Título original: «To Kill A Mockingbird». 1962. 2 h y 9 min. Drama. Dirección: Roberto Mulligan. Guión: Horton Foote (basándose en la obra de Harpe Lee). Elenco: Gregory Peck, John Megna, Frank Overton
La sociedad es un monstruo que avanza con lentitud, pero avanza, aunque no siempre con un rumbo correcto. Todo esto lo saben bien los personajes adultos de esta película, que puede ser considerada como adelantada a su tiempo en cuanto a la denuncia de la injusticia humana y la intolerancia
Para muchos, la película en la que Gregory Peck hizo su mejor interpretación, vistiendo las galas de Atticus Finch, un respetable ciudadano y abogado en una pequeña ciudad del Sur de los Estados Unidos en plena Gran Depresión.
«Matar a un ruiseñor» es una de tantas cintas en blanco y negro que se adherían a la retina como pegamento cuando eras crío, uno de esos flashazos cinematográficos que solo los adultos parecían llegar a comprender y apreciar. Una añeja producción que cuenta con una trama bicéfala: en una tenemos a los hermanos Jem y Scout, tan importante como aquella otra y trágica que vivirá Tom Robinson. Como narradora omnisciente, Scout, ya mayor, recordará los sucesos que se alargaron durante dos tórridos veranos junto a Jem y su vecino DD, con los que, entre juegos y aventuras propias de una infancia despreocupada, compartiremos la curiosidad por el hijo de los Radler, Boo, un hombre aquejado de una enfermedad psíquica y por el que buena parte del pueblo teme o siente lástima. Esta línea, muy amable y detallista de la vida en una ciudad sureña posterior al Crack de 1929, anclada en un punto indistinto entre los s. XIX y XX, con marcada segregación racial, le servirá a Peck para, como Atticus Finch, plantarse ante el estrado y el jurado en una defensa de la Justicia más allá del tono de piel y las roñosas costumbres del lugar. Todo, absolutamente todo, converge para firmar un cuadro social y vívido de la sociedad dixie y de la injusticia miope que se comete con Tom Robinson, aún cuando se constata que es inocente y se da una explicación coherente a lo que le pasó a Mayella Ewell la noche de autos.
Mientras escribo estas líneas resuenan campanillas. Son unas muy especiales pues llevan soldadas afilados anzuelos de los que se prenden los cuchicheos más necios ingeniados por los malabaristas de lo absurdo. Campanillas cuya entonación arrastra el viento con la acusación, décadas después de
publicarse la novela, de que Harper Lee era racista. Por razones obvias le sigue a este tintineo el de la retirada de cartel de un cine de Memphis de la película «Lo que el viento se llevó» por cómo refiere el asunto de la esclavitud. Nuevo brindis al sol de lo “políticamente correcto”, supongo; esas dos palabrejas que marcan a hierro caliente el neofanatismo más hueco y de moda.
Yo, por mi parte, no he encontrado nada que merezca el posible y retrasado resquemor de los talibanes occidentales, pues plasma el fin de la segregación racial. El que el trío formado por Scout, Jem y DD asistan a la vista oral del caso contra Tom Robbins en el piso superior, compartiendo asiento con la población negra, siendo aceptados en su seno como niños, futuros hombres y mujeres sin prejuicios, es prueba suficiente para mí, siendo que el racismo solo anida en los corazones rencorosos e ignorantes, atados de pies y manos a la concepción del mundo más ajada del Medio Oeste norteamericano.
Y también tenemos el discurso elocuente para que perdamos el miedo a las dolencias psíquicas, pues las personas que las sufren no son monstruos. La decisión última del sheriff, en la que despierta un furibundo brillo nocturno por hacerle Justicia a Tom Robbins, acompaña el encuentro de Boo con Scout, pues Boo es el ruiseñor que hay que proteger, pero también Tom Robbins y todos los niños para una sociedad futura más moderada.
Los actores infantiles nunca han sido fáciles de manejar y muchos de ellos, por falta de talento real, terminan siendo un engorro para el espectador; sin embargo, estos Scout, Jem y DD resultan creíbles y naturales, sin artificios, a lo que ayuda el excelente guión escrito para ellos, preñado de ocurrencias que hemos ido perdiendo con el paso de los años; son niños como lo fuimos nosotros y sobre cuyos hombros recae buena parte de la acción.
Respecto a Gregory Peck vestido o vistiendo a Atticus Finch, el amable, respetuoso y cabal abogado, desengañado por el Sistema y la sociedad sureña a los que sirve, trata de apartar la cortina de pesados y durmientes párpados de los legañosos ojos; responde a la arraigada ignorancia cultural, no limitándose a ser mero espectador.
«Matar a un ruiseñor» es una película sobresaliente que sobrelleva con elegancia el paso del tiempo; una fábula digna de ser (imperiosamente) narrada en nuestro ya entrado s. XXI, pues hemos avanzado, pero, quizá, virando en redondo.