de capote. Gracia me provoca aquellos que salen juntos y mantienen entre sí una distancia de dos metros pero no con el resto de viandantes… Y no estoy hablando de adolescentes, esos a los que llevan siglos colgándoseles el sambenito de irresponsables (que también), sino de adultos que peinan canas, pues esos jóvenes irrespetuosos de hoy serán los irrespetuosos mayores de mañana y los mayores irrespetuosos de hoy fueron los irrespetuosos jóvenes de ayer.
No sé. Viviendo en una ciudad donde hay tramos en los que las aceras tienen hasta ocho metros de ancho y más, ¿qué cuesta? Es lamentable la falta de respeto que existe hacia los demás, aquella de la que hacen gran gala quienes siempre tienen que dar la nota, llamar la atención, ser el centro de las miradas y comentarios por lo bajini; aquellos que demuestran y creen detentar un poder inexistente y fantasmal, propio de etapas sociales pretéritas, alimentado por la callada de aquellos que solo queremos seguir camino hacia nuestros destinos más inmediatos y sin despegar los labios, no vaya a ser que, encima, se solivianten.
viernes, mayo 08, 2020
Durante el COVID-19: el agotamiento de la paciencia selectiva
Si me equivoco que alguien me saque del error, pero estoy casi seguro que lo escuché de boca de Santiago Camacho en uno de sus programas del podcast «Días Extraños». Allí se hablaba de una suerte de experimento que trataba de recoger y analizar la respuesta de los individuos ante ciertas situaciones, comentarios y otros estímulos en relación a las Redes Sociales. Los grupos se dividieron entre aquellos que tenían luz verde para ponerse a teclear, sin restricción o limitación, y aquellos otros a los que no se les permitió darle al asunto hasta pasados unos cinco minutos.
Los resultados no pudieron ser más interesantes y dispares (a la par que obvios): los individuos que se habían visto constreñidos a esperar un tiempo prudencial para vociferar su opinión o réplica terminaban escribiendo frases moderadas, sin ápice de radicalidad lingüística; incluso es probable que perdieran el interés por eso de avivar el fuego; en definitiva, se lo habían pensado. Justo lo contrario sucedió con el grupo “liberado”, que se permitió la más jactanciosa y ruin actividad para gloria de la Psicología.
A todo ello, y ya advirtiéndoos que éste no es otro post más en el que diserto sobre las dichosas RRSS, pero enlazando con el experimento referenciado, debo presentaros ciertas facetas psicológicas y de comportamiento propias. Me considero una especie de dragón dormitando sobre su montaña de oro, un Fafnir, a veces risueño, de fosas nasales humeantes y boca dentada, con una piel coriácea allá donde el metal no la cubre, al que se puede despertar o no dependiendo de dónde se pinche. Soy un tipo adormilado que puede “hablar (y aguantar lo indecible) en sueños”, capaz de mostrar una paciencia ilimitada a la altura de los santos varones o de convertirme en una fiera incontrolable “cuando despierto”; todo depende de la situación, persona, timbre de voz, etc. Es más, hay gente que se sorprende cuando me ve enojado (“pero si es tan tranquilote…”), pues, cuando se me hinchan las pelotas, mi aliento es de puro fuego y hago huir al que esté en mi radio de acción, envuelto en una nube turbia de sorpresa y ofensa; también habrá gente que se sorprenda al verme calmado.
Con el paso de los años he ido perdiendo litros y litros de paciencia en una sangría constante. El platillo de la izquierda está más bajo que el de la derecha. Y es que la profesión en la que compito por subsistir tiene su ración de huevos duros y úlceras.
Claro, os preguntaréis ahora a qué viene lo de esa paciencia mía que “depende del día” o selectiva y ese experimento que Santiago Camacho compartió con sus oyentes. Pues bien, durante el confinamiento del COVID-19 he tenido (y estoy teniendo) que echar muy buena mano de una de las mejores aplicaciones que se han podido parir como herramienta de comunicación y que algunos también rotulan (no sé si acertadamente) de red social: el Whatsapp (guasá para los amigos).
Para evitar molestias (o eso creía yo), no tuve inconveniente en facilitar a mis clientes mi número de móvil. Y lo que deduje como una gran ocurrencia no lo es dependiendo del interlocutor que toque en suerte, pues durante estas largas semanas he tenido que vérmelas con la típica persona que solo se puede etiquetar de timorato. A su efigie debería concedérsele el honor de encabezar gráficamente la definición del término en las enciclopedias, en serio.
Los mensajes, para los cuales muchas veces necesitaba yo echar mano de una piedra de Rosetta, suponía, por mi parte, dar una larga serie de explicaciones y consejos para los cuales siempre me encontraba con un “pero” o un “no”; era como jugar a una versión diabólica del “¿Quién es quién?”, hasta ver si era capaz, tras eliminar multitud de opciones, de acertar con aquello que esta persona en particular quería escuchar o, mejor dicho, leer.
Para mis comunicaciones me he valido de la aplicación de Whatsapp para el ordenador. No me he puesto con los pulgares a deshacerme las huellas dactilares y me he empleado páginas en blanco del Word para plantear la exposición y pulirla antes de “copiar y pegar” hasta la barra de diálogo. Y por pulir hablo de limar la aspereza que en hasta tres ocasiones me tentó con mandar al susodicho a la mierda más absoluta, ante lo que entendía yo como ataques directos y personales contra mi calidad como profesional, pues nada de lo que decía le contentaba y hasta he tenido que tragar con el plato amargo de ser comparado, en negativo, con otros abogados de cuya identificación no se me ha facilitado detalle. Por no decir que el tipo es de estos que se creen que en España muchos nos dedicamos a trabajar gratis (“¿Con la consulta no está todo pagado?”) o muy por debajo de lo que corresponde (“Ya se lo cobrarás a otros”).
Y, para mayor tormento, es de esos que se te aparecen nada más levantarte de la cama, nada más meterte por la noche en ella. Dios de mi vida.
En tres ocasiones escribí largas y sarcásticas frases que, entre bufidos, terminé rebajando de graduación o eliminando. En tres ocasiones pude librarme de este sujeto, pero me frenó justo dos cosas: la primera, la economía, el poder cobrar algo, aunque fuera unas migajas en un panorama como el presente (puto dinero y puta prostitución); la segunda fue el escaso diámetro de circunferencia de esta ciudad, donde la fama y la malquerencia se extienden con poco sutil descaro, como es propio en una urbe de provincias de menos de 100.000 habitantes. En resumidas cuentas: miedo ante un horizonte inmediato de cierre de persianas por falta de líquido para pagar cuotas de autónomo de la Seguridad Social, cuotas del Colegio profesional, facturas de suministros, declaraciones trimestrales de los modelos 130 y 303 etc., pues cualquier fuente, por muy exigua que sea, es primordial.
Sin embargo, si todas esas comunicaciones hubieran sido “presenciales”, me habría liado la manta, importándome bien poco, y mis pensamientos habrían fluido raudos y sin censura hasta mis labios. Me habría quedado algo más pobre, pero habría ganado en salud.
El Tiempo dirá si acerté.
lunes, mayo 04, 2020
Un futuro tras el COVID-19: Teletrabajo
El trabajo en casa o a distancia, vulgarmente (o cultamente) conocido como teletrabajo, es una novedad en las carnes de muchos de nosotros por esto del confinamiento y el Estado de Alarma con motivo de la pandemia del COVID-19, y el haber escuchado el 1 de mayo del corriente una noticia sobre la cuestión me ha animado a escribir la siguiente parrafada que espero no degenere en elefantiasis literaria.
Se destacaba en el reportaje el alto índice de empleados y profesionales forzados a convertir un rincón de sus hogares en improvisadas oficinas (en mi caso, la mesa de la cocina), siendo no pocos los que se ven incapaces de amoldarse y rendir en tales escenarios, incluso llegando a registrarse jornadas que se extienden hasta las diez horas y “habilitándose” horarios exóticos entre las 0000 y las 0300 horas (puntos muy graves y atentatorios contra los derechos de los trabajadores).
A pesar de los factores negativos más irrefragables, algunos de los enclaustrados se han mostrado favorables a que, regresada la cacareada normalidad (¿?), se mantenga cierto porcentaje de teletrabajo semanal, quién sabe si porque se le ha cogido gustico, si por evitar desplazamientos y reducir contaminación y gasto, si por conciliar trabajo y familia, si por quedarse un ratito más en la cama o si por haber dado con la piedra filosofal.
En mi caso, la experiencia tiene un marcado carácter individual y subjetivo.
El mediodía del día 16 de marzo me encontró cargando con el portátil y toda su parafernalia de cables, multipuertos, lectores de tarjetas, etc. (y eso que “sacrifiqué” el teclado USB (no soporto el teclado tan soft) y el ratón (menos aún el touchpad)), cuan buhonero, lo cual no dejó de ser un engorro pues el ordenador de mesa que tengo en el salón es una reliquia que entró en feliz funcionamiento en 2004 y mantiene la configuración de un Windows XP, sirviéndome de fiel máquina de escribir que le cuesta tener más de dos .pdf abiertos, pero que puede reproducir vídeos y música .mp3 aún con achaques (por supuesto, de Internet ni hablamos).
Mi jornada laboral de teletrabajo comienza a las 1000 horas aproximadamente, una media hora más tarde de lo acostumbrado o estipulado, aún con la ventaja de no haber tenido que prepararme, vestirme de luces y salir al exterior. Antes de que “suene la sirena”, tengo que gestionar el trasvase Tajo-Segura del aparataje necesario, colocando en un ángulo estrecho el PC, pero, aunque no lo creáis, para las 1330 horas suelo tener todo finiquitado (eso sí, siempre hay algo que se resiste durante días), empero, la cosa tiene truco.
