Lo había jurado. Sí, jurado, joder. Nick no se había limitado a pronunciar una fatua promesa de nulo peso en el alma y la conciencia, con los dedos índices y corazón cruzados a la espalda; un eructo sin sentido de palabras que mueren arrastradas por el viento. Lo había jurado con la suficiente gravedad y convencimiento, por lo que se sentía molesta y desleal consigo misma, aunque fuera por algo que para la mayoría no reviste importancia alguna.
En el asiento del pasajero, justo a su derecha, una pequeña pila de expedientes amenazaba con desparramarse sobre el cambio de marchas o la alfombrilla, varios centímetros de distancia más abajo, con cada giro de volante, con cada curva que acercaba a Nick más a su casa. Aquel viernes por la noche llevaba consigo algunas desgastadas carpetas que, a duras penas, contenían un sin fin de papeles y notas; el trabajo que había de haber tenido terminado para el día anterior y que ya no permitía mayores demoras. Nick no pudo cumplir con los plazos y, enfrentándose a la noche y a la carretera, cargaba con el lastre de saber que delante de ella se anunciaba un fin de semana de corta duración, de puertas cerradas y flexo siempre encendido iluminando la mesa de la cocina.
Pero se veía en aquella traición por culpa de los agentes externos, como le gustaba denominar a los clientes con toda la bilis que le desbordaba la boca. Eso de agentes externos les quedaba tan bien como un afiler atravesando el torso de un asqueroso bichejo en un expositorio de entomología. Nick nunca estuvo preparada para enfrentarse a ellos; era un animal que gustaba recogerse en su estrecho habitáculo y aislarse de todos y de todo, mas su jefe apuntaba a maneras y parecía estar practicando una despedida a la francesa, llevando 48 horas sin saberse nada de él, siquiera si seguía respirando, por lo que alguien tenía que bregar con todos los agentes externos que se fueran apiñando ante la puerta de la oficina sin orden, ni concierto, ni gracia.
Eran verdaderos vampiros insaciables. No paraban un solo instante de hablar de asuntos que Nick apenas llegaba a comprender una sola palabra. Encima, no se sentían aludidos ante las inequívocas señales corporales que emitía Nick, quien era una pésima jugadora de póquer, y sus nada furtivas consultas al reloj de muñeca.
Tratar con ellos le absorbía el ánimo a Nick. Tras el duro enfrentamiento con los agentes externos, se veía incapaz de continuar con lo que estuviera haciendo en la serenidad de su recinto amurallado de papel y pantallas de ordenador. Sí, eran vampiros, y aquella semana el universo entero había conspirado para hacerle la puñeta, como en un chiste malo de Paulo Coehlo.
Y mientras aquellos pensamientos se daban cita en un monólogo interno, el viejo Volkswagen Golf de Nick devoraba metro tras metro, adentrándose en la noche reinante sobre una carretera en la que la bóveda arbórea se echaba sobre el asfalto en una amenaza fatal y casi mística. El invierno se acercaba. De eso no cabía duda. La tarde había sido fugaz; un alarido exhalado con nerviosismo. Nick percibía hilos de frío enredándosele en los dedos aferrados al volante; cómo creían enredaderas de cristal en torno las piernas.
Las luces largas rasgaban la tiniebla, sin otras que se enfrentaran a ellas; Nick obligaba los neumáticos invadían el carril contrario, trazando mejor las curvas sin reducir la velocidad. Cada quejido de la goma sobre el asfalto articulaba una creciente inquietud en el pecho de Nick.
La cara A de la cinta pirata llegaba a su punto final. Por los altavoces comenzó a entonarse la balada «Wild Is The Wind».
Nick, quien nunca había circulado de noche por aquella vía, no se guiaba por referencias, sino por recuerdos, anhelando advertir el desvío que se internaba en el bosque y que conducía hasta una casa de piedra que llamaba hogar.
Unos destellos iracundos y un claxon amortiguado impactaron en el centro del dolor nervioso de Nick. Una furgoneta había irrumpido en la carretera en sentido contrario. Nick giró el volante al que parecía fusionada y pisó el freno, aunque sin llegar a detener la marcha.
