martes, diciembre 11, 2018

Guardia de literatura: reseña a «Matar a un ruiseñor», de Harper Lee

Harper Collins Ibérica SA
Madrid, 2015
Traducción: Belmonte Traducciones
ISBN: 978-84-687-6702-4
349 páginas
Harper Lee no solo nos insta a no enjuiciar a un hombre por el color de su piel, por la superficie; a nadie sin haber desentrañado sus motivaciones, así como los hechos. El caso de Tom Robinson no es más que el ejemplo más gráfico y dramático

Los estantes en librerías y bibliotecas suelen estar copados por volúmenes y más volúmenes firmados por la misma persona; por autores con eso que se ha venido a denominar, de forma expeditiva, ordinaria y soez, como diarrea literaria. Sin embargo, hay ejemplos con los que un solo título basta para brillar y permanecer en el Olimpo del literato; son muy pocos los supuestos, pero está ahí, incólumes tras el paso de las décadas. Ahí está «Matar a un ruiseñor», única obra larga editada en vida de la escritora estadounidense Harper Lee y que le valió no pocos premios y el reconocimiento del público con una novela de estrechas dimensiones, escrita con sencillez pero con una fina elegancia, que encierra a la Humanidad por completo entre los límites territoriales y sociales de una pequeña ciudad como Maycomb, Alabam, y entre sus tapas.

Con mucho de autobiografía, Harper Lee adopta una narración en primera persona y recorre dos años y poco más de los recuerdos de infancia de Jean Louise “Scout” Finch, la hija menor del abogado Atticus Finch. A través de una mirada ya adulta, que en nada desprecia los juicios de valor de la niñez, Scout repasa esos largos veranos y cortos inviernos retratando a sus vecinos, llegando a comprender la máxima de su padre de eso de “ponerse en el lugar de los demás” para alcanzar la raíz de sus acciones y comportamientos, conocerles y apreciarles con meridiana justificación. Scout relata las hipocresías e incoherencia de la sociedad sureña, anclada, aún en la década de la Gran Depresión, en el s. XIX; el conflicto entre el mundo urbano y el rural; y la segregación racial, que alcanza cierto clímax durante el juicio contra Tom Robinson, un hombre acusado de violar a Mayella Ewell y que, a pesar de la contar con una buena defensa que demuestra su inocencia, termina siendo condenado porque el propio Maycomb no está preparado aún para absolver de delito alguno a un negro, por mucho que las pruebas sean abrumadoras contra el veredicto tan injusto que alcanza el jurado. En esto último, respecto a la separación blanco-negro, es donde la autora incide mayoritariamente. Quizá el punto de crítica más sutil y pasajera sea aquel recuerdo suyo de la señorita Merryweather, su profesora en la escuela, que se escandalizaba de la política nazi contra los judíos pero que aplaudió hasta pelarse las manos la discutible y bochornosa decisión del jurado porque el acusado era negro y, por tanto, culpable. ¿Cómo alguien que criticaba ferozmente el maltrato a los judíos alemanes podría sentir semejante alegría ante la condena de un hombre inocente por el mero hecho de ser de diferente color?

Cada personaje encierra un mundo propio, trufado de emociones y sentimientos, un rosario de comportamiento humanos que exigen de un examen a fondo, más allá de la superficie, con el que algo que parezca negativo, tras una toma de contacto, acabe siendo positivo, como en el caso de la señora Dubose o la tía Alexandra.

Harper Lee no solo nos insta a no enjuiciar a un hombre por el color de su piel, por la superficie; a nadie sin haber desentrañado sus motivaciones, así como los hechos. El caso de Tom Robinson no es más que el ejemplo más gráfico y dramático.

La novela también es de descubrimiento de la etapa infantil, previa a la bochornosa adolescencia, en el que el lector podría deleitarse horas y horas, siguiendo los pasos de Scout y de su hermano Jem, así como los del fantasioso pero adorable Dill, no más allá de la verja que encierra la Mansión Radley, donde vive, apartado de la luz del sol, Arthur “Boo” Radley, quien establecerá una particular relación con los chicos aún sin verse. Aquí entra en juego, una vez más, la máxima de Atticus Finch.

En ocasiones, cuando uno se pone con una obra de ficción, suele haber párrafos imposibles, escenas baldías y personajes huecos; sin embargo, Harper Lee despliega una prosa delicada, sin artificios pero bien dotada de recursos narrativo que le permiten describirlo todo, con el acompañamiento de notas de humor, a veces inocentes a veces hiperbólicas. Fue etiquetada como novela sureña, pero más bien es de descripción de la sociedad sureña, con esa languidez somnolienta del verano eterno, y para nada racista, polémica ésta que surgió con la ya no tan reciente publicación de su segunda novela, «Ve y pon un centinela». En dicho cruce de acusaciones y defensas volvemos a encontrar a lectores y críticos que se ponen los zapatos, esta vez los de Harper Lee, y aquellos otros que se contentan con expulsar bilis, juzgando por el color de piel de esta multipremiada obra. Quien mantenga un alegato incriminatorio o no se ha leído «Matar a un ruiseñor» o es un necio. La autora se limita a trasladar lo que vio al papel, sin cortapisas ni limaduras para no molestar u ofender corazones pusilánimes; ella fue alguien que fue libre para escribir, sin temor a las sombras del puritanismo new age, como el que se revuelve feliz en nuestros días. Pensar que una obra literaria debe ajustarse en todo momento a los parámetros morales, por muy loables o estúpidos que estos puedan ser de aquí al futuro, es abrir las puertas a las correcciones oficiales en un régimen totalitario aceptado por “nuestro bien”.

Terminado el libro, aunque no soy nadie para ello, considero que «Matar a un ruiseñor» debería  ser de lectura obligatoria en Secundaria. Entre sus líneas hay más ética que en cualquier clase impartida por supuestos profesores comprometidos, cuya entereza moral es debatible.

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