El primer truquito es el factor ambiente. Aunque esté en la cocina de mi casa y con lo incómodo que es sentarse durante horas en una silla de recia madera, no estoy en una oficina cuyas paredes se ciernen sobre mí hostiles y con pilas de papeles y expedientes que amenazan con sepultarme, quién sabe si devorarme. Allí quedó el polvo y la frustración. El cubículo que creí transformar en mi fortaleza, empeñando más duros de los que me gusta reconocer en su decoración a lo largo de los años, es una especie de fría celda en Château d’If, con su pesado ambiente, rancio al gusto y el olfato.
Esta mesa de cocina se materializa en una especie de inesperado oasis.
Otro factor es el uso racional de Internet. Yo soy de esos raros que no tienen contratados para su casa paquetes de tanto megas, líneas adicionales, HBO y demás (si hubiera alguna Video Girl AI podría pensarlo). Desde el 17 de marzo he tenido que tomar por banda mi teléfono móvil y sus diez gigas/mes de datos y aprender a crear con él una red Wifi a la que conectar el portátil, y no os podéis hacer a la idea de lo que chupa de megas la cosa en un solo día, aún solo conectando el módem cuando no queda otro remedio (recordar que apenas trabajo unas tres horas y poco más). He sido capaz de establecer una media de 370 megabytes/día laboral de gasto, aunque hay incidentes, para mi terror, que obligan a un consumo muy superior (superar los 10 gigas supone un coste adicional de 4,00 € por cada 200 megabytes). He tenido que racionar (y sigo haciéndolo) los datos, traduciéndose la práctica en un uso de Internet para lo estricta e imprescindiblemente necesario: se acabó el ser un procastrinador informático, perder el tiempo con las RRSS (llegando a eliminar sus aplicaciones del móvil), entretenerme con los videojuegos online, administrar mis blogs (este post es un inocente desliz) y olvidarme de la pornografía a golpe de ratón (sí, amiguitos, sí).
Internet solo para trabajar y en pequeñas y contadas dosis, peleando con las crisis de ansiedad (no deja de ser una adicción), disfrutando de una mente más despejada y dándome un atracón de partidas de videopóker el último día del mes con los datos sobrantes.
Empero, hay un último factor que expongo a continuación y que justifica mi ligereza y alivio con el teletrabajo: la suspensión generalizada de actividad.
Desde el inicio del Estado de Alarma las comunicaciones judiciales en ambos sentidos se han mermado en un 85-90%, se han suspendido plazos y señalamientos, no hay vistas ni videos que analizar y se ha ralentizado el dictado de resoluciones.
Aunque la Justicia se ha reactivado en parte desde el 14 de abril, lo cual me obliga a estar al quite, se aprecia también una mayor voluntad por abrazar las nuevas tecnologías y dar mayor uso a las videconferencias para algo más que para recoger las testificales de personas que viven a cientos de kilómetros de distancia del partido judicial, de peritos más vagos que la chaqueta de un guardia y forenses que no quieren oír del peluquín de eso de subirse al ascensor en el mismo edificio y meterse en una sala de audiencias. Supongo y espero que aquellos funcionarios que pretendieron tumbar Lexnet hace un par de años, como aquellos que llevaban a Carlos V en la testa, ahora caminen y hablen de puntillas.
Tampoco he de correr a la zaga actualizando bases de datos, plannings y agendas cada pocos minutos, algo que siempre se come buena parte de la jornada laboral y de la concentración necesaria.
Y el parón ha supuesto un descenso en llamadas telefónicas que atender o su mayor brevedad en la comunicación, como también no estar levantándose y sentándose para abrir la puerta al citado o intempestivo cliente de turno.
Y, para rematar (last but not least), las órdenes que recibo de la Superioridad se concentran en una o dos comunicaciones diarias casi claras y nítidas y no en dieciocho seguidas, múltiples y farragosas, una nueva cada diez o quince minutos que exigen una dedicación exclusiva, aunque sé que esto no se perpetuará con la llegada de la “normalidad”.
La reducción de minutos en la jornada pasa a ser de horas pues no hay tanto trabajo (y mucho menos dinero, claro está).
Gracias a esto del COVID-19 he entendido mejor a aquellos tipos y tipas que tienen un despacho impoluto, de decorado de western de los años 1950, para las citas y todo lo demás se lo hacen en su casa, bien tranquilitos y lejos del pozo.
No me disgusta la experiencia, aún con sus incomodidades manifiestas (tu electricidad, tu material de oficial, tu Internet, etc.), pero he de tener en cuenta que es fruto de una suspensión radical del funcionamiento administrativo, laboral y social, y que no tengo gazapos saltando a mi vera braceando y vociferando en demanda de atenciones.
¿Estaría dispuesto a jornadas de teletrabajo tras el levantamiento? No me veo del todo diciendo que no, sobre todo si son los viernes, pero exigiría apoyo financiero/fiscal y que se impida la posible consolidación de cuotas de abuso en la relación superior-subordinado o cliente-profesional respecto a horarios, salarios y carga de trabajo.
¿Teletrabajo? Sí, pero con condiciones.
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