Nick escuchó, más bien intuyó, el potente piropo que le acababan de dedicar: un “hija de puta” bien entonado que habría bramado con delicadez poética el conductor de la furgoneta, de la que ya no quedaba el menor rastro en la noche. Y a Nick le importó una mierda lo que opinara ese gilipollas; ella conducía como un autómata por entre las curvas ascendientes que arañaban la montaña y bajo la espesa techumbre de un bosque preso de los últimos suspiros del otoño, cuyas garras, largas y raquíticas ramas quedaban desfiguradas por la velocidad. «Wild Is The Wind» se le hizo a Nick más corta que de costumbre y, durante unos agónicos segundos, dentro del habitáculo lo único que se escuchaba era la sinfonía ronca de un agotado motor diésel. Pero pronto comenzarían los primeros acordes de la pieza que daba inicio al disco Aladdin Sane.
Y Nick siguió conduciendo hacia, en apariencia, ninguna parte, por lo que a punto estuvo de saltarse el desvío de montaña; clavó ambos pies en el pedal del freno y los neumáticos se bloquearon. Nick puso primera y pisó a fondo el acelerador, obteniendo una respuesta rápida y brutal que la empujó hacia el camino de grava que partía de la vía asfaltada. Los focos herían los troncos centenarios y Nick pensaba una vez más en el penoso fin de semana que tenía por delante y en que el mal trago le duraría hasta altas horas del domingo; pero algo inesperado surgió en mitad del camino que obligó a Nick a otra vez el freno hasta el fondo y a desterrar sus cuitas laborales.
El Golf emitió un quejido metálico muy divertido, como el que proferiría un cerdo asustado.
—¡Coño!
La mujer mantuvo los ojos abiertos de puro asombro y encorvó la espalda para adelantar la parte superior del cuerpo hasta pegar la nariz en el parabrisas, sobre el volante. Iluminado por los faros del Golf, se alzaba algo que no debía estar allí: un túnel construido con ferrocemento que cubría un largo trecho del sendero bordeado por la floresta. Una enorme y agrietada boca negra se abría ante Nick, mostrando las lujuriosas arrugas de una meretriz entrada en años. La luz de los faros apenas penetraban en la oquedad, llegando a impactar contra decenas de oscuros ojos que no parpadeaban como respuesta desafiante ante la intrusión.
Aquella boca de hormigón exhalaba un aliento húmedo y fétido, propio de un bosque que comenzaba a añorar la aún lejana primavera.
Con un chasquido de lengua y alzando el mentón como única señal, Nick emitió su conclusión: se había equivocado de desvío. Era fácil que eso sucediese entre la cantidad de ramales que partían de la carretera hacia la montaña y las distintas propiedades de los vecinos. Fácil, aunque a ella nunca le hubiera sucedido.
—Hay que joderse. Bravo. Fantástico. Está siendo un viernes de mierda de primera división. De los de enmarcar para el puto recuerdo.
Nick giró el cuerpo a la par que movía la palanca de cambios, colocándola en marcha atrás. El sendero apenas era visible con la única ayuda de las luces de posición traseras y el testigo blanco que anunciaba la inversión del sentido; y no había el suficiente ancho para salvar algún error de conducción. A no más de 10 km./h., las ramas salientes de los árboles rascaban las bandas del Golf, pero el sendero, una estrecha serpiente de grava, pronto anunció su desembocadura ante la vía asfaltada.
El enfado de Nick disolvía su miedo en una coctelera de sensaciones.
El ruido acelerado de la marcha invertida ganó intensidad en cuanto las ruedas motrices lamieron la lengua de alquitrán. Nick detuvo en seco el vehículo y dedicó unos instantes a contemplar el camino por el que había descendido, haciéndolo con la mirada torva, queriendo dar con la respuesta a su aparente error. Arrugó los labios y escudriñó la tiniebla a través del retrovisor antes de incorporarse a la vía principal, para lo cual avisó sin necesidad accionando el intermitente; quizá buscara, incluso con destellos anaranjados, espantar como fuera aquella noche que lo devoraba todo.
Nick tenía la sensación de estar negociando nuevamente las mismas curvas que había superado minutos atrás. Algo debía estar fallando en su cabeza, pero no le parecía que ese pensamiento mereciera el más mínimo esfuerzo; así es como Nick se engañaba a sí misma mientras trataba de dar con el camino correcto hasta su casa, algo que debía ser tremendamente fácil.
Reconoció de nuevo la curva y la silueta torcida del roble centenario. Juraría que eso mismo le hizo internarse antes en el bosque. Los árboles no se mueven de sitio, ¿no? Incluso distinguió la lata azul que servía de improvisado buzón de correos, claveteada a un tocón. Nick sonrió, aliviada, aunque ella nunca lo admitiría.
Ascendiendo por otra senda de grava que se abría camino en el bosque, Nick se atrevió incluso a canturrear a coro con David Bowie algunas frases inconexas, con murmullos que sustituían palabras inglesas que no lograba comprender o que no había llegado a aprender de la letra de la canción que estaba sonando. Mas pronto ese brote de alegría se trocaría en espanto.
Ahí delante, como en una pesadilla madrugadora, volvía a alzarse el resquebrajado y viejo túnel de ferrocemento, inerme ante el golpe de las luces largas del Volkswagen Golf. Nick apretó las manos en el volante, transmitiendo al objeto su desesperación, y tragó saliva. Aquello no podía ser real; debía ser una puta broma. Esta vez no se había confundido de camino; era el que conducía a su casa en medio del bosque, no cabía duda.
El motor del Volkswagen roncó de forma extraña y calló. El radiocasete se detuvo. En el silencio de la noche no hubo respuestas, ni siquiera por parte de aquella enorme boca, muerta en apariencia.
Nick apenas sintió en sus ateridas manos el contacto rugoso de la manilla al abrir la puerta de su lado, pero sí la irregular superficie de la grava hundiéndose bajo sus pies. El hiriente frío exterior la envolvió con gula; la piel del rostro le comenzó a doler y la respiración se le hizo dificultosa. Nick entró en un estado de pánico para el que no tenía nombre. Hasta aquella fatídica hora, la soledad había sido su amiga y aliada y, ahora, Nick lloraba por dentro, anhelando el calor de alguien cercano. Necesitaba una explicación para saber dónde se encontraba; tanto una forma de salir de allí.
Alrededor del vehículo y de Nick se interpretaba una sinfonía de furtivos susurros: ramas mecidas por el viento, hojas secas empujadas por la misma fuerza, arrastrándose por el suelo… Pero la vida animal había quedado silente, desprovista de voz de forma antinatural.
La mujer, fuera del vehículo, tardó en percatarse de que el motor del Golf se había detenido y, empujada por la necesidad de arrancarlo, se giró para dar la espalda al túnel para cobijarse dentro del automóvil.
Entonces, lo vio.
A varios metros, por detrás del automóvil y sin que las luces rojas de posición traseras desvelaran pliegues en su anatomía, una figura negra se recortaba en un universo gris oscuro, en medio del camino de grava que subía por el bosque. Una cabeza, dos brazos y otras dos piernas, unidas a un tronco largo y delgadísimo.
Nick no encontró ojos ni ninguna variación que indicara que hubiera un rostro en aquella forma, pero no cabía duda de que aquello la estaba observando. El cabello se le erizó; la respiración le falló.
Sin acertar con los movimientos correctos, Nick se introdujo en el automóvil en cuanto la figura echó a andar hacia ella. Logró cerrar la puerta con fuerza, pero Nick era una marioneta a la que se le hubieran cruzado los hilos, pues no acertaba a girar la llave en el contacto y arrancar el motor del viejo Golf. Por el rabillo del ojo advirtió una espesa negrura a su izquierda; el ser era enorme y su presencia poderosa, absorbente. Nick se sentía desfallecer, más aún cuando aquella cosa se inclinó y clavó el rostro sin rostro en la ventilla del conductor. Tras varios intentos, los dedos entumecidos se le cerraron en torno a la pequeña pieza metálica, iluminándose el cuadro de mandos y se accionó el motor de arranque. El vehículo respondió emitiendo una tos estúpida y aguda, seguida de un parpadeo electrónico.
El rostro seguía pegado a la ventanilla, sin empañar su superficie cristalina.
Nick gimió una oración y el motor rugió rompiendo el hechizo. Acertó a pisar el embrague y a llevar la palanca de cambios a la posición R. Luego hundió el acelerador y giró el cuerpo para ver por la ventanilla trasera, dándole la espalda al ser. El Golf descendió por el camino a toda velocidad en sentido contrario, golpeando las ruedas y las defensas contra ramas y piedras salientes. Mientras, el corazón se le apagaba en vez de desbocarse y amenazar con huir por la boca hacia fuera.
Con el impacto, que la lanzó por los aires hasta dar con una cuna de helechos muertos, la lata azul que servía de buzón de correos emitió un tañido metálico que quedó amordazado por el rugido mecánico del motor diesel.
Los neumáticos rechinaron al arañar el asfalto, formulando a Nick una buena pregunta: ¿A dónde piensas ir?