«Le Pundjab et le Cachemir» Ediciones del Viento. A Coruña. 2011 134 páginas ISBN 978-84-96964-68-6 |
En su día fui un gran aficionado a los documentales de viajes. Los devoraba con la impaciencia propia de un carroñero famélico, pues encontraba en los mismos una generosa ventana abierta aL mundo y a lugares que, probablemente, nunca conoceré de otra manera. Sin embargo, llegó la aciaga tarde en la que topé con la cruda realidad al presenciar cómo una de las presentadoras-viajeras de Lonely Planet tomaba tierra en España y comenzaba la pesadilla. La ración de callos de tópicos y barbaridades propias de un anglosajón fue tal que hizo replantearme todos mis gustos al respecto, así como los conocimientos adquiridos por medio de programas anteriores, pues también pude (como si hubiera duda de ello) haber absorbido paladas de tópicos y barbaridades respecto a otros puntos diversos del globo; no digamos ya cuando se cierra ese episodio en particular con la muchacha mostrando su gran arte a la hora de entonar unas sonoras arcadas al no poder con un trocito de oreja de cerdo porque le parece terriblemente asqueroso (curioso cuando es esta misma mujer la que en un país del Sudeste asiático (no pongo mi mano sobre el fuego, pero creo que era Filipinas), no tuvo el menor reparo a la hora de degustar golosamente el embrión de un ave).
Los libros de viajes pueden adolecer de estas vulgaridades, incluso aquellos que han llegado a nuestros días con salud y por interés de algún preocupado editor; siendo su edad dorada el s. XIX, momento en el que cientos de occidentales se lanzan a la conquista de los sentidos en los más exóticos mapas y que en no pocas ocasiones tildarán al nativo de vago, inculto y maloliente a modo de desprecio en relación al semidiós hombre blanco, aunque en las civilizadas calles europeas y norteamericanas abundara la vagancia, la ignorancia y todo desconocimiento respecto a los beneficios de la higiene corporal.
El geólogo y explorador francés Guillaume Lejean (1828-1871) fue uno de tantos traseros inquietos e ilustrados de la paralizante alta sociedad europea que quiso romper las fronteras de las metrópolis y adentrarse en los terrenos enfangados donde los florecientes imperios occidentales señoreaban sin mucha seguridad y poco experiencia. Su última obra sería la traslación de este viaje al Punjab y Cachemira, aunque su intención originaria fue la de alcanzar el Himalaya y las áreas al Norte de Cachemira, adentrándose en las Seis Ciudades y en la Bukaria, pero se topó con serios inconvenientes, pues el calor en la zona se disparó y no por la llegada de la estación seca, sino por el estallido de hasta cuatro guerras que lo cercaron por los cuatro vientos.
Lejean aporta literatura a su narración, salpicada de datos, sobre todo del coste de los transportes y alojamientos, notas en las que se entremezcla el deseo de ofrecer una obra atractiva al lector acomodado, pero también de relatar cuantos detalles sean posibles.
El libro da comienzo en Karachi el 13 de Mayo de 1864 y lo frustrante de esta primera nota es que terminaremos sabiendo que la del Punjab y a Cachemira será la última escala de un largo viaje que ha llevado a Lejean por buena parte de Oriente, por lo que acabaremos teniendo un mal sabor de boca o la idea de que nos falta una parte importante de la historia que nos quiere contar. Eso sí, Lejean pronto se mostrará a los ojos del lector como un ferviente defensor de la administración colonial inglesa en la India, a la que no le ve defecto alguno y hasta rompe lanzas a favor de los funcionarios, no encontrando a ninguno que fuese perezoso o incompetente, en claro contraposición a sus homólogos de los principados independientes indios. Incluso se permite la perla de afirmar que si los súbditos de los reyezuelos de los países vecinos conocieran las bondades del régimen inglés, correrían a sus brazos; pero no nos debemos obcecar con dicho punto de vista, pues no es que Lejean cante alabanzas de una política colonial e intervensionista sin mácula, no llega a tanto, pues sabe que no siempre es eficaz o justa, pero que sí lo será respecto a las dictaduras y monarquías absolutistas que reinaban en las faldas de las cordilleras del Himalaya, a los soberanos ungidos por el poder de las armas y que aprieta sin cesar a su famélico pueblo para que los impuestos engrandezcan sus palacios y sus harenes, mientras los campesinos apenas tienen qué llevarse a la boca en un país sin carreteras en condiciones ni ningún otro servicio público.
Lejean engarza a su texto leyendas locales, hazañas de Alejandro Magno y anotaciones de historiadores de la Antigüedad y viajeros famosos que hubieran puesto pie en los mismos caminos que él, lo cual a veces se ve como un rico condimento y, en otras, como una señal de agotamiento o pereza del autor en sus descripciones. Fuera como fuese, la narración termina siendo un tanto decepcionante pues el propio Lejean no deja de encontrarse con puertas cerradas, debiendo deshacer camino o tomar otras alternativas menos interesantes para su trabajo de estudio de las diversas razas de la zona; siendo su mayor pesar el no llegar a conocer a individuo alguno de la tribu o etnia de los siahpoch, una raza aria de rostro y complexión, parecidos a los europeos, y eso que se trata de servir de toda su inteligencia para ello.
Junto con descripciones de valles, montañas, fortalezas y ríos, se hace otro tanto con las costumbres, oficios, políticas, guerras y ciudades, siendo que, respecto a las últimas, Lejean no se deja ver mucho por los barrios populosos de las mismas y prefiere las comodidades de los nuevos barrios ingleses, así como sus bibliotecas y museos; tan solo calmando nuestra sed con pequeñas excursiones, sin mayor fundamento, a alguna ruina mogola, budista o musulmana que encuentre por los alrededores, devorada por la Naturaleza.
Su último capítulo lo dedica a desgranar unos datos sobre los territorios que tenía Lejean en mente visitar pero que le fue del todo imposible; una zona realmente peligrosa y en la que nos refiere recientes acontecimientos de la instauración durante tres meses de un régimen idéntico a DAESH, pero en pleno s. XIX, encabezado por una tal Vali Kan. Lejean, aunque no discute la superioridad religiosa del Islam, tacha acertadamente al mismo como de credo más proclive para servirse de herramienta o instrumento para la barbarie, el fanatismo y la ignorancia.
El texto, aunque literario y ricamente ilustrado, no resulta del todo atractivo a medida que vamos desenmarañándolo. El comienzo llega a ser inspirador, cargado de esencias, pero dicho estado alterado pronto se disipa y el lector encuentra unos párrafos costosos de terminar, no llegándole a terminar de enganchar, quizá porque Lejean no es capaz de saciar la curiosidad de alguien que se preste a la lectura de su obra cuando todo lo que éste ha descrito prácticamente ha desaparecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario