Título original: «Brokatrausch» Colección Andanzas. Tusquest editores. 4ª edición: octubre de 1986. Barcelona ISBN: 84-7223-205-0 235 páginas |
Ponerse a la lectura de una novela escrita en alemán a finales de la década de 1960 por una japonesa, sacerdotisa sinto, casada con un científico y residente en la República federal de Alemania, es, cuanto menos, una experiencia singular. Fernando Sánchez Dragó, para más inri, es quien prestó su pluma para prologarla allá en 1983, con el cuerpo de Naranjito aún caliente, considerando la narración de Matsubara a la altura de «El gatopardo» por su descripción de un mundo en decadencia, aprisionado dentro de una esfera de cristal cuyos habitantes se niegan a aceptar el giro de los acontecimientos y de la realidad (esto último lo aporto yo). Igualmente, Dragó considera a «Samurai» como una novela de amor en un país como el Japón, en cuya lengua no existe término para encuadrar semejante sentimiento o querencia; pero yo no estoy tan seguro de que sea una historia de amor, más bien es de impotencia entre dos de los personajes con respecto a la sombra proyectada por el hombre que da título al volumen.
Para entender de lo que estoy tratando quizá sea recomendable gastar tinta y tratar de resumir algunos aspectos de la trama; escribir una sinopsis, vamos, en la que se me escapará más de un dato importante y sobre la que recaerá mi análisis.
En la humilde población costera de Himari residen algunas de las familias que cortaban el bacalao durante la etapa del shogunado Tokugawa. Tras la Restauración Meiji, éstas habían ido cayendo en desgracia hasta el punto de ser fantasmas de carne con un apellido destacado en los anales. Una de esas familias es la de los Hayato, con su padre al frente, quien no es más que un inconsciente de manual apegado de forma un tanto infantil a su condición de samurai y al teatro Nô. Bajo el yugo suave pero firme de Hayato padre no solo está su esposa, de quien se espera lealtad, abnegación y silencio, sino Tomiko, la única hija natural del matrimonio, y Nagayuki, un vástago de la también distinguida y decrépita familia de los Ogasawara, que fue adoptado por Hayato cuando contaba con doce años para ser su yoshi y casarse con Tomiko cuando llegase la hora, tan solo para mantener vivo el apellido nobiliar y limpia la sangre.
Nagayuki y Tomiko vivirán felices sus tres primeros años de matrimonio en Tokio, que el muchacho aprovechará para licenciarse en la facultad de Derecho de la Universidad Todai como número 1 de su promoción. Como yoshi, no se espera nada menos de él que satisfacer la férreas exigencias del padre de familia, quien ha inculcado al chaval, desde temprana edad, las normas del bushi-do. Durante esos tres años, Tomiko y Nagayuki, libres de Hayato, viven de verdad su amor, pero cuando se logra el objetivo propuesto en la Todai, el matrimonio regresa a Himari con la noticia y esperando el consejo de Hayato, pues varias e importantes empresas nacionales se han interesado en tan excelente alumno, concediéndole la oportunidad de poder trabajar en América al de unos meses. Nagayuki, cuyo conocimiento del inglés es alto y sabiendo de las oportunidades de negocio y riqueza que le podrían deparar al otro lado del Pacífico, necesita las indicaciones del padre y su bendición; pero Hayato no comprende ni quiere comprender que el Japón feudal ha desaparecido y que, además, su nombre apenas vale un penique una vez cruzadas las puertas de Himari, no digamos ya a un océano de distancia, y eso será la perdición de buena parte de su familia.
En un principio, Nagayuki teme la reacción de Hayato, quien podría negarse a que sus dos hijos partieran hacia tan lejano país. Sin embargo, aún en su inconsciencia, Hayato sabe (o le han hecho creer) que cualquier hijo del Japón puede regresar de América inmensamente rico y “vestido de brocado”, lo cual alimentaría su rancia arrogancia de samurai a través de los logros de su hijo adoptivo; pero aconseja a Nagayuki de la peor forma que se le pudo ocurrir: le ordena que desdeñe las ofertas de trabajo y que parta a San Francisco de inmediato y en solitario como el príncipe nipón de un cuento.
Es en ese mismo instante cuando damos cuenta de la imbecilidad que hace presa de Hayato, quien manda a Nagayuki en primera clase hacia un país desconocido, condenando al número 1 de la Todai a acabar rompiéndose el espinazo como jornalero o trabajador de una conservera, todo ello en la estúpida convicción de que en América todos se iban a plegar y reverenciar a Nagayuki gracias a su título y apellido, además de por sus ricos kimonos.
Nagayuki zarpa hacia San Francisco sin otra carta de presentación que la de ser “otro amarillo más”; y lo hace sin Tomiko, a quien el padre de familia prohíbe abandonar Himari, pues el yoshi ha de demostrar su valía y honrar su apellido samurai. En América, Tomiko "no sería otra cosa que un engorro" y Nagayuki ha de regresar vestido de brocado o morir.
Nagayuki se atormenta desde niño ante la posibilidad de fracasar y ser repudiado por Hayato. Tanto es así que el fallar a su joven esposa, a quien literalmente abandona, es algo secundario. Y cierto es que vamos dando cuenta del funesto destino de Nagayuki en los pensamientos, temores y confesiones de Tomiko con Fumiya, la madre natural de Nagayuki; sin embargo, quien fracasa a mis ojos es el vanidoso Hayato, quien no tiene inconveniente, una vez viudo, en contraer nupcias con Rin, una hija de pescadores a quien empreñó estando ésta sirviendo en la casa familiar, dando a luz a un bien formado niño que llevará el nombre de Gen; incluso Hayato se rebaja a relacionarse con Eda, el hijo de un estibador, que se ha hecho rico en América a base de explotar a compatriotas látigo en mano. Hayato es un imbécil que nunca ha tocado dinero por considerarlo impuro, pero que lo gasta a espuertas en la compra de objetos innecesarios, en actos puramente egoístas en la creencia de que él nunca puede hacer nada mal o de forma errónea, siendo el centro de burlas y engaños hasta el punto de llevar a la familia a la más deshonrosa ruina, debiendo ésta pasar por el oprobio de ver su majestuosa mansión embargada y trasladarse al barrio pobre de Himari. Con la madre enferma, Tomiko mantendrá a su familia gracias a su arte con la aguja y el hilo. Mientras, Hayato tan solo pondrá sus esperanzas en que Nagayuki regrese cualquier día con los bolsillos bien llenos de billetes de dólar, pues es el hijo que ha creado a su imagen y semejanza sin ser consciente de la verdadera naturaleza del muchacho; esperando que el yoshi lo mantenga para siempre en su pedestal de samurai intachable, venerado por su pueblo aunque sea un inútil a los ojos de todos. Respecto a Eda, por ser rico y ladino, Hayato pasa del recelo a la abierta amistad, rebajándose mucho más que Nagayuki en las calles de San Francisco, en las que, tras varios años de vagabundear, consigue trabajo en un despacho legal.
La impotencia de Tomiko, que tan solo anhela reencontrarse con Nagayuki, es tal que rezuma en cada página de las que componen el volumen y va espumando con el paso de los años. Su amor hacia el marido no se verá nunca mermado, pero el peso de las circunstancias y de las palabras de su padre la marchitan por dentro de tal modo que acabará siendo un objeto de intercambio en los tejemanejes de Hayato, quien pretende recuperar a toda costa su influencia.
El primer y último compás de la novela están narrados en primera persona por la nieta de Nagayuki y Tomiko durante el desarrollo de un ritual sintoísta en el que se despide del alma de sus desdichados abuelos y nos habla del regreso de Nagayuki a Himari, transcurridos sesenta años desde su partida, llevando consigo unas pesadas y voluminosas maletas, si no repletas de billetes de dólar, sí de recuerdos.
En más de una ocasión me he visto tentado de abandonar las páginas de «Samurai» y pasar a otro título. La belleza del texto es inconmensurable, pero es una lectura plana en muchos pasajes, llegando a saltarme varias líneas a sabiendas y sin importarme, pues sabía que no me estaba perdiendo nada. La parquedad de la edición, apenas algo más de 230 páginas, me impulsó más que nada a saber de esta tragedia hasta el mismo final; total, se lee en cuestión de cortas horas.
Quizá soliviante el carácter de Hayato, por su afectada figura y falta de profundidad más allá de las cuatro paredes de las que siempre se rodea, formando una fachada limpia y decadente, llegando a traicionarse a sí mismo y a sus ideales por mantener su estatus en un mundo al que no pertenece; pero no deja por ello de ser el centro de la desgracia.
Supongo que he de recomendar esta lectura con cautela. No es una profusión de datos, ritos y nombres nipones entre los que un lego occidental se perdería con facilidad. Al contrario, es una novela muy occidental para haber sido escrita (en alemán) por una japonesa; una historia familiar de decrepitud y amor obstaculizado por el deber y el orgullo.
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