lunes, febrero 29, 2016

«¿Has conocido a alguien que se haya suicidado?»

La pregunta cayó sobre mi ya algo tibio café como un jarro de agua fría, dejándolo del todo repugnante. De igual modo cayó sobre mis hombros. 

El bar se encontraba atestado de gente y hacía un calor sofocante.

Me quedé boquiabierto y estático, esperando acertar con el resorte neuronal que me permitiera dar con el chiste oculto entre interrogantes. Mi amiga me formuló semejante cuestión sin que advirtiera yo en su acento ápice alguno del tímido aplomo del desconocido que se acerca a otro para pedirle la hora; tampoco (menos aún), del matiz divertido de quien te hace caer en la cuenta de si llevas o no a mano un preservativo cuando ya te has bajado algo más que los pantalones.

Mi respuesta fue un aborto de carcajada, débil y entrecortada. Perplejidad retardada y digna de enmarcar para que fuera admirada por adormilados y desesperantes estudiantes de primaria en una excursión al museo.

Acto seguido, conseguí balbucear unas palabras (o eso creo que hice):

—¿A qué te estás refiriendo?

En la inmaculada sábana que suele ser mi frente, se sucedía una larga selección de escenas de películas sin título, con hombres ahorcados que arrojaban su sombra sobre la tierra y los vivos, y de mujeres agonizantes, sumergidas en agua caliente y con las venas abiertas.

—Suicidio virtual —me aclaró mi amiga mientras arrugaba la nariz, gesto comprensible hasta para mí. Desde aquella mañana yo había pasado en su escala fraternal de ser un tonto simpático a un estúpido rematado. «Estaba clarísimo a qué se estaba refiriendo».

Me eché hacia atrás en la incómoda silla que me había tocado en suerte e hice oídos sordos a las quejas de mis omóplatos.

Mi silencio aburría a mi amiga y ésta dejó de perder el tiempo conmigo, apartando sus ojos de corteza de roble viejo de mi careto pasmado. Tenía cosas mejores que hacer, como roer con desidia su ración de bizcocho. Y es que la chica es así, me he dado cuenta hace tiempo.

Yo, por mi parte, comprobando que me quedaba solo en una mesa para dos, me concentré en analizar el paisaje urbano que me rodeaba, acompañado por el hilo musical y mental de las dos palabras del día reproducidas en bucle: «suicidio virtual». Todo el mundo se postraba ante su smartphone; cabezas gachas y largos y finos cuellos, ideales para que el hacha cayera y terminara otra bonita función pública de decapitación. 

«Smartphone». La primera vez que escuché semejante palabreja tecnológica fue viendo el primer capítulo de la primera temporada de la serie de televisión «Sherlock». No hace tanto de aquella.

Todos los clientes del bar interrumpían constantemente sus importantísimas y banales conversaciones con el tipo o la tipa de enfrente para atender a las llamadas del Whatsapp y responder a golpe de pulgar angustiado y sonrisa salvaje con otras importantísimas y banales líneas de pensamientos. Si me hubiera preocupado en cronometrarles, podría incluso haber obtenido una media que me permitiera escribir un artículo científico al respecto (bien pobre, en fin) y que quedaría ahí, para la posteridad y para que nadie lo leyera.

Incluso mi amiga se había puesto a desgastar la pantalla de su dichoso teléfono. La ración de bizcocho, que había picoteado tras mi balbuceo, quedó a medio acabar (y así se quedaría para cuando la camarera recogiera el platillo, para regocijo de los animales que hurgan entre los restos de nuestra decadencia). 

Todos allí ventilaban y lanzaban al éter hasta el más mínimo e idiota de los secretos de sus vidas; los veía transformados en libros impúdicamente abiertos de piernas, inconscientemente dispuestos a que un depravado (o mil) les follasen hasta dejarles en carne viva el coño o el culo o ambos. Habían tomado una pastilla que ni Alicia se habría atrevido a olfatear y se habían transformado en fachadas que daban a patios no tan interiores, cubiertos de orines de humedad y tenderos de trapos grises y secreciones.

Si mi amiga me hubiera otorgado el privilegio (¡oh, diosa!) de esperar, de darme un segundo o dos para componer una respuesta a su pregunta, podría bien (si hubiera sido lo suficientemente rápido y locuaz) haber escuchado una bien rotunda como la que sigue: 

—Sí, he conocido a gente que se ha suicidado virtualmente, que ha borrado todo su Pasado (¡ilusos!) de las redes sociales y que han eliminado sus viejas cuentas de correo electrónico. Gente de la que solo obtengo como señal una respuesta de fallo dado por el sistema cada vez que les mando una felicitación en copia de carbón oculta.

Obviamente, yo no significo nada para esos perdidos y puede que se diera la misma situación en la dirección inversa, pues si me acuerdo de ellos se debe a la irrupción ocasional, pesarosa y nada bienvenida, de  ecos preñados de aburrimiento que no se merecen la generosidad por nuestra parte de ser confundidos con la nostalgia. Y me resulta hasta grotesco comprobar que esos suicidios se han dado en gente a la que recuerdo pegada a Internet como Cyrano a su nariz; que se rascaban el fondo de las talegas en tiempos legendarios para pagar la tarifa ADSL de 24 horas; que abrían en canal las torres de sus pcs para colocarles tantos ventiladores como el aparato podía soportar.

Pero, ¿qué extraño suceso pudo haberles convencido para protagonizar semejante espantá moderna y de cara a la pantalla del monitor? ¿Fue la toma de conciencia de su desnudez, de pronto adquirida tras saborear hasta las heces el fruto del árbol? ¿Vivir la experiencia de asistir a una entrevista de trabajo en la que a la mesa del entrevistador le temblaran las patas ante el peso del expediente que habían recopilado de sus personas, directamente extraído de un muro de Facebook? Son tantas las preguntas que ya se me engarrota la mano solo de sopesar la necesidad o no de trascribirlas aquí, pues el cerebro no duele.

Preguntas que son, a su vez, razones que les tutelaron para tomar semejante decisión autolítica y virtual, sin siquiera dejar una nota de suicidio (qué falta de tacto hacia los demás), y que me son tan desconocidas como carentes de interés, al fin y al cabo.

Yo ya pululaba por la Red, muy por la superficie (algunas cosas no cambian nunca) hacia el año 1999, ganándome a pulso el adjetivo de rarito por tener una cuenta de correo electrónico (no os imaginaríais ahora el acalorado bochorno que me granjeó el que la pandilla se enterara de que administraba una web en un servidor ahora tristemente desaparecido). Pero las redes sociales siempre me dieron un poco por saco y hasta que no me dieron una soberana paliza con ellas («si no puedes con ellos, únete», es lo que dicen), no pasé el trámite de la inscripción, tanto de Facebook como de Twitter, herramientas que nunca consideré como de trabajo y que, a decir verdad, me suponen más bien una distracción del todo intolerable, a pesar de su lado bueno, con el que he podido contactar con gente con mis mismas aficiones y hasta con amigos de otros tiempos.

Haciendo mía una línea de diálogo de un capítulo digno de recuerdo de «El asombroso mundo de Gumball»:

—¡Internet no está atacando con su arma más poderosa!... La pérdida de tiempo.

Ahora trato de atarme en corto con esta tecnología y emplearla tan solo a fines laborales, y cierto es que está siendo duro.

Durante largos meses y años, en los momentos de oscuridad, sopesé seriamente el unirme al club silente e inerte de los fantasmas virtuales; desaparecer con una última frase que fuera capaz de llegar a la altura del betún a la última línea de diálogo del replicante Roy Batty. 

Incluso le llegó la hora crucial a este querido blog.

No había lugar para mí y mis inquietudes, y tampoco sabía qué estaba haciendo. Las redes sociales se convirtieron derrelictos de foros y chats que tantos sinsabores me causaron; pero me di cuenta de que la necesidad de que mis textos llegaran todo lo lejos posible, el convencimiento de que no podía encerrarme, eran superiores a los mohínos perjuicios que me causan.

Consideré que las RRSS no son mi fachada asquerosa de trapos zarandeados por el viento. Mi vida íntima y sosa sigue estando ahí, solo para mí. No me he suicidado virtualmente porque no hay necesidad de ello. Quizá mi excesivo celo ha sido mi salvación, aunque siempre ha habido momentos de debilidad, ésa es la verdad.

Dando a mi café por perdido de forma irremediable, lo aparté de mí, haciendo que el platillo chocara con el del acompañamiento dulce de aquel segundo desayuno. El tintineo musical rescató del fondo de sus pensamientos privados y compartidos a galope de pulgar a la mujer que estaba sentada en la misma mesa, delante de mí.

—Y tú, ¿vas a suicidarte virtualmente? —pregunté con demasiada inocencia.

Me quedé un largo rato esperando su respuesta.

Lectura de 29 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



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jueves, febrero 25, 2016

«Oh! You, Pretty Things», de David Bowie



Wake up you sleepy head
Put on some clothes,
shake up your bed
Put another log on the fire for me
I've made some breakfast and coffee
Look out my window and what do I see
A crack in the sky
and a hand reaching down to me
All the nightmares came today
And it looks as though they're
here to stay
What are we coming to
No room for me,
no fun for you
I think about a world to come
Where the books were found
by the Golden ones
Written in pain, written in awe
By a puzzled man who questioned
What we were here for
All the strangers came today
And it looks as though
they're here to stay

[CHORUS:]
Oh You Pretty Things
Don't you know you're driving your
Mamas and Papas insane
Oh You Pretty Things
Don't you know you're driving your
Mamas and Papas insane
Let me make it plain
([second time:] Let me say it again)
You gotta make way
for the Homo Superior

Look at your children
See their faces in golden rays
Don't kid yourself they belong to you
They're the start of a coming race
The earth is a bitch
We've finished our news
Homo Sapiens have outgrown their use
All the strangers came today
And it looks as though they're here to stay

[CHORUS]

Lectura de 25 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



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25 de Febrero de 2016




miércoles, febrero 24, 2016

Guardia de literatura: reseña a «Cementerio de animales», de Stephen King

Series Plaza & Janés. Éxitos.
Editor: Esplugues de Llobregat, Barcelona 
Plaza & Janés, 1990
Edición: [3ª ed.].
Descripción: 301 p. ; 22 cm.
ISBN: 84-01-32109-3.
Unos meses atrás, treinta y cinco para ser precisos (nunca pensé que transcurriría tanto tiempo), al poner punto y final a la reseña dedicada a la novela «El misterio de Salem's Lot», prometí que la siguiente obra larga del Maestro de Bangor que leería y sobre la que opinaría sería «Cementerio de animales». No sé a santo de qué vino semejante manifestación de compromiso. Solo sabía de su argumento de oídas, un par de líneas, una anécdota, poco más. De entre toda la vasta bibliografía de nuestro querido Stephen, podría haber elegido cualquier otro título de mayor calado y profundidad, pero, al igual que un personaje de ficción que tuviera una vinculación desconocida con los bosques de Ludlow, algo parecía dirigirme, convencerme para que sobrepasara los lindes del pequeño cementerio de animales —de Pet Sematary, donde los niños de la localidad entierran a sus mascotas muertas en un delirante y siniestro ritual— y caminar por el Pequeño Dios Pantano de los Micmacs hasta un cementerio bien diferente.

Antes de abrir las tapas de este libro leí una breve reseña, de menos de diez palabras (algo a lo que el común de los mortales y muchos que se creen con derecho a opinar se están acostumbrando de forma un tanto depravada), en la que se denunciaba que esta obra era muy lenta y que se tardaba una eternidad en ver algo de movimiento. En aquella estuve (una vez más) tentado de actuar sin pensar, dirigiéndome a ese desencantado lector con algo contundente al estilo de: se nota que no has leído mucho de Stephen King; pero callé o, mejor dicho, detuve el avance de mis dedos sobre el teclado: opté por lo más sabio; yo no había leído «Cementerio de animales», así que era mucho mejor, antes de nada, saber de qué estaba tratando antes de discutir sobre lo humano y lo divino.

La novela de King que hoy me ocupa no posee un elenco de personajes muy extenso, es más, se limita exclusivamente a seis individuos de dispares edades y que son vecinos, tan solo separados por una peligrosa carretera que se ha llevado por delante a la buena mitad de los residentes fijos del Pet Sematary: la recién llegada familia Creed-Goldman, con Louis y Rachel a la cabeza, seguidos por sus dos hijos, los pequeños Ellie y Gage; y el anciano matrimonio formado por Jud y Martha Crandall. Y, ciertamente, la trama es bien lenta, con descripciones milimétricas que, en un principio, persiguen algo tan digno como es el crear un fresco familiar y relajado de un matrimonio de ciudad y sus hijos, que recorren medio país para instalarse en Ludlow. La sombra se cierne tranquila, sin prisas, como una tormenta aún demasiado lejana en apariencia y que va empañando y ensuciando el horizonte, amenazando con estallar de repente. En ocasiones, se percibe su presencia inmediata gracias a los inquietantes recuerdos de Jud y su vinculación con el cementerio que se esconde en un punto más allá de Pet Sematary, y a la agónica confesión de Rachel sobre los últimos días de vida y la muerte de su hermana mayor, Zelda.

Todo ello compone una narración que me ha costado bastante tragar y digerir. No era miedo lo que sentía, sino la certeza de estar leyendo un relato demasiado físico acerca del dolor y la negación hacia la Muerte, y en el que me he visto identificado, como en un cristal de espejo hecho de papel, fabricado hace más de treinta años.

Su lectura, en ciertos pasajes, como he querido decir antes, era como tragar lija; pero la acción no avanza casi lo más mínimo hasta que estalla esa tremenda tormenta, cuyo heraldo funesto fue el retorno a la vida del gato de los Creed, torpe, maloliente y siniestro. En vez de huir y buscar cobijo, corremos directos hacia los bosques preñados de oscuridad.

Ésta es, hasta la fecha, la única novela de King que no me he leído de un tirón. La he dejado arrinconada hasta en un par de ocasiones y sin ser capaz de pasar de la misma escena: cuando Louis desentierra a su hijo. Esa descripción extenuante, tan detallada y pausada, que hasta aburre y raya, sin salir de ese pulcro y sereno camposanto, me convenció primero para que dedicara el tiempo a leer una revista de más de cien páginas y, luego, a trasegar la novela «El murciélago», de Jo Nesbø.

En la narración de «Cementerio de animales», la obsesión por luchar contra la Muerte termina convirtiéndose en una estupidez y en llana debilidad, obteniéndose a cambio un fruto podrido. Además, King llega a comparar ciertos episodios de enfermedades terminales con supuestas manifestaciones demoníacas de aquello que habita en el Pequeño Dios Pantano. Y, como ya nos tiene acostumbrados el Maestro, éste vuelve a precipitarse en sus últimas páginas, aún contando con una frase con la que cierra el libro que cae con un pesado mazazo: la tormenta estalla en segundos y desaparece; pasa por encima de nuestras cabezas y deja un gran destrozo a su paso, pero también personajes abandonados y situaciones no resueltas y te formulas demasiadas preguntas a la espera de respuesta por parte de un autor que da por terminada su obra.

Tan solo quedan los jirones de una vieja y sucia cortina colgada sobre una ventana sin cristales.

Conociendo como conozco las circunstancias que llevaron a que esta trama se formara en la mente de King, me imaginaba que me encontraría con una ambientación menos bucólica y más cercana a la que vivió ese joven Stephen, con una máquina de escribir sobre las rodillas, sentado en el cuarto de la lavadora de su caravana, en la que vivió largo tiempo y donde crecieron sus hijos; con ese constante zumbido proveniente de una autopista adyacente, donde tantas mascotas dieron fin a su despreocupada existencia con un marcado dibujo de banda de rodadura sobre sus ensangrentados y reventados vientres.

Me esperaba también algo más coral.

Pero me he encontrado con la que, para mí, es la novela más decepcionante y deprimente del Maestro de Bangor.

Lectura de 24 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



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24 de Febrero de 2016







martes, febrero 23, 2016

«La sirena de Harald» (segunda parte y final)


Cuando Harald se despertó, ya era noche cerrada; del verano ártico, pero cerrada. Duraría tantas horas como dedos de una mano podría contar, pero sería más que suficiente si se espabilaba.

Había dormido casi todo el día y nadie había osado a despertarle llamando a la puerta con los nudillos.

Sediento y con el estómago revuelto, Harald bajó al piso inferior del hostal con su ropa vieja y arrugada, colocándose los tirantes sobre los anchos hombros como si le costara un gran dolor.

La señora Olgstrem estaba despierta; parecía que nunca necesitaba dormir. Echada en una de las butacas del salón, ante un fuego muy nutrido y que caldeaba excesivamente a habitación, leía una carta y su contenido la hizo feliz, pero su alegría se truncó en silencio hosco en cuanto vio a Harald.

—¿Quieres algo de cenar? —preguntó la señora Olgstrem sin esperar a que Harald le contestara, pues se levantó y se introdujo en la cocina, de la que salió a los pocos segundos con un plato de pescado frío que puso sobre una mesa, bien alejada de su butaca.

Harald trató de sonreír. El perfume nada agradable que despedía el animal muerto le hizo sospechar que acababan de servirle la cena reservada a algún gato callejero. Pero Harald no recordaba si en Ranerström había o no gatos.

Le repugnaba aquel espectáculo muerto y frío sobre la mesa, pero a ella le encantaría aquel manjar.

Estaría enfadada con él, por lo que era obligado y necesario llevar un obsequio que la calmara. La comida siempre fue una buena disculpa.

Harald se acercó a la recepción. La señora Olgstrem había vuelto a su butaca y le daba la espalda. Del mostrador cogió un periódico de hacía unos días y entre sus hojas abiertas echó los restos fríos de aquel pescado.

El hombre volvió a su habitación y buscó una linterna en su macuto. La necesitaba para encontrar el acceso a la gruta en el acantilado, la otra entrada a la guarida. Además, ella se sentiría atraída por la luz. Aquel pensamiento práctico despertó una sonrisa en los labios de Harald, pero el brillo en su rostro se extinguió.

Harald se vistió con el chaquetón marinero, bajó de nuevo y salió del hostal sin que la señora Olgstrem le dijera nada.

Fuera, la corta noche estival servía de raído e inútil capote a Harald, mientras corría por las calles de Ranerström. Su paso atrajo oídos y le llegaron furtivos cuchicheos ininteligibles.

El remolcador se recortaba con claridad entre los bajeles que lo rodeaban. A bordo, Swan hacía una de sus guardias de dormir a pierna suelta abrazado a Collins, su gato.

Harald subió y, a popa, arrió uno de los botes. Cada crujido que hacía el pescante lo sobresaltaba. La noche se había transformado en un sueño bello y demasiado silencioso a pesar del constante crujido de las maderas y los cabos.

Una vez quedó el bote en el agua, Harald agarró con fuerza los remos y se internó en el mar con esfuerzo. Las escasas luces del pueblo fueron menguando a medida que seguía rumbo Nor-noroeste y dejaba por la aleta de estribor el pecio de un carguero encallado y con las cuadernas marcadas por el fuego.

Los brazos protestaron enérgicamente pasados los primeros minutos. Harald luchaba contra la corriente adversa y el rumor del mar quedó sofocado por la agonizante respiración del hombre del bote. Sabía que podía vencer lo físico gracias a su fuerza mental, como durante la guerra; pero su cabeza no lograba alcanzar sosiego alguno.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no se quedó en Inglaterra? ¿Por qué no emigró a Alaska o al Canadá?, se repitió a sí mismo una vez más.

Ella, su recuerdo, era la respuesta; la única respuesta. No sería tan estúpido como para dejarla atrás de nuevo. Ese pensamiento le dio fuerzas y reavivó su pasión.

Sobre el cielo encendido de estrellas, sin que el sol dejara de arrojar su hálito rojizo en la línea del horizonte, se perfiló la irregular sombra de la costa donde se encontraba la entrada a la cueva. Los dos picos gemelos de Kokkam seguían ahí, vigilando mientras dormitaban, como Swan y Collins.

Las olas batían con timidez la pedregosa playa, reverberando. Era un aviso de la cercanía de la costa; su meta estaba muy cerca. Harald saltó al agua, mas demasiado pronto, y se hundió hasta la cintura en el mar. Se había precipitado por culpa de la emoción del esperado reencuentro.

Tras un segundo que fue eterno, en el que al muchacho se le paralizaron los miembros por la gélida agua, éste tiró del bote hacia la lengua gris y suave que iluminaba la linterna asegurada a proa. Una vez sobre los cantos, dejó la embarcación varada y buscó con la ayuda de la linterna la entrada a la gruta.

El frío que se iba solidificando en la tela de su pantalones y que se había filtrado por entre las botas hasta los gruesos calcetines. Se hundía en su piel.

De todos modos, ella nunca fue precisamente cálida en el trato ni en su tacto. Era salvaje.

Debía concentrarse en dar con la entrada a la gruta. Lo demás ya vendría solo.

Harald caminó con cautela por entre los cantos rodados que el mar había ido dejando allí con el oleaje. De noche no era tan fácil dar con la pequeña abertura que franqueaba el paso a la gruta horadada el acantilado y que conectaba, a su vez, con el océano varios metros por debajo de donde ponía ahora los temblorosos pies. Palpó con su mano calluda las afiladas rocas, tratando de encontrar algo que le resultara familiar. Tras mucho buscar, tras desesperarse, dio con  la entrada, pero ahora le costaría un poco más entrar por ella que cuando tenía siete años de edad; con su metro noventa de estatura y su robusta figura ya daba por perdida la batalla contra las aristas negras del acantilado. Arrastrándose se metió en el interior, rasgándose la ropa y la piel.

El aliento se condensaba en efímeras nubecillas que enturbiaban la visión. 

Con la linterna en vanguardia y el cuerpo herido y magullado, transfiriendo a las rocas el pestazo a los productos químicos que envolvía al remolcador, Harald alcanzó la cámara que daba a la piscina interior, donde pudo ponerse de nuevo en pie. La mar canturreaba dentro de aquella oquedad oscura, con cada pulsión, golpeando el acantilado, apretándolo en su puño; y Harald volvió a sentirse como el protagonista de un cuento de hadas. Avanzó con cautela y con la cabeza gacha para no darse con el techo pétreo, con la linterna en una mano y el paquete de pescado frío en la otra; se sentó en una roca plana, como hizo por última vez cinco años atrás, y esperó.

A Harald no le cabía en la cabeza la posibilidad de que ella hubiera abandonado aquel lugar. Después de todo, en un rincón depravado de su mente, consideraba que ella era de su propiedad, por muy salvaje que ésta fuera.

La luz de la linterna debía ser suficiente como para llamar la atención de la sirena. Siempre fue así. Harald tiritaba de frío y sintió la fusta de la impaciencia, arrojando entonces un guijarro suelto al agua, perturbando la superficie relajada de la piscina natural. Semejante brusquedad por su parte despertó algo en el fondo. Las profundidades dejaron escapar varias burbujas de aire y el limo se revolvió. Un silbido agudo y penetrante rebotó contra la bóveda de la cueva, precediendo a la agitación histérica y a una melena verdosa y oscura, cubierta de hilos de algas. Una frente traslúcida y unos ojos acuosos y brillantes se clavaron en Harald como teas. El silbido subió de intensidad y la criatura se acercó al intruso, estudiándolo con detenimiento, como un depredador.

La sirena tocó fondo con sus largos y esqueléticos dedos, arañando las rocas.

El muchacho ni se inmutó. Tan solo se limitó a ofrecer el pescado frío a su amada sirena.

El ser se detuvo y ladeó la cabeza. Aquel individuo le resultaba familiar y el gesto de ofrecimiento levantó la tapa de sus recuerdos. Le recordaba a aquel niño que la visitaba tantas veces y que se fue hacía tanto años atrás, siendo ya un hombre. El mismo por el que lloró cuando se dio cuenta de que no regresaría. Era su amigo a pesar de todo. Amigo. Era una palabra que casi no tenía sentido para ella.

Lo reconoció. Sí, debía ser él. Pero…

La sirena alzó sobre el agua su cabeza por entero, mostrando su extraño rostro de enormes ojos muy alejados de la nariz y boca, ambas ridículamente pequeñas. Aferrándose a los salientes, la criatura salió del agua mostrando su cuerpo hasta la cintura, dejando su cola al abrigo del agua salada.

Harald sintió náusea y apartó la mirada sin mover el cuello. Aquel cuerpo traslúcido y delgado, verdoso, no era lo que recordaba.

La sirena emitió un dulce arrullo de paloma y sonrió del mismo modo que le enseñó el pequeño Harald años atrás, pero cerró la boca y su rostro se crispó como el de la señora Olgstrem en el salón de su hostal.

El aire. La criatura olisqueó con desagrado. Aquella misma pestilencia la traía consigo Harald. Carne quemada, petróleo y dolor. La sirena aspiró de forma entrecortada y volvió a silbar con odio. El intruso apestaba igual que el barco que había naufragado a escasa distancia meses atrás. Todavía podía escuchar en sueños los gritos de los náufragos y sentir el calor de las llamas que devoraban el buque y herían la retina de sus recuerdos.

Odió aquella noche con toda el alma, que tendía a escurrírsele por la boca. 

Aquel intruso no era su pequeño Harald; el chico que le dijo hasta pronto una eternidad atrás. Era un ser turbio y vil; manchado. No lo quería cerca ni de ella ni de su mundo.

El pez muerto no era una ofrenda; era un insulto.

La sirena estiró los largos dedos de ambas manos, mostrándole a Harald sus afiladas y ennegrecidas uñas. Luego, sonrió mostrando una hilera de incontables y diminutos dientes, terminados en punta que el muchacho nunca había contemplado jamás en aquel extraño y otrora bello rostro.

A Harald no le dio tiempo ni a reaccionar con un grito de desesperación. A pesar de su envergadura y su fortaleza, la criatura lo tumbó cuando emergió del agua de un salto. Un golpe con su musculosa cola le partió las dos piernas y Harald tan solo fue capaz de abrir los ojos de par en par a la ceguera del dolor. Fue una suerte por un lado, pues se ahorró el contemplar el rostro odioso de la sirena a menos de dos centímetros de él y leer en él el odio y la gula lujuriosa que se había apoderado de él, mas el sentido del olfato le permitió adivinar donde estaba la amplia, afilada y putrefacta boca. Las uñas verdosas y rotas se hundieron sobre las capas de ropa, llegando hasta la piel.

Harald se sobrecogió por última vez cuando la dentadura de la sirena se cerró sobre su cuello. La sangre caliente manó como de un torrente. Fue hasta un alivio.

La criatura saboreó y bebió la sangre con lujuria, olvidándose por completo de que Harald apestaba a combustible, pólvora y oscuridad.

En Ranerström nadie se percató (o quiso darse cuenta) de la desaparición de Harald Assler. Tan solo el mecánico Swan echaba de menos a su patrón, pero una mañana cualquiera, soltó amarras y el remolcador no fue nunca más visto por aquellas costas. 

Lectura de 23 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



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23 de Febrero de 2016







lunes, febrero 22, 2016

«La sirena de Harald» (primera parte)

Harald Assler no tenía motivo alguno, que se supiera, que lo impulsara a regresar al pueblo que lo había visto nacer y hacerse un hombre: Ranerström. En cierto sentido, había que reconocer que el muchacho tuvo el valor de hacerlo o, sería lo más apropiado decir, que fue un verdadero estúpido por poner de nuevo el pie en aquellas tristes calles de casas pintadas de rojo apagado, encaramadas sobre un acantilado gris y rocoso, expuestas a un impío mar y constantemente azotadas por el viento del Norte. 

Harald no tenía razón para regresar. No. No había por qué. En el pueblo no le esperaba nadie: ni padres, hermanos, mujer o hijos; o eso creían todos. Tampoco tenía futuro alguno allí. Podría haberse quedado en Inglaterra o haber emigrado a Canadá o Alaska; se podría haber ido a la mismísima Australia. Era libre y el mundo más pequeño que nunca.

Los habitantes de Ranerström no le guardaban rencor o alguna cuenta pendiente que ajustar con el único hijo de Björn Assler; simplemente Harald era un recuerdo vivo, con carne sobre los huesos, de la terrible desgracia que se había cebado con la pequeña localidad pesquera que se obstinaba en permanecer en los mapas de la costa noruega: Harald fue el único chico de Ranerström que partió a la guerra y sobrevivió a ella.

Aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta, Harald no era bienvenido. Tan solo sería una sombra que despertara el dolor.

Era mejor que no volviera.

Una noche de 1942 llegó a puerto una embarcación extraña con unos hombres aún más extraños a bordo. Tan solo estaban un poco necesitados de un poco de ayuda: pasar unas horas a cobijo de miradas aviesas y del enemigo, hasta que fueran rescatados a la madrugada siguiente.

A pesar del enorme peligro que asumían los habitantes de Ranerström, todos aceptaron auxiliar a aquellos marineros que resultaron ser comandos británicos. Fue una suerte que nadie en el pueblo fuera partidario de Vidkun Quisling ni simpatizante del invasor alemán, pues el silencio sepulcral permitió que las horas transcurrieran serenas y sin sobresaltos hasta que un sospechoso pesquero, con un nombre conocido de antemano, apareció a la altura del faro.

Pero aquellos comandos británicos no se contentaron con la abierta hospitalidad de Ranerström: abusando de la bondad de sus anfitriones, se llevaron consigo a Inglaterra a todos los hombres entre 17 y 30 años que se presentaron voluntarios. Nadie se quedó en casa para que le considerasen un cobarde. 

No fue consuelo para los padres el hecho de que sus hijos lucharían por liberar a Noruega; al fin y al cabo, acabarían vistiendo uniformes ingleses y dando sus vidas en tierras extrañas.

Entre aquellos chicos risueños se encontraba Harald, quien había enterrado a su padre, meses atrás. Se dejó llevar por la excitación de su juventud, olvidando la cabaña en la que había terminado conviviendo con el silencio y todos sus recuerdos. 

Tan solo no se olvidó de ella; sería imposible cometer tal descuido, pero tenía que partir y luchar. Ella tenía que comprenderlo y así se lo hizo saber con gestos.

El pueblo estuvo en vilo desde la partida de sus hijos hasta que el farero pudo sintonizar la BBC en su vieja radio y escuchar un programa especial de anuncios, en el que se nombró a todos y cada uno de los chicos por sus sobrenombres y diminutivos familiares, finalizando el mensaje indicando que «todos habían llegado a tiempo a su cita con la reina».

Una vez en Inglaterra, los acontecimientos se desarrollaron demasiado deprisa para los jóvenes de Ranerström, a la misma velocidad a la que fueron cayendo como moscas bajo el fuego enemigo. Al final, tan solo quedó con vida Harald. 

Un oficial de la Real Marina noruega se entrevistó personalmente con Harald para informarle de que, de entre los hombres alistados y provenientes de Ranerström, tan solo quedaba él con vida. 

«Dar ese tipo de noticias debería estar prohibido», pensó con amargura Harald cuando el oficial se marchó.

Todos muertos, podridos y deshechos, menos Harald Assler. Esa era la única verdad.

El muchacho sabía qué encontraría a su regreso. No habría alcalde alguno, vestido de gala y emperifollado como un pavo, esperándole en el muelle, acompañado de una banda de música que se desviviera por no desafinar y de todas las chicas guapas de la aldea, con las mejillas encendidas como amapolas. El yermo gris de aquel pedazo de costa nórdica le esperaba frío y hostil, del mismo tono e intensidad que la mirada de aquellos que habían perdido a sus seres queridos y que lo reconocerían nada más bajar al muelle.

Los ancianos buscarían en su figura, en sus movimientos, en todo, cualquier atisbo que prendiera la vana esperanza de encontrar a sus hijos desaparecidos, regresando con el petate en el hombro. Pero no había cabida para vanos deseos. Las chicas acelerarían el paso en cuanto se cruzaran con él, apretando los dientes y dedicándole recelosas miradas por encima del hombro.

—Es un cobarde que habrá puesto a otros delante de él como escudo. Por eso está vivo, el muy…

—Podría ser muchas cosas horribles y vergonzosas.

—Seguro que es la vergüenza de su padre. Pobre Björn. Primero tuvo que sufrir la ignominia de su mujer y ahora esto. Suerte que hace tiempo que se fue con el Altísimo.

—Pero si su padre no era más que un contrabandista de medio pelo. Él no será de distinta raza.

—Seguro que es un asesino y un ladrón.

—¿Por qué ha regresado? ¡¿Por qué?!

«La gente se suele aburrir y aprovecha cualquier oportunidad para pasar el rato a costa de otros», se dijo para sí el único superviviente de los de Ranerström, recreando en su imaginación una película con un argumento que aún no había acontecido.

Pero Harald sí tenía una razón muy importante para regresar a Ranerström; un secreto que atesoraba desde la infancia y del que nadie sospechaba lo más mínimo; demasiado extraño como para que nadie se lo creyera.

Ella… Tan solo ella.

El chico de Björn Assler regresó a Ranerström una mañana del agonizante verano de 1947, a la caña del timón de un desastrado remolcador, bautizado con el nombre de Tottenham y con más de medio siglo en sus cuadernas y que era de su propiedad. Le había costado un pequeño pico, pero, a pesar de todo, le había sobrado algo de dinero para contratar con los servicios de un mecánico inglés, un tal Swan, que nunca bajaba a tierra.

El traqueteo fatigoso del feúcho navío llamó la atención de todos en Ranerström, llevándose la mano a modo de visera a la frente, no importándoles interrumpir por un momento sus tareas para averiguar la identidad del recién llegado.

—A saber de dónde habrá sacado el dinero —murmuraron unos viejos cuando vieron saltar al muelle a Harald Assler y amarrar el remolcador.

Harald sabía a la perfección qué tipo de bienvenida le ofrecerían sus vecinos y estos no le decepcionaron. Tan solo una anciana se le acercó y Harald la reconoció al instante: era la madre de Olaf. 

Los registros del Ministerio de Guerra podrían estar errados y Olaf seguir vivo; eso era lo que creía la buena mujer. 

Pero Harald sabía que tan solo quedó un amasijo de hierros retorcidos allá donde estaba la batería dirigida por Olaf, donde calló una bomba de 500 libras tres años atrás. Harald lo vio reducirse a la nada entre el fuego y humo.

Los registros podrían estar equivocados, pero no lo estaban. Aún así, Harald mintió:

—Hace muchísimo que no sé nada de Olaf. La última vez que me tropecé con él, estábamos en el salón de una cantina. Estaba bailando como una peonza con una pelirroja que no dejaba de reír.

La madre de Olaf se dio la vuelta y se encaminó calle arriba.

Harald recorrió con paso tranquilo todos los lugares de su infancia, que no eran tampoco muchos en un pueblo tan raquítico como Ranerström. Bostezaba sin cesar, abriendo la mandíbula lo suficiente como para desencajarla y mostrando, de paso, su colección muelas picadas. Estaba molido por el viaje y la guerra. 

Al contrario de lo que esperaba, no le incomodaban las miradas penetrantes de las personas que se detenían ante él en la calle o que se asomaban a las ventanas; pero, si hubiera aparecido disfrazado de payaso sin nada de cintura para abajo, habría llamado menos la atención y la suspicacia, mas le daba todo igual. Tan solo se detuvo ante la fachada de la cabaña que había construido su padre, muy separada del pueblo, y que él había dejado al abandono cinco años atrás.

Harald se estremeció ante la podredumbre que la domeñaba. La cubierta se había caído y todo el interior estaba arruinado. De todos modos, nunca hubo muchas cosas de valor que guardar entre aquellas paredes.

«¿Ella estará igual de arruinada?», se preguntó Harald antes de que le volviera a asaltar un sentimiento de culpabilidad:

«Yo solo quería partir a la guerra. Ella lo debería de comprender, como todas las mujeres; aunque ella no es como todas las mujeres».

«No se parece a las demás mujeres en nada».

Tenía que ir a verla cuando antes y comprobar que seguía estando tan bella como siempre, como cuando la dejó, llorando sin consuelo cinco años atrás, antes de subirse a bordo del pesquero de los británicos. 

En la vieja cabaña de su padre tan solo había sitio ya para los nidos de gaviota. Llamaría aún más la atención si trataba de acceder a la cueva desde la trampilla de contrabando que su padre había construido en el suelo de la cabaña. El paso hasta la guarida de ella había quedado cortado con un derrumbe provocado por el propio Harald la noche en la que se despidió, la misma madrugada en la que había decidido el destino incierto de la guerra. Nadie así la molestaría a no ser que diera con la entrada original desde el acantilado de Kokkam.

Que sacara piedras de dentro de la casa en ruinas, para franquear el paso a la caverna, desvelaría su secreto.

Harald descubrió de niño la entrada y la piscina donde ella se encontraba con él. Allí las horas pasaban solas. También que había un camino que, contra todo pronóstico, terminaba bajo el suelo de la única habitación de la cabaña de sus padres, justo donde el viejo Björn escondía sus fruslerías de contrabando.

De aquel glorioso primer día en el que ambos mundos se encontraron, Harald prefería rememorar los extraños ojos verde pálido, a juego con su piel casi traslúcida; los diminutos balanos que hacían las veces de coquetos lunares y su cabello, confundido con algas y restos de conchas. Mucho mejor aquello que recordar la paliza que le dio su madre cuando él reapareció en casa, tras horas y horas buscándole desesperada por todos lados.

Su madre rompió a llorar tras agotarse la ira y la desesperación que la habían dominado durante casi todo el día.

«Entonces era un idiota de siete años».

Debía tomar la vía alternativa para acudir a su encuentro. Volver a la entrada de Kokkam, como cuando la conoció siendo un niño. Y debía hacerlo de noche, pues no sería fácil mantener el secreto a plena luz del día en el verano ártico. 

Pero, antes, necesitaba dormir un poco, un par de horas a lo sumo; así que acabó dando con el único hostal de Ranerström. No había otro, pero seguía en su sitio y con la misma mujer al frente, la señora Olgstrem, a cuyo hijo también había visto morir.

Aunque fuera empeñar un dinero que no le sobraba y menos por un capricho, Harald quería dormir unas horas en una buena cama y como era debido; estaba harto de hacerlo en posición fetal entre rollos de maroma y neumáticos, apestado por el combustible y la pintura fresca. Quería sábanas limpias y blancas, un colchón blando y poder estirar su cuerpo de un metro noventa de altura bien a gusto.

El hostal estaba mucho más decrépito de lo que recordaba. La fachada estaba quemada por el sol y el viento, sin que nadie le diera una capa de pintura con un poco de mimo.

Una vez dentro del hostal, a Harald se le atravesó la voz en medio de la garganta, como un pedazo enorme de pescado. No había pasado del «buenos días» de rigor dirigido a la señora Olgstrem. De niño había jugado en aquella misma sala, frente al mostrador de Recepción. Ahora sí se sentía bastante incómodo, casi le parecía que estaba insultando con su sola presencia a la mujer al otro lado de la fina y delicada rejilla.

Pero no hicieron falta palabras ni fórmulas de cortesía. Tan solo unos gestos mudos para que el juego de llaves de la habitación 101 terminara sobre la palma de la mano de Harald. Era el único huésped.

Harald contuvo un largo bostezo y aguantó el peso de los párpados mientras subía las escaleras. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. Poco le importó o impresionó la espartana decoración de la habitación; cayó sobre el colchón y se durmió con la ropa puesta y sobre la colcha.

Lectura de 22 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 757,5 (Variable). Estratocúmulos
  • Termómetro: 10º
  • Higrómetro: 56%

22 de Febrero de 2016




jueves, febrero 18, 2016

«Valentine's Day», David Bowie



Valentine told me who's to go
Feelings he's treasured most of all
The teachers and the football star
It's in his tiny face
It's in his scrawny hand
Valentine told me so
He's got something to say
It's Valentine's Day

The rhythm of the crowd
Teddy and Judy down
Valentine sees it all
He's got something to say
It's Valentine's Day

Lectura de 18 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 756 (Variable). Altocúmulos
  • Termómetro: 9º
  • Higrómetro: 56%

18 de Febrero de 2016







martes, febrero 16, 2016

Guardia de Literatura: Reseña a «Lagarto, lagarto. Cuando los visitantes invadieron la Tierra», de Juan José Montijano y María del Carmen Olivero

Lagarto, lagarto. 
Cuando los visitantes invadieron la Tierra
Juan José Montijano y María del Carmen Olivero
DIABOLO EDICIONES SL. Madrid
ISBN 978-84-15839-88-0
Primera edición de Marzo de 2014
Precio: 19,95 €
264 páginas
Regalo idóneo y muy socorrido si nos vemos en la complicada situación de alegrarle la jeta a alguno de estos recién contaminados por el virus nostálgico de los años Ochenta; para todos aquellos que añoren tiempos pasados en los que volvía casa con la bici a cuestas y las rodillas peladas, listas para una nueva ración de Mercromina (los mismos que ahora no permiten que sus hijos se pongan sobre dos ruedas si no igualan en protecciones a Robocop); para todos aquellos que recuerdan como algo normal el pasar unos días en cama curando el resfriado (pero que a sus churumbeles les atascan en la garganta una cuchara sopera con jarabe antes del primer estornudo, no vaya a ser que el mocoso se nos traumatice); etc., etc.

La serie de televisión V se ganó a pulso un huequecito en nuestros infantiles corazones y retinas, pues fue lo más impactante que habíamos visto hasta la fecha. Tenía un estilo único y era terrorífica y épica a partes iguales; por no decir que provocaba cierto asco primario a nuestros padres y abuelos. Era una época muy diferente a la actual y esos lagartos que aterrizaron en España el 2 de febrero de 1985, con dos años de diferencia respecto a su emisión en EEUU (algo impensable en la actualidad) se convirtieron en un producto novedoso y efímero, pero que impregnaría nuestra imaginación como ninguna otra. Aún siendo una sombra degradada por culpa de la considerada como tercera temporada (primer y única regular), muchos nos quedamos con las ganas de saber qué le pasaría a la Niña de las Estrellas, pues la dejamos subiendo a la nave del Líder y punto final. 

Diana, Donovan… Todos siguen vivos en nuestro núcleo central de recuerdos, ya lo creo que sí.

Lagarto, lagarto viene a ser un completo homenaje a la serie y a la época; la labor de sinopsis y de recopilación de datos en castellano es encomiable y digna de reconocimiento, pues considero que sus dos autores no han dejado palo sin tocar. De este modo se referencia gran cantidad de vicisitudes de producción de las tres series y los problemas a lo que se enfrentó su creador, Kenneth Johnson, el cual tan solo tuvo carta blanca con la primera miniserie, siempre a la sombra funesta de una horda de productores que se obcecaron con hacer y deshacer a su antojo hasta que destrozaron la idea. Me ha sorprendido saber que Johnson se desvinculó de La Batalla Final, donde ya su trama se transformó en algo cercano a una simple caricatura, aunque bien es cierto que era la parte de la historia que a muchos más nos gustaba, quizá porque queríamos ver más acción

El relato de los tiras y aflojas llega a enganchar, provocando incluso algo de pena al comprobar que Johnson tenía en mente un desarrollo totalmente distinto y que fue sacrificado en aras de un producto más del gusto de los productores ejecutivos y más rentable a la par que, evidentemente, menos profundo y filosófico. Para ello, los autores de Lagarto, lagarto no solo aportan extractos de entrevistas del propio creador, sino de distintos actores que muestran sin tapujos su malestar ante el cambio de rumbo que tomó V con la salida obligada del Johnson del proyecto: Se pasó de un producto digno a otro de escasa calidad; aunque mantuviera ciertos aspectos típicos de la franquicia, los productores querían financiar una serie de ciencia-ficción clásica, algo que no veían por ningún lado en el argumento de Johnson.

La obra Lagarto, lagarto es muy completa, como hemos dicho, pues dedica gran cantidad de páginas a analizar el efecto de la serie en el campo sociológico, además de resumir y reseñar cada capítulo, junto a un listado de personajes divididos en resistentes, visitante, colaboradores y quintacolumnistas, junto a datos técnicos, biografía de actores o motivaciones del elenco… A lo que se une una pequeña Historia de los sirianos, su armamento, tradiciones, etc.; siendo lo más interesante el empeño de ambos autores por aportar tantos aspectos como fueran posibles acerca del llamado universo expandido de V, con la reseña de novelas y cómics, sin olvidar el entrañable merchandising.

La presentación del libro despierta grandes esperanzas respecto a su contenido: Tapa dura, introducción de Kenneth Johnson, profusión de fotografías…, pero, a pesar de todo lo bueno que tiene, cuenta con el lastre cada vez más habitual de las producciones literarias del tipo «hágaselo Vd. mismo», lo cual perjudica enormemente al volumen. Es raro no encontrar en cada página alguna errata que se habría subsanado si la editorial se hubiera molestado en contar con los servicios de un leal corrector ortotipográfico y de estilo; y por ello me atrevo a asegurar que la editorial obligó a los dos autores a corregir ellos mismos todo el material en cuestión de días (costumbre vulgar, ruin y demasiado rutinaria que yo mismo he padecido). Solo así, de este modo, es posible encontrar explicación para que se cuelen tantos errores a cada página, confundiendo plurales y singulares, empleando términos erróneos o, incluso, traducciones literales del inglés al castellano sin molestarse en encontrar una equivalencia en nuestro idioma (por ejemplo, no es disparador, sino artillero; no es tanque, sino carguero; no es extranjero, sino alienígena; etc.), por no comentar que ciertos nombres de los personajes bailan como locos.

Junto a estos errores involuntarios de los autores, se cuelan otros que son los propios de una incorrecta interpretación de un hecho o materia. Por ejemplo, se asegura que en V se dibuja en los EEUU un escenario idéntico al de la Francia ocupada de la segunda guerra mundial, cuando no es cierto: pues es uno propio de la Holanda ocupada. Otro detalle que me ha marcado, pero que no tiene que ver con la serie objeto de análisis, se detecta en el capítulo dedicado a los productos televisivos que devorábamos en tan solo dos canales durante aquel 1985, es el referido a El Equipo A, donde se achaca a un error de traducción y de doblaje patrios el que el personaje interpretado por Mr. T pase de ser B. A. Barracus a M. A. Barracus, lo cual no es más que un brindis al sol por parte de los autores de Lagarto, lagarto, ya que, aunque el tipo se llamaba Bosco Albertus, se referían a él como B. A. por su Bad Attitude por haberle zampado una soberana hostia a un oficial superior; por tanto, en castellano pasó a ser Mala Actitud o M. A.

Temo haber perdido mi tiempo y el vuestro haciendo referencia a estas perlas huidizas que se han colado en el texto que, en su conjunto, no son para tanto, pero que hay que referenciar para ofrecer la visión más completa de esta obra que lleva ya muchos meses en el mercado sin que esté, a mi modo de ver, recibiendo todo el apoyo que merece, pues se refiere a la serie por excelencia de nuestra infancia y, sobre todo, porque corremos detrás de cualquier cosa que expela a años ’80 como burros detrás de una sabrosa zanahoria.

No os defraudará, sobre todo porque es una labor inédita en nuestro país.


Lectura de 16 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 759,8 (Variable). Despejado
  • Termómetro: 9,8º
  • Higrómetro: 56%

viernes, febrero 12, 2016

Instancia de Anri Okita



Hacía mucho tiempo que la Escuadrilla no se paseaba por las aguas del Mar del Japón...

Lectura de 12 de Febrero de 2016 a las 1200 horas



  • Barómetro: 750 (Viento-Lluvia). Lloviendo con ganas
  • Termómetro: 13º
  • Higrómetro: 55%

12 de Febrero de 2016





martes, febrero 09, 2016

¿Tienes voz? Qué suerte la tuya


Posiblemente, que no probablemente, lo más sesudo y socorrido que se ha inventado desde el mando a distancia para el televisor sea el dotar a éste de la opción de “subir” y “bajar”, canal a canal, por entre los presintonizados en el aparato, sublimando el cómodo, extendido y socorrido arte del zapeo entre la inédita sobreabundancia de cadenas y la ausencia dolorosa de programaciones potables.

