lunes, julio 22, 2024

Destruyendo palabras por joder: poetisa

Alejandra Pizarnik, acuarela

Si existe algo que “respira” y me recalienta el trasero y la lengua, como granizo que soy además de diletante de la escritura y usuario del maltratado castellano, es la supina y grotesca y ofendida imbecilidad del llamado lenguaje “inclusivo”. No solo porque sea una muestra tangible de la estupidez generalizada y vociferada desde las sectas mesiánicas especializadas en cuestiones de género, sino por el ánimo de coartar la libertad hablada y escrita. Como en la novela «1984», vivimos unos tiempos latosos en los que se persigue la formación de una neolengua, distinta a la imaginada por Orwell pero que pretende desterrar buena parte de la nomenclatura contenida en nuestros diccionarios y cultura.

Echando la red, recogemos a gusarapientos organismos gubernamentales y supranacionales que han publicado libros o manuales de estilo para que todos seamos menos “ofensives”. Un ejemplo lo tenemos con los sustantivos colectivos: ya no se debe decir hombres y mujeres, sino humanos; tampoco niños, sino niñez; no hay estudiantes, hay estudiantado, como tampoco alumnos, que han sido sustituidos por alumnado… Tampoco hay directores, sino personas de nivel directivo; no hay trabajadores, sino personas que trabajan o personal.

No hay suficientes tonos de rojo para mostrar la indignación, la vergüenza ajena y la diarrea que me causan los histéricos miembros y "miembras" de este desquiciado movimiento de imbéciles. Pero se me enmierdan los calzoncillos sobre todo con la cuestión de la inclusividad de género, no por ese tan traído “todes”, dignísimo de chanza gaditana, sino porque, en su demencial iconoclastia, se están erradicando términos que son propios al sexo femenino. Y llevo tiempo encontrándomelo, pero el otro día leí una minibiografía de la argentina Flora Alejandra Pizarnik (1936-1972), y ya no me puedo callar. 

Pizarnik es uno de los máximos exponentes de la poesía iberoamericana del s. XX. Amiga de Julio Cortázar, desarrolló una corta pero intensa carrera, con versos tormentosos en los que arrambla el surrealismo. Y uno se pone a leer su biografía y la llaman poeta

Poeta… Que es “persona que escribe poesía”, sin más. La inclusividad, ya sabemos, anula así uno de los términos en español más bonitos que hay: poetisa, que deviene del latín poetis-idis

Por lo que podemos encontrar en el Diccionario panhispánico de dudas, es algo que venimos sufriendo por lo menos desde 2002, a pesar de que poetisa es un sustantivo que se recoge en textos como el Diccionario de Autoridades de 1737 (que, al contrario de lo que asienten muchas feministas en las redes, en su definición no hay connotación negativa alguna). Un sustantivo que, por supuesto, es muy anterior al s. XVIII.

Si buscamos a Pizarnik en Google podemos darnos con un canto en los dientes: prácticamente más del 90% de las entradas usan el término poeta en vez del de poetisa para referirse a esta autora. Medios de comunicación, la Biblioteca Nacional de España, el Instituto Cervantes… Todos normalizando la bastardización del lenguaje bajo el paraguas de que las mujeres que escriben poesía, por “unanimidad”, quieren ser llamadas poetas en genérico.

Se me antoja aún más repulsivo el que se caiga en una trampa para ignorantes y nos dejemos remolcar por una visión decimonónica y cargada de misoginia por la que poetisa era (y debe ser hoy, por lo visto), una mujer cursi, repipi y con un estilo deplorable en sus versos. Aquellos más vocingleros echan interesada mano de cierto pasaje de «Cavilaciones», de Leopoldo Alas “Clarín”. Extracto que se queda muy corto en los “sesudos” estudios literarios, pues en su conjunto “Clarín” critica a novelistas sin estilo y también a poetas, tanto hombres como mujeres, que juzga faltos de experiencia y más de letras, pero sobrados de vanidad. Así pues y en el éxtasis de su disertación, emplea el término despectivo de poetrasto para referirse a mal poeta, con independencia de su sexo.

Obviamente, “Clarín” se encontraría con muchas poetisas de esas que llama feas, que se hacen a sí mismas el amor por medio de sus palabras, o hermosas, que son un ejemplo de hermafrodismo repugnante entre la diosa Venus y el autor Eduardo López Bago (escritor naturalista radical que puso los cimientos de la novela erótica española, muy a su pesar, y que Alas calificaba de autor nefasto). “Clarín” se burla del grotesco color de rosa, del romanticismo zafio y barato del s. XIX que campaba como la gripe por salones de té y libretitas adornadas. 

Y es que tomando las palabras de “Clarín” al pie de la letra, incluso la palabra poeta podría entenderse con contenido denigrante.

Para “Clarín”, cierto, lo femenino era también una lacra en la correcta ejecución de la autoría literaria, pero una virtud en el código de conducta de sus personajes. Pero su opinión es su opinión, pues Emily Dickinson, Rosalía de Castro, nuestra Pizarnik, Alfonsina Storni, santa Teresa de Jesús y otras tantas, no eran poetrastas.  

A una sociedad a la que unos sectarios han conseguido hacer comunes exabruptos en femenino como jueza o presidenta (pero no agenta o ponenta, pues suenan mal), no le parece incorrecto que las mujeres en el oficio de la poesía pierdan su propio y precioso sustantivo. Se defiende dicha línea de pensamiento por el supuesto quiste del menosprecio machista, cuando lo cierto es que la poesía es la “hermana pobre” de la literatura desde hace mucho tiempo y allá donde se encuentre, con independencia que el autor sea hombre o mujer.

Dado que la palabra poetisa “está cargada de connotaciones peyorativas”, en vez de rescatarla y restituirla, pues la eliminamos; así, sin complicaciones…

En esta cruzada de “niñes” repelentes, ¿cuántas páginas del diccionario terminarán siendo arrancadas?


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