Apenas habré realizado la maniobra de aparcamiento en línea una docena de veces en más de veinte años, pues estoy más apegado a hacerlo en batería y siempre de frente, nunca de culo. Y la plaza de garaje que tenemos se da a una particularidad que obliga a que haya de salir con las luces de emergencia activadas y contorsionando mi poco cimbreante cuerpo como una serpiente contra el asiento, pues no hay manera de hacerlo de otra manera que no sea marcha atrás por culpa de una pared enorme y un raquítico espacio común de maniobra.
Pues el pasado sábado me vi en una de estas cortas y extrañas salidas. Procedí como siempre. Subí abordo, ajusté el asiento, puse punto muerto, arranqué el motor, pulsé el botón rojo de emergencia, seleccioné la marcha atrás y destrabé el freno de mano. Y, hala, al asunto de acercarse hasta el portón y hacer dos giros de volante para enderezar el vehículo y salvar los estrechos marcos. Con el trasero citroëniano asomando a la acera (que no calzada) custodiada siempre por un sinfín de vehículos estacionados que anulan cualquier correcta visión —aunque, como diría Fernando de Librería Baroja, sea una de esas calles por las que no pasan ni las gaviotas a cagar—, fui acometiendo la operación con la delicadeza de costumbre. Pero siempre que me pongo al volante me sucede algo, y esta vez fue un tremendo bramido dragontino que me hizo atravesar el bajo de nuestro coche, con el pedal del freno y todo, y a lo Pedro Picapiedra.
Quedé sorprendido pues, durante esa millonésima de segundo, no vislumbré ningún vehículo cuya bocina me estuviera entonando su canción de amor. Pero no tardé mucho en verlo: un Peugeot de estos novísimos, enorme, a toda leche, me dedicaba su sonata a más de treinta metros de distancia, al comienzo mismo de la calle. La mole oscura (azul, negra, lo mismo da), pasó como una exhalación, como si fuera por la recta de Conrod Straight en el circuito de Mount Panorama, muy por encima del límite de la vía. Tuve el dudoso privilegio, de esos prodigiosos, de quedarme con el gesto hosco y hostil del ogro-conductor, que me afeaba, engreído, el atreverme a sacar a la calle nuestro pequeña castaña roja y, de paso, estar a punto de entorpecer su marcha, la cual tendría, por cojones, más urgencia.
Esto (y otras cosas), es más común que me suceda con propietarios de vehículos teutones. Es como si la marcialidad prusiana se les subiera a la cabeza y les rezumara por las orejas como la cera a modo de licencia para saltarse las mínimas tonterías del Código de circulación. No lo sé. Es flipante. Es… Es de estudio psicológico. Un fenómeno paranormal que está superando las barreras fronterizas y ya llega a marcas francesas.
Pero supongo que a los cabrones les da igual la marca y el modelo. Muchos caballos de motor y un burro al volante, y váyase un poquito a la mierda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario