miércoles, enero 19, 2022

Breve semblanza de Ramón de Carranza y Fernández Reguera, oficial y espía

Ramón de Carranza y Fernández Reguera, en el
Mundo Naval Ilustrado (1/07/1898)

Presentación 

Para la gran mayoría, Ramón de Carranza era el estadio de fútbol de Cádiz (hasta que la vena revisionista lo cambió de nombre el 24 de junio de 2021), un trofeo de verano y punto final. Por consiguiente, prácticamente nadie sabe de la vida y obra de este hombre, un oficial de la Armada, espía y político que pudo haber torcido la Historia de España en 1898, quién sabe si a su favor.

Ramón de Carranza y Fernández Reguera (Ferrol, 16 de abril de 1863-Cádiz, 13 de septiembre de 1937), procedía de una familia de ascendencia aristocrática, íntimamente ligada con el estamento militar, razones de peso que justificaron su ingreso en la escuela de guardias marinas a la, hoy pronta, edad de 13 años.

Su padre fue José Juan de Carranza y de Echevarría, nacido en Nerja, Málaga (aunque de ascendencia vizcaína, alavesa y balear), quien desarrolló su carrera primero en Galicia para, luego, ser comandante general de Puerto Rico, capitán general del departamento del Ferrol y, en 1888, miembro del Consejo Supremo de Guerra y Marina. Por su parte, su madre fue Carmen Fernández Reguera y González de Pola, oriunda de Santander (aunque de ascendencia gallega), y de la que no es tan fácil encontrar datos, como en el caso de su marido.

Como iba diciendo, a los 13 años, en concreto el 17 de agosto de 1876, el joven Ramón ingresó como caballero aspirante en la Escuela naval, obteniendo los galones de guardia marina de segunda clase en junio de 1878, embarcándose entonces en la fragata Blanca. Ya entre 1881 y 1888 fue ascendiendo hasta el grado de teniente de navío.

En enero de 1896 fue aceptada su solicitud de ser destinado a la isla de Cuba y se le asignó el mando del cañonero Contramaestre, luchando contra los insurrectos y el contrabando de armas para el enemigo. En una de dichas acciones, sucedida en octubre de 1896, saltó a tierra junto con treinta hombres y se internó un kilómetro hasta dar con un campamento donde les esperaban cuatrocientos insurgentes. A pesar de la descompensación de fuerzas, los españoles pusieron en fuga a los mambises y se apoderaron de gran cantidad de material de guerra (se dice que más ochocientos fusiles), e información. Por este acto, Carranza fue recompensado con la Cruz Laureada de San Fernando, la más alta condecoración militar, el 26 de abril de 1904.


A los 39 años, a comienzos de 1898, Carranza fue nombrado agregado naval en la embajada de España en Washington. Con el grado de teniente de navío en excedencia, se encargó de dirigir el servicio español de Inteligencia en los Estados Unidos en un momento muy tenso. La guerra en la Gran Antilla fue cosa que se estuvo caldeando durante años por intercesión de la prensa amarilla, que no dudaba en echar leña al fuego: cualquier choque diplomático real o ficticio entre España y la aún en pañales superpotencia americana, por mínimo que fuera, era válido para exacerbar a la opinión pública y tensar una cuerda que se rompió definitivamente con la explosión del crucero USS Maine en el puerto de La Habana el 15 de febrero de 1898, como todos sabemos.

Cartas, comisiones y desafíos a duelo

El 9 de febrero de 1898, el New York Journal, propiedad del magnate William Randolph Hearst, el jefe de los «fogoneros de la guerra»,  publicaba una carta escrita por Enrique Dupuy de Lôme y Paulín, embajador de España en Washington, al entonces presidente José Canalejas. Dicha carta, fechada en 1897, ponía a caer de un guindo al presidente McKinley, llamándole de todo (en concreto: débil, populachero y politicastro). El escándalo quedó servido en bandeja de plata y Dupuy de Lôme tuvo que dimitir, recogiendo el testigo Luis Polo de Bernabé el 10 de marzo de 1898.

¿Cómo obtuvo Hearst dicha misiva? Nos lo podemos imaginar. Seis días después, el Maine saltó por los aires, y ya daba igual.

Aunque los primeros informes de la Marina de guerra estadounidense se encaminaban objetivamente hacia un accidente provocado por negligencia (almacenamiento de proyectiles en mal estado en los pañoles de munición), los ánimos expansionistas del presidente McKinley, quien se engalanaba, a lo carnavalesco, con las ropas de libertador del oprimido pueblo cubano, llevaron a declarar la guerra a un enemigo empeñado en una estrategia defensiva y carcomido por décadas de conflicto interno.

El cañonero Contramaestre
No se dudó en sentar en las Comisiones del Senado de los Estados Unidos de América a todo interesado o defensor de la causa de entrar en liza con España. Dos de ellos alcanzaron cierta fama justo por lo que hizo Carranza cuando leyó sus declaraciones: el general de infantería Fitzbugh Lee (emparentado con el famoso general sudista y, entonces, cónsul general en La Habana), y el capitán de navío Charles Dwight Sigsbee. Ambos oficiales intervinieron de forma muy ardiente ante la Cámara, acusando sin ambages a unos “ociosos” (y no identificados) oficiales españoles que habrían orquestado un sabotaje que condujo al desastre del Maine, al hacer explotar un torpedo o una mina submarina en las inmediaciones del buque de guerra. 

Carranza, como agregado naval en Washington, entendió que se estaba faltando el respeto a la institución de la que formaba parte, así como al reino de España, y desafió a duelo a Lee y a Sigsbee, así como a otros personajes de los que el ferrolano recibió misivas y telegramas acusadores (“[…] de cierta clase de gente que a juzgar por su lenguaje seguramente no son caballeros”); duelos, salvo uno, en el que Carranza se reservaba el derecho a escoger arma por ser el ofendido. Carranza incluso envió a la prensa sus cartas retando a Lee y a Sigsbee (publicadas en The Globe de Toronto, a 2 de mayo de 1898); cartas que fueron dirigidas a las Secretarías de Estado y Marina antes de partir de Washington rumbo a Canadá.

Por lo visto, solo respondió alguien por Sigsbee excusándole por no poder atender su misiva como era debido, aunque el oficial de marina manifestó (al igual que hizo Lee), a la prensa que no había recibido reto alguno y que dudaba que fuera a recibirlo (28 de abril de 1898) y que, en su caso, lo “ignoraría”, algo que da muestra de una arrogancia sin límite.

Como se indicó más arriba, hubo otros difamadores a los que Carranza desafió. Pero nadie se ofreció a batirse en “el campo del honor”, quizá por la fama del español como experto en esgrima y gran tirador que secundó la prensa estadounidense, así como por la forma en la que era descrito: orgulloso, calculador y fiero.

Titular del San Francisco Call, de 16 de octubre
de 1898

El «Anillo» de Montreal

Carranza fue un hombre referenciado en la prensa estadounidense por varios motivos antes de que tuviera que hacer los bártulos y correr velozmente, junto a toda la delegación española, hacia la neutral Canadá cuatro días antes de que los EEUU declararan la guerra a España: era de público conocimiento que tenía que ser el jefe de los espías españoles en suelo norteamericano.

En Washington y, luego, en Toronto y en Montreal, ciudad esta última muy cercana a la frontera con los EEUU, Carranza tejió una red de agentes, principalmente entre miembros de la población católica y promonárquica europea, sin importar el país de procedencia de las “antenas”, con la que ir obteniendo información sobre el estado defensivo de la costa estadounidense y su relación de fuerzas en puertos y tierra adentro. La red operaba principalmente en Nueva Orleáns (por ahí deambulaba un tal John Waltz, quien fue capturado en posesión de mapas e información, siendo el primer proespañol condenado a muerte por espionaje durante la guerra de 1898), Mobile, Key West y Tampa, donde también se reunían fondos para la adquisición de un cañonero, desviándose después el dinero vía Méjico.

Empero, el que la oficina de la embajada y de Inteligencia abandonara Toronto y se instalara en el Hotel Windsor de Montreal no ayudaba en nada, porque el lugar era un nido de serpientes para los intereses españoles: carlistas dispuestos a cualquier cosa para provocar la caída la rama isabelina, detectives a sueldo de ambos bandos, reporteros de prensa que anotaban las identidades de cuanto elemento sospechoso cruzara el hall del establecimiento hostelero y, claro está, agentes yanquis infiltrados en la ciudad canadiense.

Pronto, tras el “incidente” del Maine, la paranoia generalizada dio pie a que cualquier extravagancia se publicara y hasta se diera como cierta. Ahí están los rumores nunca confirmados de planes de la Inteligencia española de envenenar de forma masiva a las tropas enemigas, o que la explosión en un polvorín en Dover, Nueva Jersey, fuera inmediatamente achacada a la acción de hostiles agentes proespañoles.

Curiosamente, el llamado «Anillo» de Montreal se mantuvo operativo hasta 1899.

Grabado representando el arresto de 
Carranza (Titular del San Francisco Call,
de 16 de octubre de 1898)

Cartas y espías capturados

El servicio secreto norteamericano era capaz de seguir la pista a cualquier elemento sospechoso, incluso nacionales que se vendían a los españoles, pero sus éxitos más rotundos eran fruto de una contumaz falta de discreción por parte de los diplomáticos y miembros del servicio. En esto Carranza no tuvo mucha suerte, o eso mismo es lo que más se destacaría por parte de los vencedores, quienes hicieron publicidad suficiente de la captura de cada espía o información relevante. Tenemos, por ejemplo, la detención de George Downing, un suboficial del crucero Brooklyn, arrestado el 7 de mayo de 1898 en Washington bajo la acusación de espiar para los españoles y quien acabó ahorcándose dentro de su celda.

Pero también Carranza contó con activos importantes y más difíciles de atrapar, como fue el detective canadiense Frank Arthur Mellor, exartillero, bígamo y aficionado al boxeo. Mellor contactó con dos borrachines que formaban parte de la dotación de baterías de Kingston, Nueva York, pero uno de ellos se derrumbó ante los agentes del servicio secreto. Por suerte, Mellor, como Carranza, no era dado al desaliento, por lo que siguió cooperando con el español, incluso llegando a poner pie en Florida y tantear posibles fuerzas subversivas. Sin embargo, la Inteligencia del Canadá debió tomar cartas en el asunto y colaborar con John Elbert Wilkie, jefe del servicio secreto estadounidense, para anular a Mellor.

Lo más rijoso para Carranza resultó ser la correspondencia que los agentes del servicio secreto estadounidense pillaban al vuelo. Cartas dirigidas al presidente de España o al mismo Carranza en el hotel de Montreal donde se alojaba la delegación, que eran interceptadas y rápidamente decodificadas (si es que estaban codificadas, por lo visto). Aunque los remitentes usaran nombres falsos, el contenido de sus cartas parecía poner en jaque la seguridad nacional estadounidense, pero no parece muy lógico que se dirigieran sin tomar las debidas medidas.

Y a estas cartas hay que sumar las que escribía el propio Carranza. Una de estas fue robada de su habitación, en la calle Tupper, nº 42, mientras estaba fuera desayunando (el oficial acusó al detective privado Joseph Kellert del delito, aunque parece que fuera un tal Bell), y fue publicada en la prensa por orden de John Elbert Wilkie. Carranza admitió su autoría, pero, según manifestó el oficial, estaba dirigida a su primo y nada había en ella que indicara la existencia de un sistema de espionaje español y, mucho menos, dirigido por él. 

Leída dicha carta, con un tal José Gómez Imay como destinatario, lo único que tiene que ver con el espionaje es que menciona que habían capturado a dos agentes españoles, pero las autoridades de Canadá consideraron que la prueba era suficiente para expulsar a Carranza de su territorio tras haber sido arrestado y, por lo visto, impuesto una fianza de 1.000 dólares.

Con todo ello, resulta dudoso el asunto, pues Carranza, para comunicar sus informes, se servía del telégrafo y de un código cifrado, y se acusó a Wilkie de haber manipulado el texto con la ayuda de un hábil falsificador.

Pero antes del incidente de la carta de Tupper, nº 42… La misteriosa desaparición de Carranza

A finales de mayo de 1898, la delegación española partió rumbo a Liverpool, con Carranza y sus subalternos a bordo. En un momento y un puerto no concretados, durante la travesía hasta la desembocadura del río Lawrence, los espías españoles saltaron tierra. Entonces dio comienzo a una particular odisea protagonizada por Carranza, quien, disfrazado, atravesó el Canadá, dirigiéndose al Oeste, hasta la costa del Pacífico, evitando a la policía del país y las emboscadas que organizaban los agentes estadounidenses para darle caza.

La prensa a ambos lados de la “Frontera Internacional” no dudó en denominar estos hechos como “la misteriosa desaparición de Carranza” que, por lo visto, duró tres semanas, hasta que el oficial fue visto de nuevo en Montreal. 

¿En qué estuvo liado el Sr. Carranza durante esas tres semanas? Pues bien: Carranza llegó a Vancouver, donde trataba de hacer realidad su plan de adquirir un buque (el apalabrado Amur, un mercante ruso), armarlo y actuar de corsario por la costa pacífica estadounidense, teniendo Alaska como área principal de acción. La tripulación la conformarían marineros civiles españoles que estaban internados en Nueva York, bajo custodia del cónsul del Imperio Austrohúngaro, quienes, en teoría, tenían que abandonar la ciudad del Hudson y llegar a Halifax, Canadá, para volver a España. Una vez en ese puerto, unos zarparían hacia Europa y otros se hurtarían de las autoridades y se unirían a Carranza en Vancouver. Sin embargo, el teniente de navío esperó en balde. Ningún marinero de los prometidos se presentó y es que el cónsul austrohúngaro, temeroso de las sospechas que la prensa amarilla hacía caer sobre su figura (Hearst y compañía siempre en medio), ordenó que todos los españoles fueran repatriados sin excepción y con las máximas garantías.

Durante el s. XX

Una vez firmada la paz con los EEUU, Ramón de Carranza se hizo animal político, aunque siguió en activo en la Armada, concediéndosele el rango de contraalmirante en 1930, año en el que se retiró. En 1912 fue promovido a capitán de fragata y, cuatro años después, a capitán de navío (por antigüedad), pero lo vemos más interesado en cuestiones de despacho que en acciones militares. Así, fue tres veces diputado a Cortes y senador del Reino por Cádiz, pero se lo recuerda más por ser alcalde de la citada ciudad entre julio de 1927 y la proclamación de la II República española, cargo que volvería a ostentar (además de la Gobernación civil), el 29 de julio de 1936 por disposición del general Gonzalo Queipo de Llano . 

Analizando sin profundizar su ideología, esta era marcadamente ultraconservadora, en sintonía con la Unión Patriótica de José María Pemán. Simpatizaba con los Primo de Rivera y con los sublevados del 36, aunque no por ello se le puede tachar de franquista (al contrario que a su hijo Ramón de Carranza Gómez). No, amigos. Es una falencia el afirmar que Carranza fuera franquista, pues Franco, hasta que no jugó sus cartas para ser nombrado generalísimo, era prácticamente un cero a la izquierda en esto del Golpe. Es más, siendo que Ramón de Carranza falleció el 13 de septiembre de 1937, tras una grave enfermedad, no vemos que le diera mucha ocasión se hacerse franquista. Más bien era fascista.

José Antonio Primo de Rivera hizo referencia a Carranza en varias ocasiones. Por ejemplo, en un artículo publicado en La Nación, a 27 de mayo de 1929 (fin firmar), se dice de Carranza que era «[…] hombre activísimo, enérgico, de grandes iniciativas y de grandes prestigios en aquella ciudad. Así se unieron, para el bien de Cádiz, un alcalde ejemplar y un jefe de Unión Patriótica lleno de entusiasmos y arrestos juveniles, de talento y cultura excepcionales. Desde entonces no han cesado el uno y el otro de gestionar beneficios para aquella ciudad. Ambos han recorrido diversas veces todos los Ministerios, expresando y razonando las aspiraciones gaditanas.

»Cada vez que ha venido a Madrid el señor Carranza ha venido a pedir para su pueblo. Cada vez que Pemán estuvo en la Corte no cesó de recorrer los Ministerios ni un solo día, ni de interesar al Presidente y a los demás ministros en la resolución de los asuntos de la "tacita de plata". Nosotros, que hemos visto, y que muchas veces acompañamos a Pemán y presenciamos el fervor con que defendía los intereses gaditanos y cómo pedía mejoras para su pueblo, persuadiendo, convenciendo a los ministros, aduciendo razones que justifican ciertas concesiones, al parecer, excepcionales; nosotros, que hemos presenciado su titánica labor y cómo puso al servicio de esta causa todo su valimiento, nos imaginamos cuánto será su gozo al ver la resolución del Gobierno sobre una de las supremas aspiraciones de Cádiz: la de la zona franca».

Puede advertirse aquí elogios en exceso, más que nada porque se acusa a Carranza, hoy, de haber dejado un ayuntamiento en la ruina y pasto de la corrupción. Aún así habría que destacar la creación de los comedores municipales y el intento de municipalizar el suministro de gas, así como la planificación y ejecución de diversas obras públicas.

Anciano y viudo desde el 1 de septiembre de 1934, tras el fallecimiento de su esposa Josefa Gómez y de Arámburu, no era muy consciente de su degradación física, razón que le supuso la denegación de su solicitud para ser nombrado almirante de la Flota Nacional y la dimisión del cargo como alcalde a 9 de julio de 1937.

Ramón de Carranza expiró, como ya adelantamos, el 13 de septiembre de 1937 a las cuatro y media de la tarde en su casa, sita en la calle Ancha, rodeado por sus hijos Ramón, José León, Micaela y Carmen, y asistido por el vicario capitular Eugenio Domaica. Por disposición testamentaria, Carranza ordenó que no se le rindieran honores militares a pesar de tener derecho como almirante y caballero laureado. Igualmente, dispuso que su entierro fuera de clase modesta, sin coronas, y que el dinero sobrante fuera repartido entre los pobres de Cádiz.


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