Hace unos días (noches) me encontraba frente a la no siempre caja tonta, mando firmemente unido a mi garra, con el dedo pulgar hundido hasta el fondo en el botón correspondiente, esperando que hiciera su magia. Los canales fueron pasando en rápida sucesión, la suficiente como para poder realizar una lectura de menos de un segundo de la franja azul de información, pero sin darles tiempo a que se cargaran, huyendo así de patrañas y programas de gustos demasiados alejados a los míos. Fue entonces cuando recalé en una de esas filiales de la TDT, otra cuya única misión es la de justificar su mera existencia con la repetición en bucle de series de televisión y otros productos; un poco de merengue rancio de relleno para no tener que colgar la carta de ajuste, seamos claros.

Una de las series de ficción que cumplen condena en España y en tal módulo de prisión es Blue Bloods. Te la venden con que en EEUU arrasa en el share, pero aquí sirve de borra para noches y tardes en las que no hay otra cosa mejor o peor que poner.

En aquella me topé con un capítulo que no había visto y que estaba ya bastante mediado; pero eso no me impidió averiguar que su razón o motor argumental giraba en torno al efecto y consecuencias de las Redes Sociales, sobre todo desde que el anciano patriarca de la familia Reagan, exdirector del Departamento de Policía de Nueva York, protagonizara un vídeo grabado de forma ilegal en el que daba a entender su opinión respecto a un tema de delincuencia, para el cual tan solo tenía como respuesta el empleo de la “mano dura”. Por supuesto, dicha grabación se convierte en viral y, por si fuera poco, el Twitter entra en escena de forma arrolladora en las aulas del colegio al que asiste su bisnieta.

Un escándalo regocijante en una ciudad de varios millones de personas que, en ocasiones, asemeja más a un pueblo plagado de visillos tras las ventanas.

Se me antojó un argumento digno de los tiempos que corren, con hombres y mujeres esposados a dispositivos tecnológicos, pues estas series de ficción han de ser, en la medida de lo posible, fieles reflejos de las corrientes sociales que perturban el sueño general. Y me pareció curioso su planteamiento, pues se daba a entender que con las RRSS se ha alcanzado la realización de ese derecho del que aún no comprendemos toda su dimensión y extensión, que es el de a tener voz; un derecho a la libre expresión que supera ampliamente los pobres límites del corrillo de amiguetes de siempre.

Pero este derecho a tener voz es falso por inexistente. No es más que una fantasía que se mantiene gracias a que soslaya otros derechos y con la que la plebe más recalcitrante y adulterada, se recrea y se cree libre de “hilos”; pues, si siguiéramos sus dictados al pie de la letra, tan solo seríamos capaces de exportar del mundo virtual al real el bastardo producto que se revuelve y se muestra más propio de una pelea callejera entre skins y rojillos, embozados y porculeros, con cócteles molotov y vallas volando: una guerra civil alimentada a fuego lento y con pizquitas de estupidez, intolerancia y violencia. Un plato riquísimo y de alto standing, vamos.

El derecho a tener voz se ha de identificar siempre con el derecho a presentar tus argumentos, a debatir y a encontrar cauces concertados de solución a los problemas que nos acucian como sociedad. Sin embargo, ese derecho postizo que proclamamos dichosos en las RRSS, como logro supremo de nuestra patética generación (o civilización), no es más que un engendro que crece sin control como un Tetsuo en el estadio olímpico de Neotokio; pues el uso de la palabra para EXPRESAR (no para aullar) una opinión (o cualquier otra cosa) política, religiosa, etc., tan solo obtiene por repuesta el insulto, la burla y el escarnio, el ruido de armas más fáciles de emplear que la razón y la elocuencia. Quien acude al “torneo” con las galas de estos complejos usos se queda solo ante una banda de hooligans o abogados de la Inquisición que le tachan a uno de la lista o permiten vivir según escuchen (lean) lo que quieren o no escuchar. No hay lugar para más, pues salirse de esa norma democutrecrática tan honestamente marxista, pensar diferente, es de fascistas (o calificativo que case más con la ideología de cada cual) y a esos hay que machacarlos, descuartizarlos, pues la turba siempre tiene razón aun cuando se mancha las manos de sangre y mierda.

Poco (nada) importa que la tesis de los hooligans vaya justo en contra de toda lógica razonada, que sea una visión que se desmorona con solo pensar un segundo (por mucho que cueste dedicar a tal aburrimiento tan corto espacio de tiempo), algo de lo que se da perfecta cuenta cualquiera que haya logrado adquirir en su formación algo más de un dedo y medio de frente, pues es una simple barbaridad que se defiende tan solo a través del griterío que entona la ignorancia.

¿Cuántas veces hemos leído o escuchado la opinión de alguien en las RRSS, la cual ha sido respondida, que no refutada, con una febril y violenta fórmula del ¡que se calle la boca!? Pues yo creía que todos poseíamos ese cacareado derecho a tener voz; sin embargo, esta figura legal tan curiosa, al contrario que otros derechos legítimos que terminan cuando comienzan los derechos de los demás, encuentra coto cuando se topa con la obligación de no pensar en un color diferente, de no comulgar algo que vaya en contra de los gritos de unos pocos que suenan como muchos y que se consideran sabios por eso de la sabiduría popular, mas dudo que estos individuos se merezcan estar relacionados con tan antiguo y respetable término.

Quizá la muestra más estúpida y patente de lo que trato de comentar en este artículo, por simple anécdota de éstas que merecen su lugar en el éter por su simpleza, la haya sufrido la presentadora Tania Llasera, quien hace nada ha sido madre de un niño, al que ha querido llamar José Bowie (nacido la misma semana en la que conocíamos del óbito de David Bowie) y el muro de Twitter (y supongo que otro tanto en otras redes), donde esa sabiduría popular y democrática se corre de gusto, se vio inundado por burlas, sandeces e insultos dirigidas a la reciente mamá y, por si no fuera bastante esto, contra el inocente e inconsciente neonato, predeciéndole a éste, con gozo absoluto y salvaje, una vida de constante sufrimiento y sometimiento al bulling en su etapa escolar (Erasmo de Rótterdam estaría más que orgulloso de dedicaros una tesis y su correspondiente elogio). Supongo que a los que habéis llevado el tema a ser trending topic con vuestras becerradas se os pondrá dura como el cemento o el coño se os derretirá riéndoos de un crío recién nacido o de una mujer que tan solo quería recordar a un cantante que, levantando tan solo una ceja, hizo más que todos vosotros en todo vuestro prescindible trasiego por este paciente planeta. 

En fin. Derecho a tener voz que se confunde con la obligación a ser censurado, insultado y acosado; algo que ya comienza a verse en las calles.