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Título original: «Heart-Shaped Box» Punto de Lectura SL, Madrid Tercera edición. Enero de 2009 486 págs. ISBN: 978-81-663-2119-8 |
La lectura de la primera novela de Joe Hill tiene sus claroscuros, debiendo recorrer el autor aún mucho camino para heredar, por derecho propio, el trono de su padre
Si no se anunciara a bombo, platillo y demás instrumentos de percusión que el bueno de Joe Hill es vástago del prolijo escritor de terror Stephen King, quizá podría escribir yo una reseña de ésta, su opera prima, algo más objetiva y pausada, más ajustada a lo que se debe de esperar de semejante labor, menos corrompida por las heces de otras lecturas; pero el gusano, gris y hambriento, está haciendo su camino por entre mis neuronas, lento y seguro. Para bien o para mal.
Joe Hill es un viejo conocido mío. Tropecé con él mucho antes, siquiera, de saber acerca de esta novela (soy así de despistado), gracias a la excelente novela gráfica titulada «La Capa», adaptación a este formato de uno de sus relatos, publicados en el recopilatorio «20th Century Ghosts», y para la cual buscaré hueco, tiempo y esfuerzo para la pertinente Guardia de cómic; una historia que me dejó impresionado en el buen sentido de la palabra, por la fuerza y la viveza emocional que el guión despliega de forma generosa y brutal, aunque advirtiendo en su desarrollo no pocos acordes propios de papi. Habiendo contado con la suerte de tener a semejante maestro puerta con puerta, es de recibo que Joe haya asimilado de Stephen varios puntos cardinales sobre el teclado.
El argumento de «El traje del muerto» es simple, pero no por ello deja de ser atractivo para cualquiera que esté decidido a subirse al barco del amigo Joe durante cuatrocientas y pico páginas. Jude Coyne, un hombre entrado en la cincuentena, es una estrella retirada del heavy metal; vive en su rancho en el estado de Nueva York atormentado por la disolución traumática de su banda, la cual no pudo soportar la muerte de dos de sus integrantes en un accidente de tráfico (suicidio más bien) y por culpa del SIDA. Jude capea aquellos dolorosos recuerdos por medio de hobbies tan dispares como recorrer de punta a punta el país, de estado en estado, sin salir de la alcoba, convirtiendo en amantes a chicas góticas bastante más jóvenes que él, siendo su última conquista Georgia, una bailarina de striptease que en realidad se llama Marybeth Kimball y que posee un pasado bastante escabroso; o adquiriendo todo tipo de objetos esotéricos, perversos, oscuros y de mal gusto que acrecienten su ya inflada leyenda de individuo siniestro que tantos discos le ha permitido vender: desde cuadros firmados por seguidores suyos que cumplen cadena perpetua por pederastia a todo tipo de tratado sobre magia negra, pasando por una cinta de vídeo, una prueba policial, con una película pornográfica en la que la actriz resulta asesinada realmente ante las cámaras. Sus aficiones distan mucho de ser puramente inocuas, pues son casi obsesivas y podrían explicar muchos hitos de su biografía. Y esa obsesión será el resorte que accione una trampa mortal.
Cuando Danny Wooten, el fiel secretario gay de Jude, da, como si tal cosa, con un portal de subastas a imitación de Ebay en el que se ha puesto a la venta un fantasma, no se aguanta las ganas. Lo que en realidad se estaría vendiendo sería un traje al que el fallecido estaba muy apegado y la explicación de la vendedora para deshacerse de él es tan encantadoramente escalofriante que Jude da orden de adquirir ese fantasma, aunque sea como broma que solo le costará mil pavos bien invertidos en su imagen. En el instante en el que el paquete llega por mensajería a su destino, la pesadilla da comienzo para Jude, Georgia y Danny, pues aquello no resulta ser una simple diversión, una muesca más en la biografía del cantante de rock: el fantasma es real y Jude, ciertamente, lo ha comprado, siendo que es el de Craddock McDermott, exoficial del Ejército de los Estados Unidos de América en la guerra de Vietnam, experto hipnotizador y zahorí y, además, padrastro de Florida (Anna McDermott), la penúltima y mentalmente desequilibrada amante de Jude, de cuya muerte el espectro culpa a la estrella musical, clamando venganza desde el Más Allá. La subasta fue una trampa que le habrían tendido a Jude el viejo antes de fallecer y la hermana mayor de Florida.
El propio devenir de la trama convertirá la novela en una de carretera, con contados momentos espeluznantes en los que conoceremos la verdadera naturaleza de la labor de Craddock en el Ejército; la historia del fantasma de Ruth, la desaparecida hermana de Bammy, la abuela de Georgia, secuestrada hace medio siglo; o el profundo y pantanoso recuerdo que Jude guarda de Florida más allá del sexo estival en el asiento trasero de un restaurado Mustang del ’65, acercándose a la raíz de todo, aunque no termine sorprendiendo a nadie.
De la lectura de esta novela de Joe Hill se pueden extraer muchos puntos positivos, al igual que sucede con las obras que firma su padre, pues, aunque acabe escribiendo auténticas necedades, de esas que te hacen llevar las manos a la cabeza y a exclamar “¡Dios todopoderoso, ¿qué estoy leyendo?!”, sigues quemando capítulo tras capítulo. Joe ha heredado esa fuerza casi física, como también ciertos elementos negativos que no se deben en exclusiva a Stephen King. Uno de estos es el desasosegante vértigo que afecta al lector al estar sentado ante una novela bastante desestructurada, con continuos cruces carentes de señalización a lo largo de la narración, con pensamientos y flashbacks que no llegan a encajar los pongas donde los pongas, con independencia de su capitalidad narrativa, sobre todo durante las primeras doscientas páginas. Es como si Joe Hill tuviera los dedos inertes y enflaquecidos, incapaces de asir con determinación las bridas y frenar al monstruo a cuyos lomos se ha subido con tanta ingenuidad.
A pesar del esfuerzo del autor con la pareja protagonista, sobrada de personalidad, el resto de personajes son un esbozo errático. El secretario de Jude, Danny, es barrido de la escena como un desperdicio que sobra desde el comienzo, siendo que su único momento de “gloria” se restringe a la llamada telefónica que le hace a su jefe una vez que cuelga de una viga por medio de una soga anudada al cuello, la misma que Craddock McDermott le ha enseñado a hacer y con la que le ha convencido de que se quitara la vida. Tampoco es que Joe haya dotado de suficiente peso a la hermana de Florida, Jessica Price, una iracunda y perfecta madre que no es otra cosa que una depravada sexual; así como Martin Cowzynski, el violento padre de Jude, un viejo postrado a su catre, esperando a la Muerte.
Incluso el propio fantasma, Craddock McDermott, pierde todo su hálito macabro, llegando al paroxismo de la ridiculez en mas de una ocasión, sobre todo hacia el tramo final de la novela (es que, ¿a quién se le ocurre escribir semejante escena?), mereciendo un suspenso en la cartilla de notas y una llamada a su padre la forma que idea Joe para que el espectro persiga a Jude y a Georgia de Norte a Sur de los Estados Unidos: en su propia y espectral furgoneta descolorida, la cual solo se salva de esta reprimenda cuando la ve Arlenne, la anciana enfermera de Martin (quien, a su vez, es la hermana clónica en diálogos de Bammy, la abuela de Georgia), y porque creo que es una referencia nada velada al vehículo que dejó gravemente herido a Stephen King hace prácticamente dos décadas.
El regreso al hogar de Jude Coyne o Justin Cowzynski, el último paso de penitencia, al que llega hundiendo hasta el fondo el pedal del acelerador del Mustang, no tiene relevancia alguna en el drama, pues la apoteosis final pudo haberse escrito en la cocina familiar de los Cowzynski, junto a la porqueriza, como en el cuarto de baño de un anónimo cine X junto a los Everglades o en cualquier otro lugar perdido de la mano de Dios. Y Joe no se ruboriza a la hora de ir dejando flecos aquí y allá a nivel policial durante la sanguinolenta carrera de Jude y Georgia desde Nueva York a Louisiana, pasando por Florida: me cuesta tragar la facilidad con la que se da carpetazo al expediente de los sucesos violentos en la casa de los McDermott, la falta de interés por aclarar las circunstancias reales del supuesto atropello que Jude y su pareja dicen haber sufrido y del que no hay vestigio alguno dónde debió suceder o que un anciano postrado en su cama y que no reacciona desde hace días a estímulo alguno tras sufrir una severa apoplejía sea, de pronto, capaz de tratar de asesinar a dos personas, por muy malheridas que estuvieran, persiguiéndolas, navaja en mano, por media casa.
Podemos afirmar que el final es como los que cocina su padre, aunque resulta evidente el mensaje de la novela que no es otro que escuchar a quienes están con nosotros, algo costoso de cumplir tanto en las relaciones familiares como amorosos; no son simples objetos de atrezo sobre los que tenemos un derecho a despreciar y a deshacernos de ellos como si tal cosa. Escuchar y amar recíprocamente, profundizar en sus almas, conocerlas.
La lectura de la primera novela de Joe Hill tiene sus claroscuros, debiendo recorrer aún mucho camino para heredar el trono de su padre por derecho propio, para que una legión de incondicionales lo coronen con laureles teñidos de sangre; esto es si estamos hablando de novelas, pues Joe, y se nota, se ve más suelto como guionista de cómic. Solo el paso del tiempo, con su perturbadora voluntad de iluminar todo recoveco pasado, espantando las frescas sombras, nos lo aclarará.